Jueves 25 de abril | Mar del Plata
25/04/2016

Amigos son los amigos

—Sí, sí, claro —dije, y lo seguí escuchando. Pocas veces las historias son tan conmovedoras. Cuando un amigo sufre es un duelo compartido. Para cualquier persona enamorada, la infidelidad es un golpe desde el lado ciego de la vida, una guillotina que cae sin ruido y parte la pareja en dos. Nada de lo que…

 

—Sí, sí, claro —dije, y lo seguí escuchando.

Pocas veces las historias son tan conmovedoras. Cuando un amigo sufre es un duelo compartido. Para cualquier persona enamorada, la infidelidad es un golpe desde el lado ciego de la vida, una guillotina que cae sin ruido y parte la pareja en dos. Nada de lo que yo pudiera decirle calmaría el picotazo que le había dado la sospecha del engaño.

—Estoy seguro —me contaba—, no sabría cómo explicártelo, pero estoy seguro.  Es casi lírico y se da por momentos. La he descubierto tildada, abstraída, o como quieras llamarle. Y sé que esa mirada ausente tiene que ver con otro hombre. Parece un robot. Y no es que haya dejado de ocuparse de la casa para quedarse en la ventana con la mirada perdida, sino que la veo limpiar y fregar como todos los días, solo que con algo distinto en los ojos, como si estuviera en un viaje mental con esa otra persona, estoy seguro, no me mires así, que yo no nací ayer para no darme cuenta de estas cosas.

No sabía qué corno decirle. Era una situación embarazosa, llena de interrogantes, como cuando llegan noticias trágicas y uno se queda sin poder creerlo del todo. Esto era lo mismo. Dónde, cómo se había colado la certeza en la mente de mi amigo. Con su mujer llevaban años de casados y todos hablaban y hasta envidiaban esa muestra viva de cariñosa relación que quedaba a la vista de todos. Tenían dos hermosos hijos y habían llegado a forjarse una respetuosa carrera profesional sin competencias ni mezquindades. El diablo había metido la cola otra vez. Mi amigo se quebraba por dentro con cada palabra. Y yo no quería ahondar en los detalles. De todas formas él mismo iría llegando de a poco.

—Pero aún así, deberías continuar —dije, no del todo convencido-. La vida no es una suposición. Juntá fuerzas, intentá que todo vuelva a su lugar, y listo. En todo naufragio —no quise decir eso pero fue lo que salió de mi boca—, siempre hay algo que rescatar –caía en el patetismo de los gurúes de autoayuda—. Pensá en los chicos, en vos, que sos un gran tipo, pero sobre todo en ella. Quizás hayas… —quité la invocación a su persona—, digo que…—la duda, la puta duda en el medio—, digo que quizás sea hora de regenerar algo que han perdido en la pareja —dije regenerar y me imaginé un tajo que se cerraba en el pecho de Wolverin, gracias a su poder curativo. Soy muy dado a pensar huevadas cuando estoy inmerso en temas serios—. Vas a ver que lo vas a sacar adelante —no podía mirarlo a los ojos—, es solo cuestión de volver a probar, ¿o no se trata de eso, eh?

Los ojos se le pusieron más llorosos. Mi arenga había tenido un efecto nulo. Qué sería capaz de hacer en caso de estar en lo cierto, de descubrir que el amor de su vida lo engañaba. Quería hacerme parte de su lógica, meterme en la trama detectivesca que el veneno de los celos despertaba en él.

—Sin ir más lejos —dijo levantando una ceja—, sus modos y horarios han cambiado. El otro día enfureció con el más chico porque se retrasó con los deberes del colegio. Dijo que estaba harta de tener que ocuparse de todo el mundo y que ella también necesitaba de sus tiempos y una serie de recriminaciones que jamás supuse que podría llegar a decir. Vos sabés muy bien que a ella le encanta estar con los chicos, que adora la sencillez cotidiana. ¿O no la has visto regar las plantas mientras canta y esa clase de cosas? No es necesario que te relate cómo es que ella ha cambiado en su modo de ser. Vos la conocés muy bien. Y acá me quiero parar un segundo. ¿Por qué nunca está cuando vuelvo del trabajo? ¿Porque siempre está volviendo de algún lugar? Y hay algo peor. Ahora la veo más coqueta, más arregladita, y camina como si no hubiera ley de gravedad. Es raro che, ¿no te parece?

