Martes 19 de marzo | Mar del Plata
¡Seguinos!

Pañuelito

Publicado por el 19/11/2017
Pañuelito

Debe haber llovido 30 veces más desde que lo vi por primera vez. Esa noche Pañuelito salió de la nada dibujada de oscuridad de la puerta de un negocio a media lumbre que se predisponía a cerrar. Las baldosas de la vereda estaban empapadas y junto al cordón del asfalto se formaba un gran charco que corría con fuerza hacia la boca de tormenta de la esquina. Justo cuando el semáforo cambió de verde a rojo, Pañuelito dio el salto más largo hasta la calle que le permitieron sus piernas cortas, aunque no alcanzó para evitar que mojara su pantalón desteñido, deshilachado y ya humedecido por la intensa lluvia.

“Hoy no vendí nada”, fue lo primero que me dijo a menos de 30 centímetros de la ventanilla del auto con la marcha detenida y el limpiaparabrisas en la velocidad más alta. El pelo aplastado por la lluvia dejaba escurrir gotas entre sus ojos serenos. Su brazo completo, desde la muñeca hasta la axila, cargaba varios paquetes de una marca poco conocida de pañuelitos descartables.

La primera reacción fue preguntarle cómo estaba. Mojado y vendiendo pañuelitos descartables en el semáforo habría sido la respuesta tácita, evidente. No dijo eso. Estiró su corta mano hasta que el interior del auto cubrió sus dedos de la lluvia y dejó un paquete transparente con seis envoltorios de pañuelos sobre el tablero detrás del volante.

Veinte pesos el paquete de seis era el precio al que los vendía. Sin pensarlo ni necesitar pañuelos descartables busqué en mi billetera el dinero más para ayudarlo que para comprarle. Sentí culpa de encontrar que un billete de 100 pesos era el más chico que tenía en el momento.

“No tengo cambio”-me dijo confundido-, pero ‘pará”. Los demás autos comenzaron a moverse ansiosamente ante el paso de los segundos y el cálculo de que el rojo del semáforo se juntaría pronto con el amarillo y finalmente con el verde.

Pañuelito sintió los motores, el sonido de los aceleradores mezclado con el de los limpiaparabrisas a destiempo y las gotas golpeando la chapa de los techos. Miró los pañuelos, la calle, los autos, la lluvia, los cien pesos y por último a mí a los ojos. Tomó el billete y corrió hacia la vereda. “Estacioná en la esquina”, dijo mientras ya metía la mano dentro de una bolsa verde en busca del vuelto.

Le hice caso. Cuando el semáforo dio luz verde avancé en primera hasta cruzar mal la calle y estacioné en una doble fila mentirorísima en ochava. Pañuelito volvió corriendo a mi ventanilla. Sacó de una bolsa una pequeña pelota de billetes arrugados de dos, cinco y diez pesos. Comenzó a desenredarlos y a estirarlos como pudo colocándolos sobre mi mano.

“80 te tengo que dar”, calculó. Aproveché los segundos que le llevó la odisea de desentramar el puñado de billetes para preguntarle su edad y por su familia. 11 años me respondió. “Ayudo a mi mamá que no tiene trabajo y a mis hermanos”, siguió sin mencionar a su papá ni decir más.

Respiraba fuerte, llevando el agua que escurría de su nariz hacia adentro del tabique. “Quince, veinte, veintidós, veinticuatro…”. Lo frené en veintinueve. Me miró. Mal estacionado, consternado por la imagen triste y empapada de Pañuelito y todavía sorprendido por su edad, salió de mi boca una frase estúpida y cómoda que no busqué, pero fue un mal parche para seguir: “Ya está, dejalo ahí, ganaste vos”.

A pesar de mi oración imbécil que implicaba darle solo cincuenta y un pesos más del económico precio al que vendía los paquetes, sin nada que ganara de más en realidad Pañuelito me miró y sonrió. Construyó una mueca pícara y clavó la mirada en los billetes del vuelto que ahora ya era suyo. “¿En serio?”, me pregunto. “¿Seguro?”, insistió. Asentí. “Gracias… tomá, llevate otro”, dijo.

Su mano mojada volvió a atravesar la ventanilla con un segundo paquete. El primero ya se había caído hacia un costado al volantear para cruzar la calle. El segundo llegaba todavía más mojado por fuera. Su habilidad innata para la venta me dejó dos cajas de pañuelitos en el auto bajo la lluvia. Los veintinueve pesos del vuelto que me había llegado a dar atravesaron entonces la ventanilla hacia afuera. “¡Gracias señor!”, exclamó y volvió a sonreír. “Hoy en serio no había vendido nada”, me repitió. No supe si le creí. No pensé.

Le sugerí que volviera a su casa, con su mamá y sus hermanos. Que no se mojara, porque podía enfermarse. Se lo aconsejé como si supiera qué tiempo llevaba bajo la lluvia, debajo de la oscuridad de la puerta del negocio a media lumbre en una esquina en vías de inundarse. Más que suficiente agua había caído sobre su cuerpo desabrigado.

Pañuelito volvió al punto de origen. Cruzó a los saltos para esquivar mal los charcos y guardó el dinero mojado en la misma bolsa verde que contenía más paquetes. Me miró y extendió la mano ya de lejos mientras yo enderezaba el volante para seguir camino con cien pesos menos y un sabor amargo que no se fue al arrancar, ni al llegar a la avenida, ni en el próximo semáforo, ni al estacionar, ni al cenar, ni al apoyar la cabeza en la almohada seca. Cuatro días después me resfrié. La garganta áspera, la nariz colorada, los ojos achinados, una decoración minimalista y constante de pañuelitos por doquier.

Pasaron dos meses y algunas semanas hasta que volví a verlo. Pañuelito recorría la misma zona en una noche fría pero sin lluvia. Nos encontramos de casualidad en la puerta de un restobar en el entretiempo de un partido clave entre Argentina y Venezuela por la clasificación al Mundial. Seguía vendiendo los mismos pañuelos pero no me reconoció enseguida.

“¿Querés pañuelos? Hoy no vendí nada”, dijo repitiendo su estrategia de venta. Me sonreí al volver a escuchar la frase. Le volví a comprar, esta vez por veinte pesos. Sentí sus ojos clavados en mi cara, afinando la mirada como quien duda sabiendo ya la respuesta. “Vos me compraste el otro día, el de los cien pesos”, dijo tímido pero seguro a la vez, recordándome.

Le conté que semanas atrás me había engripado. Se rió. Le comenté que en el trabajo, en la cama, el auto y la calle me acordé de él cada vez que abrí uno de los paquetes y usé los pañuelos junto a infusiones de te antigripal y pastillas de Ibuprofeno.

