Martes 16 de abril | Mar del Plata
13/03/2017

No tan redondito

Una mirada desde adentro sobre el recital del Indio Solari en Olavarría. Por Daniel Torres.

No tan redondito
(Foto: Andrés Arouxet / infoeme.com)

Me resulta casi odioso escribir sobre el recital del Indio. A esta altura los moralistas de sofá han velado a los muertos desde la hipocresía del que opina por si acierta. Entonces, opina, opina, que algo quedará. A Goebbles se le escapó esa tortuga. La costumbre es una ampliación del Big bang de las redes sociales y del infinito club de los panelistas que nunca se sacaron ni un moco por las dudas se lastimaran la nariz.

Decía que al principio tenía ganas de contar y después no tanto, porque la cosa ya va para aburrida, no por los muertos, sino por los datos. Ya todos hablan de lo que pasó con la naturalidad del sabio, como aquella vez que usamos la palabra engelamiento después de una tragedia aérea, siguiendo la ininterrumpida cháchara mediática. Así que no iba a decir ni A, porque lo trágico devora la circunstancia, y el resto muta en decorado clase b hasta que se torna invisible. Después reflexioné que si uno había estado ahí, debía contar lo que pasó, antes que Polino y los suyos lo convirtiera en el circo de la tarde.

Los Redonditos y el Indio, son dos universos artísticos paralelos. Sin embargo confluyen en la medianera de un mismo show, pues el Indio les hace tomar la sopa de los fundamentalistas del aire acondicionado –siempre a 24° como dice Mau, eh-, y a la vez tira de la fiebre nostálgica de los temas de su vieja banda, a la postre, los puntos más altos de la excitación Ricotera.

No es normal lo que ocurre en la llamada Misa. Es otra cosa. Una masa caliente que no se detiene por tener que venirse a pata desde el culo del mundo, ni por dormir a la intemperie, ni por sufrir el desinterés rutero, ni por terminar extraviados como niños después del recital.

Los seguidores del Indio son un público zaparrastroso y desdentado, pero fiel como una madre. Esa hermandad tracciona con una pasión sin igual, y se enreda también en la precariedad con la que vive. Charlé con unos vagos que reclutaron en su grupo a un pendejito 20 años que se había mandado solo, y que llegó a caminar tramos larguísimos para ir cumpliendo su posta pueblera desde el disparate lejano de su Chaco natal hasta Olavarría. A pesar del cansancio de los recién llegados, vi a estos mismos y alegres muchachos, emprender el tramo a la entrada principal de la ciudad, sin chistar, ni quejarse, con el fin de buscar un amigo que había quedado rezagado. Lo lógico era esperarlo después del llamado recibido, pero ellos decidieron ir a su encuentro. Eso pinta que tipo de corazón tienen entre sí. Entre tanto, una pareja de ancianos que mataba el tedio monótono de la vejez observando la marea incesante de acólitos, vivía el espectáculo desde el asombro invasivo de la chatura pueblerina. Como en las películas donde llegan los extraterrestres, la monada comenzó a colonizar veredas, jardines y avenidas. En callado reproche de persianas cerradas, los habitantes caían de a poco en la cuenta de un delirio que no tiene par.

A las huestes lanzadas en la sagrada aventura de los caminos, se sumaban también los que llegaban porque sí, chupados por la ósmosis del espíritu del ohh ohh ohh, vamo los redo carajo. El folclore mezcló también a una abuela Ricotera. Sostenía en sus manos un cartón pintado con la inscripción Precios cuidados…Macri gato. Era una viejita pasada de buen ánimo, pertrechada por un fondo repleto de packs cervezales. La recesión gritaba desde las caras de los puesteros. En Tandil fue otra cosa, decían, al advertir que la expectativa había sido superada por la realidad. Los más vivos encontraron el currito de cobrar por ir al baño, asunto que devela la ventaja de género desagotada fácilmente por los hombres y sufrida con pudorosa desesperación por la mujer.