—¿Pero eso no lo podés provocar vos? —dije para levantarle el ánimo—. ¿Por qué te tirás tan abajo? ¿Y si está buscando darle un impulso nuevo a la pareja, hacerte sentir un macho de verdad? —la sarta de boludeces que estaba diciendo me hacía arder las orejas—. Tenés que quedarte tranquilo, repensar, esto no es ninguna pavada, y de estar equivocado te puede salir carísimo —fue casi un reto cariñoso el que le di—. Así que —ya no sabía qué hacer para que abandonara la idea del engaño—, levantá la cabeza y a remarla de nuevo, ¿sí?

En el aire revoloteaba un tufillo rancio. En la cocina tenía al plomero metiéndole mano a un flexible que me estaba trayendo problemas con la vecina del piso de abajo. Yo veía que el tipo paraba la oreja haciéndose el boludo.

—Usted metalé con lo suyo —le dije a distancia, y las palabras fueron dardos en su nuca—. Si yo tuviera que garparle por el tiempo que lleva ahí abajo —dije medio caliente— yo me quedaría más seco que el cartonero Báez. Así que metalé que tengo toda la tarde por delante.

Recién ahí mi amigo se percató de la presencia del plomero y soltó una risa nerviosa.  Ningún hombre confiesa semejante asunto delante de otro, a no ser que sea su amigo. El plomero había terminado siendo un testigo mudo de la peor denigración masculina que pueda existir: la del cornudo.

—Y quién es este boludo —preguntó mi amigo, como si el plomero fuese una cámara de Chiche Gelblung transmitiendo en vivo para todo el país.

—Tranquilo, el hombre ya se va —dije.

Y se fue. En menos de lo que canta un gallo, el trabajo estuvo terminado y yo me volví a hacer la misma pregunta de siempre. Estos tipos integran una organización clandestina de chusmas a domicilio, o demoran lo que tarda en llegar el reproche del que garpa.

—¿Te das cuenta que me pone nervioso cualquier cosa? —dijo mi amigo—. No sé lo que sería capaz de hacer en caso de enterarme de quién le está metiendo mano a mi mujer.

De a poco se aproximaba al punto que finalmente remiten todas estas historias. Si bien importa el qué, quizás el quién remueva los demonios internos y abra en el despechado un sentimiento de morbosa curiosidad y venganza. Si el protagonista es un don nadie que hizo mutis por el foro una vez consumado el acto, el aguijón es doloroso pero se puede extirpar, y en sí, cabe dentro de las leyes de mierda del azar. Pero si se da con alguien cercano, la cólera anula todo perdón y la comprensión de los arrebatos pasionales, nunca podrá explicar ni apañar semejante actitud. Caminé a la cocina a calentar el agua para el mate. Él se quedó sentado en el living con la cabeza baja, consumido por su presentimiento. Me quedé mirando la pava. Es un ritual hipnótico que me suele dejarme tecleando en la nada. Salgo del trance de la misma manera que entré, sin razones, y luego, mate en mano, me reincorporo a la realidad. Pero esta vez mi cabeza estaba ocupada en pensar en la mujer de mi amigo.

—Che, se te está pasando el agua –su voz sonó amenazante.

De qué modo se había percatado.

—Tenés razón —le contesté frunciendo la boca—. Esperá que le echo un poco de agua fría y a la mierda.

—Ese es mi amigo —dijo—. Nada de perder el tiempo, palo y a la bolsa. Hay que ser práctico. En eso nos parecemos tanto, ¿no? Hoy sacaba cuentas del tiempo que hace que nos conocemos. ¿Vos te acordás?

—La verdad que no tengo ni idea —hablé con la boca torcida, como quien quiere deshacerse de una conversación que no le importa.

—A esta altura somos como almas gemelas —pronunció cada palabra levantado la voz para que siguiera el hilo de su aparente nostalgia—. Si hasta nos gustaban las mismas minas. ¿Te acordás?

Sí que me acordaba. Me acordaba perfectamente.

—¿Dulce o amargo? —le pregunté.

—Lo que vos elijas hacer, para mí va a estar bien —respondió, y yo le eché azúcar sabiendo que ambos lo preferíamos amargo.

25/04/2016