Se rió otra vez con gesto de “menos mal que me los compraste”. Volví a preguntar y me contó que su mamá estaba bien y que sus hermanos y él van a la escuela. Entró al restobar a ofrecer pañuelos y vendió varios paquetes. “Si nos quedamos afuera del Mundial los voy a necesitar, pibe”, le dijo uno de los clientes. Una pareja le compro sin desclavar la vista del televisor. Un matrimonio mayor le dio dos porciones de pizza envueltas en servilletas.

Al salir me miró y estiró el brazo abriéndolo, buscado que yo estrechara mi mano con la suya. Lo hice y después chocamos los puños cerrados, mientras se inclinaba para atrás con una sonrisa llena de vida y la bolsa verde colgando de su hombro. “Cuidate”, le dije esta vez más seguro.

Argentina empató 1 a 1 y el resultado dejó esa noche a la Selección en el abismo del infortunio histórico de quedarse afuera del Mundial y en el escenario de carroñeros opinólogos del flojo desempeño del conjunto nacional.

Pañuelito se perdió en la oscuridad sobre la vereda rota y despareja en dirección opuesta al semáforo en el que lo vi por primera vez. No me volví a engripar desde entonces. Argentina clasificó a Rusia y llovió al menos 30 veces más. Tengo paquetes de pañuelos para varios resfríos de aquí en adelante. Pero también la necesidad de usarlos cuando en tardes como las de hoy se me quiebran las pupilas y me invade el silencio clandestino de la culpa innecesaria por una almohada seca y tibia y otros cien pesos más en el bolsillo, buscando entender al menos algo aunque sin resolver nada sobre el sabor amargo de la infancia frágil e incierta de un nene de 11 años al que llamé y escribí Pañuelito.

Maxi, figurita del 98

Publicado por el 27/01/2016
Maxi, figurita del 98

“Late, late, late, late, ¡Nola!”. Esa última palabra forjaba en Maxi una reacción especial: era la única que le hacía levantar la mirada del “toco” de figuritas que desfilaban de izquierda a derecha entre sus manos, a la vista de una masa de niños y adolescentes que formaba un semicírculo a su alrededor en una de las esquinas del patio en cada recreo.

Maxi era una opción segura pero cara. Desde la figurita más común y repetida hasta la más dura de conseguir para llenar el álbum seguro estaba en su bolsillo, pero cuando de las difíciles se trataba, el intercambio no era por una sino por varias figuritas del desesperado “comprador”. Incluso, según la ocasión, llegaba a exigir golosinas para concretar la transacción.

Tenía su punto fijo de venta. Su gruesa espalda en su metro y medio de altura reposaba contra una de las paredes de desgastada pintura amarilla del patio, donde los profesores que controlaban el recreo no se acercaban. Esa sensación hacía creer que algo placenteramente prohibido se generaba.

Siempre abrigado en los largos inviernos, el grueso “toco” de figuritas atado con doble bandita elástica entrecruzada cabía estrechamente en uno de los bolsillos de su ancha campera.

“Late, late, late, late, late…”, Maxi jamás se impacientaba, mantenía una tensa calma. “Late, late, ¡Nola!”. Levantaba la mirada, contemplaba la expresión de ansiedad por conseguirla y ponía en marcha -sin forzarlo- un perverso juego psicológico para estimular aún más la necesidad de obtener no cualquiera, sino esa figurita. La difícil, la que no venía en ningún sobre, la que faltaba para completar la página, el álbum o bien la que podía revenderse a valor considerable en la otra punta del patio.

Si esos ojos brillaban y denotaban la sorpresa de haber visto en persona, tal vez por primera vez, aquella gloriosa imagen casi extinta, el intercambio podía ser atroz, despiadado, incluso voraz, propio del capitalismo más obsceno.

“Por 20 de las tuyas y dos alfajores”, era la contrapropuesta. Dolía, era casi injusto, pero a veces eso y más se pagaba en la acción compulsiva de saciar el vicio de coleccionar figuritas con la habilidad y la gracia que Maxi a escondidas y en su rincón cuasi mafioso del recreo las cambiaba.

Del otro lado del patio, Luis era más inconstante. Su “toco” solo a veces se equiparaba con la mitad del de Maxi, pero ocasionalmente alguna figurita difícil podía llegar a guardar. La diferencia clave era que Luis mostraba que las coleccionaba y necesitaba otras a cambio. Maxi solo demostraba tenerlas, parecía no importarle la preciada mercancía. Decía que el álbum ya lo había llenado.

Ese lunes el timbre del primer recreo de la mañana sonó tarde. Algunos dirán que fue a horario, pero sonó tarde. Lo comentaron después del peor suceso que podía generarse. Era el primer día de clases después de un verano corto de mucho calor y un nuevo y popular álbum a meses del Mundial de Francia ’98 había salido a la calle. La campana sacó a varios de las aulas a paso ligero, abalanzándose sobre los bancos, buscando la libertad del encierro del salón en dirección al punto de venta de Maxi, porque si bien eran nuevas, él seguro ya las tenía.

Maxi no estaba ahí. Un grupo de adolescentes lo aguardó en silencio junto a la pared con las “figus” entre las manos. No solía enfermarse, mucho menos el primer día de clases. Mientras lo esperaban intercambiaron algunas entre ellos. No las tenían, pero ya se sabía cuáles estaban entre las más difíciles: los logos en papel brillante de las selecciones que habían clasificado y que encabezaban la página sobre los jugadores elegidos para disputar el Mundial. Pero Maxi no estaba. Mientras tanto, Juan Román Riquelme, Hernán Crespo, el logo de Brasil y algunos futbolistas franceses eran casi imposibles de conseguir. Pocos las tenían y Maxi era la opción segura, cara pero segura.

El timbre marcó el fin del recreo. Maxi no llegó. La vuelta al aula, cargada de desilusión, fue lenta, inútil, frustrada. El recreo siguiente pudieron confirmar con una de las maestras lo peor que podía esperarse: la mamá de Maxi lo había cambiado de escuela. Era el fin.

Entonces el álbum quedaría incompleto. Habría que idear y consensuar estratagemas para convencer a papá o mamá de la urgente necesidad de comprar más sobres de figuritas. El Mundial no podía comenzar con el álbum incompleto. Esos logos en algún lado tenían que estar. Maxi seguro los tenía.

Con los días, más de uno tuvo la ambición de ocupar su lugar en el rincón del patio. Algunos lo intentaron incluso con el éxito de dominar por semanas enteras el mercado clandestino en alguna esquina lejos de los docentes; con la abultada cantidad de “figus” atrapadas por banditas elásticas, solo para ser como él, para llevarse la gloria de ser el “cambiador” de figuritas más respetado de la escuela, pero ninguno logró superar el juego macabro de Maxi ni su secreto (padres con dinero de sobra) para tener repetidas hasta las más exquisitas y difíciles de encontrar.