Abuela Rictora ok

El clima estaba para el diván. De a ratos lluvia, de ratos sol. El piso barroso del predio aseguraba el resbalón. El frío se sintió entrada la noche mientras la luna de los lobizones brillaba espléndida en lo alto. Estar metido ahí entre tanta gente creaba el doble sentido de los que van esperando encontrar una cosa, y sin embargo se descubren subyugados por algo más grande y poderoso.

El Indio se las vio en figuritas para contener tanto desborde. La taza estaba repleta y el líquido hervía. Enojado como no lo había visto nunca, amansaba a las fieras a pura puteada. Desde atrás se suponía lo que cantaba el intervalo extenso después de las primeras canciones. Pero nadie es un drone, ni podía imaginar el desastre en la boca del infierno, que es ese frente caótico, desmesurado y asfixiante, ubicado justo en las barbas del escenario. Y no es que el fanático no se solidarice en el quilombo -más bien al revés-, pero el gesto de ayuda al caído muere por la debilidad física propia. En un punto terminás luchando por no ser el que está en el suelo, porque la locura del empujón poguero que pisotea inconsciente, es finalmente resultadista, y gana quien de milagro puede mantenerse en pie. Un gordo contó una anécdota que escuché de refilón. Dijo que ayudó a uno hasta el límite de sus fuerzas, que le pedía que lo ayudara pero que a cuerpo muerto, y puesto en el debate de ser él o el otro, había tenido que soltarlo.

La salida fue un cuello de botella demencial, y las chicas –presas de la desgracia asfixiante de su altura-, empezaron a desfilar semiinconscientes en lo alto de los brazos que las iban pasando. La señalización la proporcionaba un flaco, que subido al postecito de los carteles que indican las calles, gritaba desesperado la dirección correcta que nadie conocía, o que erraba por el puto vallado dispuesto entre organizadores y policía –ésta última poco amiga del Ricotero desde Bulacio-, ocasionando una trampa perfecta que taponó otras vías de escape. La salida es por allá, chillaba otra mina desde lo alto de una casa o garita, no sé bien, pues la gente que ya había salido se arremolinaba apretujada en los cruces de las calles. La improvisación y la confiada apuesta por llegar a los micros, combis y autos particulares, chocaba con un final predecible: nadie sabía dónde carajo estaba, ni hacia donde tenía que ir, y encima la confusión del griterío por ver si daban con los extraviados. Adentro, no perder gente es imposible, a pesar del viboreo humano que camina tomado del hombro o de la ropa o de una tela. Sucede que el pogo y su ola expansiva, cosa que se desata en cualquier momento y lugar, se llevan puesta la hermandad Ricotera de los pequeños grupos, y lo mezcla todo en una suerte de caos general.

El fin del show pisó el hormiguero humano, lanzándolo a las rutas en sus latas con motor, grandes, medianas y chicas, pero todas repletas, y el que llegó bien y el que no tendrá que ver qué hace. Los celulares fueron menos útiles que la casualidad. Vi pegarse un abrazo a unos que se creían perdidos, pero el hecho fue excepcional. Un pibito de La Plata me contó que había caminado una banda después de bajarse del micro, y que había perdido contacto con los suyos. No sé dónde están, ni ellos ni el micro. Al rato se levantó y empezó a caminar sin rumbo, con la fe de los que van a misa.

Después de un descanso al costado de la ruta, atisbando el reguero de micros y autos que se movían a ritmo fotográfico, hubo que encarar con la paciencia de un monje zen. Se volvió a ver a esos loquitos que caminan en todo punto de la ruta, echados a su suerte, llueva o salga el sol, marchando con la nafta inexplicable que llevan escrita en alguna parte de su alma, muertos de cansancio y de hambre, pero sin desesperación, como lo hacen quienes viven resignados a ser lo que son.

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13/03/2017