Y hasta los que se creyeron mejores, cometían lo que para Maxi era una desprolijidad, una torpeza sin código: guardar al revés debajo del “toco” las obtenidas en el recreo. No señor, para él todas eran iguales a los ojos de los demás, ahí estaba el negocio. Siempre tener las mejores sin necesitar ninguna.

Lo intentaron. Luis mejoró su imagen y su oferta mientras nuevos vendedores treparon rápido y multiplicaron los puntos de venta. Pese a que todo probaron, en aquel gran patio atravesado por una inocente mafia organizada dedicada al intercambio despiadado de figuritas, no lograron superar el dominio y la persuasión que Maxi había construido entre sus manos.

Maxi mantendría entonces su habilidad y su negocio de adhesivos coleccionables en otro patio, en otro recreo, en otra escuela, seguramente con la misma estrategia aguerrida. De aquel mercado de pequeños sujetos sin mayores responsabilidades y obligaciones que intercambiar fotos numeradas, solo quedó una pared vacía y descascarada y cientos de álbumes incompletos. Ese frío invierno, el Mundial de Francia 98 fue para muchos una colección de figuritas repetidas.

El admirador

Publicado por el 23/11/2015
El admirador

No la mira con ese deseo porque no está. Esa mañana no fue al café. Solo por eso no la mira con ese frustrado intento de observarla sin que ella lo note. No está presente, pero las señoras hablan con ella, la camarera, de él, su admirador.

Tal vez no la miró poco pero hasta ahora solo llegó al saludo, a pedirle el café y a decirle gracias. Pero la mira. Queda en un misterio sin importancia alguna si fue ella quien le contó, quizás halagada, del chico que viene por las mañanas y la observa detenidamente para que las señoras lo supiesen o si ellas también lo encontraron a él desviando la mirada con ese disimulo que a nadie podría engañar.

“¿Hoy vino tu admirador?”, pregunta la mujer con más de siete décadas de vida que hace rato terminó el té del desayuno del que solo quedaron migas frías de las tostadas tibias que sirven en el café, con un diario en mano que lee a la ligera.

El local es pequeño, casi familiar, íntimo, de poca pero recurrente clientela, de una carta que casi no se pide porque la orden la toma directamente ella y no hay nada extravagante para pedir. Porque el lugar, una casa convertida en café, es sencillo, decorado con lo mínimo, sin televisor ni wifi, y pocas opciones más sofisticadas que pastafrolas y submarinos.  

“No, hoy no vino…”, empieza a responder la camarera admirada por el admirador que esa mañana no la admira. “Ya va a venir”, la interrumpe la señora con una mueca pícara pero a la vez un tono de mujer mayor que busca conservar el pudor que por contrato social se le dijo que tuviese cuando luciera anciana, pese a que por suerte su vida puede haber tenido más aventuras e historias de amor vividas que charlas por whatsapp.

Pensó tan fuerte sus ganas de que la joven se sonrojara por lo que le había dicho, que casi se escuchó. Pero la elegida por el admirador que motiva la charla y el chisme, no estuvo ni cerca de ponerse colorada.

Las puertas se abren y dos clientes más se sientan en una de las pocas mesas que tiene el café. Ninguno de ellos la admira seguramente como él. ¿La admira? Seguro gustará de ella, pero las clientas (ahora también otra señora mayor que acaba de llegar) lo llaman así, el admirador.

La camarera toma el resto de los pedidos. “¿Y tu admirador?”, le pregunta la clienta que recién llega. La que primero había hablado lanzó un suspiro sin quitar la vista del diario, casi atrevido, explícitamente obvio, y unos segundos después le agregó una sonrisa y una tos repetida y forzada.

“No vino hoy”, respondió la joven ya con una paciencia que temblaba y un gesto casi de abandono. Después de llevar un cortado con dos medialunas a una de las mesas (“una dulce y una salada, pa’ variar”, le habían pedido), ahí juntó ganas, llevó las manos a su cara, sembró los codos sobre la madera de la barra y les empezó a contar: el admirador sí había pasado por el café.

Claro, no ese día. El jueves había sido. Esa vez él admirador no se había conformado con pedirle la infusión y decirle gracias, sino que se animó a hablarle, a decirle que le gustaba y a invitarla a salir esa misma noche “a tomar algo”.

La confesión o revelación le causó asombro a la señora del Clarín en mano y despertó la intriga de la otra mujer con una expresión de satisfacción por haberla inducido a que contara este capítulo de la historia gracias a su pregunta, que había hecho solo por preguntar, para sacar un tema.

Ese mismo jueves el admirador y la camarera admirada salieron. Fueron a un bar, charlaron y la pasaron bien. Solo eso les contó ella. “¿Y?”, la interrumpieron las señoras casi a la par. Ella se rio, no de estar contándoles lo que había pasado con él, sino por la mirada pícara que ninguna de las dos podía disimular.

“Y nada, eso, que salimos y la pasamos bien. Pero no pasó nada. No hubo onda, pero todo bien”, terminó de admitir ella para darle un final poco feliz en relación al que las clientas esperaban. Justo entró más gente y la charla se cortó.

Durante dos o tres minutos nadie dijo nada. Ahora la camarera atendía la nueva mesa que se había ocupado. Pero al terminar, tomó el celular y deslizó el dedo por la pantalla después de que vibrara dos veces sobre la madera.

“¿Qué pasó, te escribió?”, insistió la primera clienta que ya iba sin ganas por la sección Deportes del diario y que esperaba más de la historia. Para no angustiarla y terminar el tema la llamó para pedirle otro té, le tomó la mano, se le acercó casi en secreto, le regaló una sonrisa y le dijo: “Y bueno nena, a lo mejor solo tenía que ser eso, un admirador”.

Guerra de plástico

Publicado por el 17/10/2015
Guerra de plástico

Regresar a los años dorados de la infancia puede a veces ser más simple de lo que se presupone. Todo depende de tener entre las manos el recuerdo o el objeto indicado: aquel que nos propone realizar en segundos un viaje a través del tiempo y nos permite vernos a nosotros mismos, iguales pero distintos, arrodillados sobre el suelo simplemente jugando, reinventando el presente, desatendiendo el futuro.

Mauricio no buscó regresar a su niñez: el destino se ocupó de hacerlo. Todo comenzó en una juguetería, con la difícil tarea de encontrar el regalo ideal para una niña -hija de un amigo- que había cumplido sus primeros dos añitos de vida. En aquel mundo de sueños, juguetes y colores, el protagonista de esta historia se reencontró con un “chiche” de su infancia: una gran bolsa de soldaditos de plástico.

Mientras su pareja continuaba eligiendo el obsequio perfecto, Mauricio tomó entre sus manos aquel envoltorio con pequeños soldados de color verde y marrón. “Cómo jugaba con esto…”, pensó en voz alta en el pasillo de la juguetería y un hombre de avanzada edad, al oír tal confesión, reconoció sentir ganas de sumarse al juego.

Sin dudarlo compró la bolsa de soldaditos. Traía en su interior casi 50 combatientes, un jeep militar y un helicóptero. Mauricio ocultó su nuevo juguete retro y eligió el momento preciso para abrir el envoltorio.

Noche de sábado. Reunión en el departamento con amigos. Entre los envases de algunas cervezas y un plato de snacks, Mauricio relató con orgullo la historia de su inesperada compra y segundos después distribuyó estratégicamente los soldaditos de plástico sobre la mesa. Pasado, presente y futuro coincidieron en el terreno de combate, sobre un sueño de papel sesgado por las reminiscencias de la niñez.

“Este tira granadas”, dijo con absoluta seriedad mientras la más feroz guerra de plástico se desataba en el centro de su departamento. Lejos de hacerse a un lado, sus amigos se sumaron a la batalla y continuaron ubicando a los soldados en posición de combate, colocando francotiradores sobre el pico de las botellas, ocultado militares marrones que se camuflaban entre los snacks, haciendo sobrevolar el helicóptero por sobre las trincheras de papa frita, esquivando los disparos invisibles para el ojo adulto.

Hubo heridos, caídos y trofeos de guerra. No resultó sencillo determinar qué bando se llevó la victoria. Ambos ejércitos lucharon hasta el cansancio en la imaginación de tres adultos devenidos en inocentes niños por una fracción de minutos.

Mauricio cumplió su sueño: recuperó aquel ejército de valientes soldados que una vez la vida le quitó. Pudo verse a través del tiempo arrodillado sobre el suelo, enfrentando a muñecos de plástico en un mundo de juego.

No hubo vencedores ni vencidos. El límite que divide a la realidad de la imaginación se borró por un momento. Regresar a través del tiempo a los dorados años de la infancia fue posible esta vez: solo fue necesario un juguete, un recuerdo, una ilusión, 50 soldaditos y una guerra que pudo terminar en paz.

Punto de vista

Publicado por el 03/08/2015
Punto de vista

Por detrás de sus rejas dañadas por el óxido, cada mañana asoma su rostro y observa con detención el movimiento sobre la calle Garay. En el barrio la conocen como “La Gallega”, pero los vecinos aseguran que su vida es un misterio y que sólo algunos saben poco y nada acerca de su pasado.

Desde la fachada de su casa deteriorada por el tiempo, mira todo lo que ocurre de sus puertas hacia afuera. Años atrás solía sentarse sobre un paredón de mediana altura ubicado al frente, pero después de ser víctima de algunos robos, esta jubilada de más de 70 años se vio obligada a encerrarse detrás unas altas rejas verdes que la separan del mundo exterior.

Observa y escucha, escucha y analiza, analiza y deduce, deduce y piensa, piensa y opina, opina en silencio y vuelve a observar. En ese orden. En silencio. Bajo la misma perspectiva.

A través del paso de los años, “La Gallega” ha descubierto desde su propia vivienda a las nuevas generaciones, ha sido testigo de la evolución de las modas, de los modelos de autos, de las nuevas tecnologías y de la aceleración del ritmo de la sociedad. Algo así como contemplar al progreso desde un mismo punto fijo, detenido en el ayer.

Con su piel blanca en la que reposan las arrugas del tiempo, su mirada reflexiva y cansada, y sus atuendos acordes a una mujer de esa edad, ella dedica su día a ser testigo y fiel espectadora de la vida de los demás, de tal forma que el paso de cada peatón parece formar en su memoria el inicio y el final de una película de suspenso, de un libro cargado de incógnitas o bien de una fábula con moralejas confusas.

¿Qué descubre la protagonista en cada imagen que pasa delante de sus ojos azules? ¿Cuál es la raíz de su curiosidad? ¿Qué trayectos de su pasado recuerda al atisbar el paso de una joven pareja o frente a las reacciones de los peatones de la calle Garay? Nadie lo sabe. Nadie lo sabrá. Pocos lo pensarán.

“La Gallega”. Así se la conoce, aunque a ciencia cierta es un incógnita su origen español. Pues no es amante de iniciar conversaciones. Tampoco se caracteriza por ser amable, aunque jamás resulta irrespetuosa y, habitualmente, no rechaza un cordial “buenos días”.

Sin embargo, por la tarde la historia se repite. Se abre una puerta de madera que devela sólo oscuridad en el interior de su vivienda; se escuchan las pisadas que se arrastran sobre el suelo; y asoma su rostro y luego su cuerpo hacia afuera, ocasionalmente sosteniendo una taza de té entre sus dedos.

Protege los coches que estacionan junto a su vereda, observa detenidamente a cada transeúnte, se disgusta cuando llueve, frunce el seño cuando un vehículo circula con mayor velocidad de la normalmente necesaria y descubre en cada punto fijo un recuerdo que la obliga a bajar la mirada.

Así avanzan sus días. Detenidos en el tiempo y en un mismo punto de vista. Tal vez una tarde de invierno, esta vecina de Mar del Plata embebida en experiencias de vida reúna las fuerzas necesarias y se atreva a cruzar aquellas rejas frías, aquel muro de hierro que divide al pasado del presente, que aleja al detenimiento absoluto de la continuidad de su tiempo.

Quizá no necesita escapar, o tal vez el temor a lo desconocido no se lo permite. Por detrás o por delante de sus rejas dañadas por el óxido, ella continuará observando cada detalle, con la posibilidad de recuperar el protagonismo en el escenario de su propia vida. Mientras tanto, la vecina de la calle Garay continúa siendo una mujer solitaria, de constancia en su perspectiva, una perfecta desconocida, una testigo de ley, una Elsa que ha perdido… o que aún no ha encontrado a su Fred.

El amigo de Dani

Publicado por el 20/06/2015
El amigo de Dani

El amigo de Dani entró primero al café. Las bisagras de la puerta se encargaron de contarle a todo el lugar que alguien había entrado. Pero antes de meter los dos pies dentro del local, desde la vereda le preguntaba a su amigo qué iba a tomar. La voz de Dani no se escuchó. La de su amigo, pidió dos cortados y tres medialunas. “Sí, dulces”, fue lo segundo que dijo.

El pedido se escuchó a través de la barra, porque en este bodegón los que van seguido corren con ventaja y es casi una muestra de confianza y respeto poder pedir el café detrás del mueble de vidrio que guarda las facturas y algunos sobres de azúcar junto a unos pocos escarbadientes. Están los que esperan sentados en las mesas a que la camarera se acerque y los otros, como el amigo de Dani.

La cabellera blanca la llegaba hasta el tope de una campera amarilla bien gruesa que llevaba abierta. Rozaba los 60 y llevaba los bolsillos con envoltorios de golosinas que sobresalían. Eligió una mesa del fondo y se sentó manteniendo una conversación algo forzada con la camarera, que seguía detrás de la barra.

Había ido pocas veces al lugar, pero el solo nombrar a su amigo ante la camarera de la tarde lo volvía de la casa. Entonces, para dar muestra de ese reconocimientio, la charla fue solo sobre Dani, aunque quien respondía por él, era su amigo. La campera amarilla ahora colgaba sobre una de las sillas de madera.

Le preguntaron por el trabajo, pero no por el suyo, sino el de Dani. También sobre sus hijas, el coche que recién había vendido y el viaje a Buenos Aires que había hecho. No él, sino Dani. Al amigo de Dani le tocó responder por la tardanza. Había que tratarlo como de la casa, pero el protagonista de la charla se hacía esperar.

Su amigo ya sin tema de conversación se acercó a la puerta y lo apuró. Se miró en el espejo y se acomodó rápido los pelos y volvió a entrar sin saber si todavía Dani seguía en el kiosco de al lado o fumando un cigarrillo en la vereda, o las dos cosas a la vez. Avisó que parecía que ya entraba, mientras la camarera servía los cortados y los dejaba junto a la máquina de café hasta que el famoso Dani estuviera en la mesa.

La verdad es que Dani tardó. La charla ya lo anticipaba como alguien especial, interesante o al menos bien visto en el ambiente del café. “Ese Dani…”, decía bajito la camarera con un tono casi sugerente. Pero Dani seguía sin aparecer y su ausencia ya permitía dudar incluso de la existencia del muy nombrado. Aunque si ambos lo conocían…

La puerta hizo sonar sus bisagras otra vez para abrirse y… no, no era Dani. Dos señoras mayores muy abrigadas habían entrado a comer una pizza como merienda. Pensaron en una gaseosa, pero terminaron piediendo cerveza.

El amigo de Dani se había ilusionado al sentir la puerta. Pero volvió la mirada hacia abajo para tomar el diario ni bien comprobó que no era él quien había entrado. Enseguida, las bisagras de la puerta volvieron a avisarle a todo el café que alguien más entraba, pero esta vez, era Dani.

Un hombre de buen comer con una calvicie en proceso y una chomba azul desteñida metida adentro del pantalón deportivo entró al lugar, miró la mesa del fondo, saludó a la camarera y se sentó a acompañar a su amigo.

El amigo de Dani lo recibió con una sonrisa y un chiste que no causó gracia sobre su tardanza. La camarera se acercó a la mesa, lo saludó con un beso y le palmeó el hombro. El amigo de Dani lo notó. Para Dani ese trato era habitual.

Lejos de aquella imagen que había dejado el diálogo, Dani no se mostraba más que como un hombre simple, incluso reservado, silencioso y algo lento, aunque bebió su cortado ya algo tibio en dos tragos. No fue durante el café sino después que Dani se comió la tres medialunas. El amigo de Dani apenas había probado su cortado pero se había vuelto a poner el camperón amarillo después de quejarse del frío.

A simple vista, la vida de Dani resultaba más atrapante contada por su amigo. Fue poco lo que habló. Se quejó de la acidez que tenía hacía unos días, hizo un comentario por una nota deportiva de la cual solo leyó el título en el diario y colgó después su mirada en el televisor del café, que mostraba la novela de la tarde.

Extrajo un cigarrillo del atado después de sacarlo de su bolsillo y dejarlo sobre la mesa haciéndolo notar, y lo mantuvo entre los dedos hasta que su amigo terminó la infusión. Cuando la novela llegó al espacio publicitario y las dos tazas estaban vacías, volvió a hacerle otro comentario sobre el partido que se venía y pidió permiso por cortesía para salir a fumar.

El amigo de Dani volvió a quedar solo sentado ante la mesa. Se volvió a sacar la campera amarilla, la colgó en el respaldo del asiento, miró a la camarera y esbozó una mueca, casi una sonrisa. Ella se acercó, levantó solo la taza de Dani y con un tono de preocupación le volvió a preguntar al amigo: “¿Cómo anda Dani?”. La puerta se había cerrado y Dani fumaba afuera. El amigo de Dani estiró las palabras y solo le respondió: “Bien, el gordo anda bien”.

Palomas

Publicado por el 03/04/2015
Palomas

En el edificio de Gabriel hay palomas. Es imposible contarlas, pero algunas noches por el espamento que hacen al despertarse las unas a las otras y al revolotear entre las ramas de los árboles en los que intentan descansar, parecen cientas.

Se asustan. Conviven en el medio de tres edificios céntricos y están acostumbradas a los vecinos más excéntricos, pero se espantan. Y cuando lo hacen, el ruido puede despertar hasta al inquilino de sueño más profundo.

El departamento de Gabriel está en la planta baja. Una reja desmontable le agrega a su monoambiente divisible un jardín lleno de verde y palomas que solo a veces descansan. Cuando las dejan. Cuando no las corren y el grito de un gol con festejo incluido hacia el pulmón del edificio no logra enloquecerlas.

Pero el arquero descuelga un tiro al ángulo y llega el corner, seguido de rebote, a minutos del final. Se viene la contra, con defensores que se sacan rápido de encima la pelota para pasarla al mediocampo, desde donde se emprende una carrera que luego continúa el delantero, intrépido, estratega, arriesgado, habilidoso.

El equipo intenta acomodarse pero los laterales se abren camino para el contraataque. Centro cruzado, la pelota gira en el aire y el relator enciende el tono de voz. Logra cabecear despejado, libre y el arquero da rebote, pero el volante que corrió hacia el área por el centro la empuja adentro, contra el fondo de la red.

Y entonces el gol se grita con la garganta seca, casi con demencia y seguido de un festejo con los brazos en alto y una carrera desarticulada hacia el patio para que de madrugada, las palomas -que ahora emprenden a la par un vuelo en direcciones opuestas- le hagan saber a todos los departamentos internos de los tres edificios, que el resultado que marca la PlayStation en el televisor acaba de cambiar a favor del dueño de casa.

En el edificio de Gabriel hay palomas. Es imposible saber cuántas, pero algunas noches parecen cientas. Y solo podrán descansar cuando el partido termine empatado y haya que definir desde el punto de penal. Si es por goleada, el revoloteo obligará a la mañana siguiente a tener que volver a baldear el piso.

Siesta

Publicado por el 24/01/2015
Siesta

La ventana de un departamento interno está entreabierta desde la noche anterior. Hace varias horas entra un rayo de luz que deja a la vista los cuerpos rendidos de al menos seis hombres y algunas mujeres que comparten varios colchones superpuestos sobre el piso. Algunos ronquidos leves salen al pulmón del edificio.

Una música casi clerical irradia a un volumen considerable de una de las ventanas de dos pisos más arriba. La canción se superpone con la voz de soprano de la inquilina de ese ambiente que por las tardes se convierte para ella en un escenario con cuatro paredes como público.

Dos pisos más abajo se asoma y enciende un cigarrillo hacia el interno un hombre robusto de frondoso pelo en sus hombros y espalda. Grita a través del celular e insulta porque adentro no tiene señal.

Dos departamentos hacia la izquierda, el ventiluz abierto del baño deja oír una ducha encendida desde hace más de una hora, para sacarle la arena a una numerosa familia que volvió temprano de la playa.

Ante semejante panorama, la del tercero cerró violentamente su ventana dando a entender que la mezcla de sonidos en el pulmón del edificio la estaba alterando.

Entre ronquidos, música clásica, un hombre a los gritos y el agua de la ducha desaprovechada, la pareja que alquiló por unos días de verano uno de los departamentos del quinto piso cerró inútilmente la ventana para intentar disimular cómo se amaban por segunda vez en el día.

Mientras tanto, a la familia del séptimo se le está a punto de volar la ropa que colgaron en el tendedero, una cumbia se enciende en el departamento en el que parecía que todos dormían, el concierto lírico ya es otra ventana cerrada, de la ducha encendida no quedan más que toallas mojadas que cuelgan hacia afuera y de los enamorados del quinto piso solo queda una mujer despeinada con la musculosa puesta al revés que fuma un cigarrillo en la ventana.

A escondidas

Publicado por el 11/12/2014
A escondidas

Silvia apura a su perro sin tirar de la correa. Estira la “e” de un “Dale” al salir del edificio. Mantiene las llaves en una de sus manos y con la otra mueve los dedos adentro de su cartera casi en forma coreográfica. Pero antes de sacar un cigarrillo, el encendedor y más tarde un chicle para disimular el aliento a tabaco, se aleja unos cuantos metros por la vereda en dirección a la esquina.

Lleva lentes negros y los cortes en su piel bronceada dejan entrever que Silvia pasa apenas los 50. Su pelo atado a las apuradas con mechones rubios sueltos combina con la improvisación de la musculosa floreada y el short de colores vivos que elige para salir unos minutos a la calle.

Mientras tanto su mascota, un pequeño fox terrier, agudiza su olfato y encuentra el cantero que más le complace para levantar su pata trasera derecha y hacer pis contra el fino tronco de una planta rodeada de colillas de cigarrillos, a centímetros del asfalto.

Mira para atrás. Más precisamente hacia la puerta de su edificio. Nadie vendrá, pero vuelve a fijarse. El terreno despejado le avisa que ahora puede encender ese cigarrillo que desde hace varios segundos mantiene entre su dedo índice y el anular, sin que nadie la observe.

Silvia fuma a escondidas. La salida diaria con su perro a la vereda es su oportunidad perfecta para saciar el vicio por la mañana. El balcón de su departamento da a la calle, pero ella camina para alejarse de la posibilidad de que su marido se asome por la ventana y la vea.

La primera bocanada de humo llega a su garganta con cierta molestia. Pero luego su gesto cambia, baja los ojos y suelta el aire con alivio. Inmediatamente, vuelve a mirar hacia atrás. Recién allí retoma su caminata y el “Dale” hacia el animal se repite ahora en un tono más seco.

La mascota mira fijo a su dueña y sigue con los ojos el recorrido del humo que se aleja en el aire. Silvia corre la vista, da unas pocas pitadas más y deja caer disimuladamente el cigarrillo sobre el suelo a medio terminar.

Con un movimiento ahora más preciso guarda su encendedor en la cartera mientras le quita el envoltorio a un chicle de menta. Su mandíbula revuelve la goma de mascar, como si intentara deshacerse del olor a tabaco de todos los rincones de su boca.

Hace tiempo por poco su marido la sorprende mientras fumaba. Esa vez tiró el cigarrillo junto al cordón con solo reconocer la manera en la que el hombre había cerrado la puerta del edificio. Era él, tal vez. Sí, esa vez era él.

Entonces disimuló, le dijo que más tarde iría a hacer las compras y tiró de la correa. Sin mirar a su mascota insistió con el “Dale”, para ganar distancia, correr el aroma y alejar lo que seguramente su marido ya sabe.

Sin embargo Silvia solo comparte su secreto con el pequeño fox terrier. En realidad, es su excusa, ya que lo saca a orinar más veces de las que el animal pide. Incluso a veces el perro gira su cuello sujetado por la correa y solo la observa, sin acercarse al verde.

Antes de volver a entrar al edificio, acaricia por primera vez a su mascota. Siente, tal vez, que el olor en sus manos podría delatarla y que el pelo del animal puede encubrir el aroma que hay entre de sus dedos.

Cierra el bolso, acomoda sus lentes negros, mastica repulsivamente el chicle y sube en ascensor hasta su departamento. Más tarde volverá a salir, esta vez sin el perro. Irá al almacén más cercano y guardará lo que compre en dos o tres bolsas. El atado de cigarrillos será escondido e irá directo al fondo de su cartera.

Monoambiente

Publicado por el 16/11/2014
Monoambiente

Pía salió a paso ligero del edificio. Comprobé que sería ella la persona que minutos más tarde me mostraría un departamento en alquiler. Pero claro, antes una pareja tenía que pasar a verlo, porque uno de los primeros que visitó ese día la propiedad había llegado tarde. “Disculpame. Se lo muestro a ellos y ya estoy con vos”, se excusó.

Más tarde llegó la recorrida, pero la primera advertencia sonó antes de que se cerrara la puerta del ascensor. “Es un poco chiquito el departamento”, dijo con cierta timidez para luego intentar guiarme por aquel monoambiente de 28 metros cuadrados de la calle Tucumán sin calefactor, en estado literalmente “original” y que podía atravesarse a lo largo en no más de cuatro pasos.

“¿Era un poco chico, no?”, murmuró ya nuevamente en el hall del edificio. El saludo amable y algo distante dejaba entrever que el departamento seguiría sin inquilino por el momento.

Josefina llegaba más tarde a su oficina. Ella sería quien ahora me mostraría otro departamento sobre la calle Entre Ríos. Una hora y media después, ya estaba sentada en su escritorio con mirada calma pero algo desconfiada.

En solo cien metros de caminata hacia el edificio ya quedaron claros los tantos requisitos que exigía la inmobiliaria para obtener la seguridad y garantía de que el futuro inquilino cumpliría con los pagos. Su sonrisa era aún el intento de una mueca no más que amable.

El departamento estaba en el quinto piso pero el ascensor se detuvo antes. Es de aquellos que demoran unos cuantos segundos en los últimos centímetros antes de nivelarse con el piso. La interrupción obligó a subir al sexto y luego bajar. Ya frente a la puerta del departamento, la mujer comenzó a hacer prácticamente acrobacias con el juego de llaves. Ninguna abría. Espió por la cerradura, metió la misma llave una y otra vez, pero no. “Ah, era el sexto piso”, se rectificó.

Ahora sí frente al departamento indicado, su hombro pegaba el celular a su oreja para atender una llamada mientras el segundo round de acrobacias con llaves comenzaba a desatarse ante la cerradura. Segundos después abrió. Josefina casi sonrió.

Este monoambiente ya era más amplio, incluso más luminoso y se hallaba en mejor estado. El único inconveniente sería la cama, pequeña por cierto. Pero la propiedad podía ser una opción. De pronto la mujer recordó que también estaba disponible un inmueble “más completo”, que podría dar por terminada la búsqueda. El viaje de seis pisos en ascensor hacia la planta baja para ir al próximo edificio, solo se interrumpió con breves diálogos forzados y discontinuos para quebrar un silencio incómodo.

Ya en la entrada del nuevo edificio, Josefina supo que debería volver más tarde. La persona que la autorizaría a mostrar el departamento había salido y volvería en unos minutos. Hubo que esperar. Más tarde, pudo confirmar que la búsqueda seguiría: el inmueble “recién” se había alquilado. Se despidió con amabilidad, sin completar la sonrisa.

La búsqueda se trasladó a una inmobiliaria de la calle Moreno. Los carteles con las propiedades en venta cubrían el vidrio y prácticamente no dejaban ver el interior de la oficina. Igualmente, la conversación con Pablo comenzó y terminó en la puerta, ya que fue tan breve como el diámetro del departamento que no llegó a mostrarme:

          -Si, yo llamé por un monoambiente en …

          -Ya se alquiló.

El siguiente estudio tenía nombre de marca de zapatos. A la joven que atendía su nombre no se le entendió. O no lo dijo o no se escuchó bien a través del parlante que pasaba su voz de una recepción blindada a la entrada de la inmobiliaria. Rápidamente comprendió cuál era el departamento que seguía en mi recorrido, pero como era de esperarse, ya se había alquilado. Luego recordó otra propiedad. La dirección no se entendió bien. El precio sonó fuerte y claro a través del parlante, como así también una cordial despedida.

El nombre de otras 12 personas del otro lado del teléfono para continuar la búsqueda, en algunos casos ni se mencionó. Aunque las respuestas fueron tan breves como la de una docena de Pablos: “Ya se alquiló”. De pronto el departamento de Pía ahora ya no es tan pequeño, como tampoco la cama del de Josefina y su mueca amable. La próxima encargada de mostrarme un monoambiente será “Susana”, pero hasta ahora en el teléfono suena la voz de un hombre.

 

Esperan perdidos

Publicado por el 13/10/2014
Esperan perdidos

En las transversales. Ahí esperan, o al menos están. En los cafetines de media cuadra. En los bares de barra, de vasos iguales, de mesas sin mantel y servilletero plástico. Perdidos entre la gente, casi invisibles, de espaldas a la puerta, lejos de las ventanas. A ellos.

Casi detenidos en el tiempo. Cena para uno. Menú del día su única opción. Televisor al frente, mirada baja, masticar lento. Ellos esperan. El tiempo pasa a su alrededor. Pero ellos olvidaron hace rato su reloj. De costumbre, de rutina, casi automático, la tradición de estar.

El plato les llega a la mesa antes de la cena. Pero su cena termina antes que las de muchos otros. Poco hablan. No conversan. Aunque sí comentan. Son casi parte de esos bares y cafés. Ellos están. Esperan ahí perdidos.

Padecen la soledad, la rutina, el amanecer, la hora de ir a la cama. El día comienza tal como termina. Con la misma intensidad. Servilleta, bocados pequeños, sin prisa.

Son cientos. Están en los cafés de barrio, en los “bodegones” de por ahí y allá. Reciben la atención de un cliente habitual. Beben, no tanto como muchos creen. Más que nada piensan. Otros justamente lo contrario.

Solo la televisión logra cambiar sus gestos. La comida, el entorno, el sabor, los demás, poco importan. Están fuera. Pero ellos esperan adentro.

Lucen algo desalineados. Algunos incluso solo lucen abrigados. Pagan su cuenta, dejan propina y caminan en la oscuridad, por las transversales, por la vereda impar. Deambulan, no siguen. Avanzan y solo se detienen perdidos, esperando encontrar otro bar de media cuadra.

La del changuito de Pandora

Publicado por el 04/10/2014
La del changuito de Pandora

O se queja del calor que la sofoca o expone el frío que sufre como nadie. Lo dice. Lo repite. Lo cuenta y lo remarca. No se engripa, se apesta. No se cansa, se fatiga. Lo exagera y redobla siempre la apuesta. Busca conversación pero luego solo ella domina la charla. Lo que le cuentan, ya lo vivió, pero peor o más intenso.

No deja hablar. No quiere dejar hablar. Conversa con aires de infundada grandeza para que la escuchen, pero nadie lo hace. Camina, siempre camina. Con sus más de 60 a cuestas -aunque no dice su edad-, pollera larga arriba de la cintura y su pelo rojo enrulado y desteñido, va a todos lados pero nunca lo hace sola, sino siempre aferrada a su desgastado, incierto y tal vez vacío changuito de compras, tan secreto, oscuro y misterioso como la caja de Pandora.

Regatea. Dice usar lo importado pero siempre gasta lo mínimo y termina llevando lo más barato. Que el país, que el dólar, que la gente, que los políticos. Más tarde que su salud, que su rodilla, que los años, que el viento o el colectivo que demora.

Circula por toda la ciudad con su changuito. Pero solo a veces hace compras e inevitablemente lo lleva vaya a donde vaya. Arrastra su canasto con ruedas y cuerdas entrelazadas por el pasillo de un banco, el salón de un café, la avenida del microcentro y el empedrado del barrio. No teme pedir el asiento y es la primera en hablar, siempre. Lo que el changuito contiene, es su tabú. De eso no habla.

No se maquilla, se pinta. Remarca sus labios con rojo, pone excesivamente rubor sobre sus mejillas y reafirma con trazo grueso el contorno de sus ojos. Usa cremas. Se le siente ese aroma a cremas hidratantes. La tintura siempre roja de su cabello a veces se le escurre y marca también la piel detrás de sus orejas.

Acompaña su rostro con gruesos y antiguos aros, o bien algún collar llamativo que desentona con su remera o camisón holgado por encima de la pollera marrón lisa que roza sus zapatillas o en verano sus sandalias negras. Dice que así sus pies respiran, porque se le hinchan, porque ella “yira” todo el día.

Al hablar abusa del “vistes” y le fascina decir que “fue de una amiga” para referirse a una visita. Mastica chicle y fuerza la mordida al cambiar la “i” por una “e” que placenteramente alarga cuando afirma (“seee”). Nunca da la razón, sino un argumento superador o queja mayor. Ataca a punta de diminutivos, porque la historia de quien la escucha siempre le resulta inferior.

Se la presume viuda, pero evita hablar de su vida privada. Miente acerca de donde vive, no baja de su grueso peso a pesar de lo mucho que camina y levanta el mentón mientras agita sus brazos flácidos cuando algo pide.

No aguanta estar sentada. Tiene que levantarse y caminar. Dice -se queja en realidad- que sus piernas le pesan. Cuando solo por segundos suelta su changuito de compras, su puño continúa fruncido y no descuida ni deja escapar del contorno de sus pies ese carro por el que muchos desde lejos ya la reconocen.

Cuenta que viajó adonde nunca fue. Acomoda la versión de cada historia a su conveniencia. Dice estar ya cansada de que la piropeen “los tipos”. Así se refiere a los hombres. Luego exhala con desprecio y revolea los ojos desde el cielo raso hasta el piso.

Adora romper el silencio sonándose la nariz casi en forma orgásmica con su pañuelo de tela a rayas, ponerse gotas en los ojos seguido de un suspiro y alzar la voz sin pausa para mostrar su queja hasta que la dejen hablando sola.

Así deambula la del changuito de Pandora, arrastrando dentro de él por la ciudad su secreto más oscuro o tal vez el más puro de los vacíos. Se sienta en la mesa de un café, se levanta dos o tres veces hasta la barra para comentar orgullosa y a viva voz que superó hace días una gripe aterradora. Pide y toma la infusión más económica, no saca la vista de su changuito, y le cuenta a la camarera mientras vuelve a sonar placenteramente su nariz, que vive en un lugar distinto al que dijo que vivía hace media hora.

Ella no

Publicado por el 30/09/2014
Ella no

Vergüenza. Eso tenía, aunque innecesariamente, en su mirada. También algo de miedo, y estaba bien que lo tuviese. ¿Y cómo no? Si la respuesta podía cambiarle la vida definitivamente. De cualquiera manera, al menos por su expresión, no sabía cómo reaccionaría. De verdad no lo sabía. Pero eso es otra historia, primero lo primero.

Lunes. Cuatro de la tarde. Jornada ideal para caminar al aire libre y disfrutar del sol. Pero ella no. Y menos ese lunes.

Dio vueltas absurdamente por los pasillos de una farmacia. Más que absurda, inútilmente. Sabía lo que buscaba, aunque tardó en encontrarlo por temor a preguntar. ¿Preguntar ella? ¿Para que la acusaran con la mirada? ¿Para que la observaran como si estuviese a punto de comprar un arma? No, claro que ella no.

Pasó de largo los perfumes. Vitaminas, higiene bucal, protectores diarios. Pasó varias veces delante de los analgésicos y antigripales, una de las secciones más concurridas esa tarde en la farmacia. Miraba las cajas. Llenas de compradores con sus canastos cargados de productos de perfumería, limpieza y medicamentos. ¿Y si compraba alguna otra cosa para disimular? ¿Para disimular qué? No, compro lo que quiero y me voy. ¿Así nomás? No, ella no.

Después de pasar delante de cientos de potes de crema enjuague y shampoo, por segunda o tercera vez, se decidió. Ahora o nunca, pensó. Poca gente en la fila ¿Quiénes? Una mujer con su hijo pequeño que no dejó de tocar producto alguno, una señora mayor aturdida y otra para quien no había paseo mejor para un lunes a la tarde que la farmacia.

Ahora sí, voy, agarro, pago y me voy. Ya está. Juntó coraje. Naturalmente no tomó canasto alguno. No, si era solo eso lo que iba a comprar. Y fue hasta la góndola indicada, la que no perdió de vista jamás en su tour de aromas y blisters, y lo vio de frente. Ahora sí, frente a la verdad por primera vez. Podía tomarlo disimuladamente y caminar como si nada hasta la caja. Pero no, ella no. Lo agarró rápido a pagar.

Incluso se le adelantó en la fila a una señora. Ni lo no notó. Ni ella, ni la señora. Buenas tardes, dijo la cajera que prácticamente no miraba a los ojos. Su mirada apuntaba a los productos y al scanner infrarrojo que leía el código de barras.

Y ahí estaba, frente a frente con la realidad que inútilmente intentó postergar. Ella, su test de embarazo y la cajera. Ahora sí la empleada levantó la mirada. Si bien no es nada raro que este artículo pase por caja, esa vez miró. Le clavó la mirada a los ojos, y quienes estaban detrás en la fila lo notaron. Porque quien hace una fila mira a quien luego le cobrará.

Y ahí sí. No muchas, pero tres, cuatro o cinco miradas acusadoras (suficientes) se clavaron sobre ella, ahora con la vista al piso. Vergüenza. Más que nunca vergüenza. ¿En efectivo? No respondió. Sacó su tarjeta de débito y colocó encima del mostrador su cédula de identidad. Ya está, nombre, edad, dirección. Vergüenza completa. Se sintió desnuda frente al mostrador y el minuto que llevó la transacción le quedó impregnado en la piel, marcado como una cicatriz provocada por el fuego.

Firma, DNI y teléfono. Su mano tembló. Firmó, tomó el test de embarazo (costoso, por cierto) y encaró la puerta para terminar con la tortura. No alcanzó. No, para ella no. El ticket te olvidas, escuchó detrás. Ah, cierto, gracias. Dijo eso, solo eso. Y salió, con las miradas acusadoras de prejuicios en su espalda, los ojos en las baldosas y la bolsita que contenía la compra y la respuesta que cambiaría definitivamente su vida. Ella… ¿no?