Sábado 20 de abril | Mar del Plata
17/02/2016

Amor cruel

Yo me preguntaba si la crueldad era parte del amor o al revés. El mundo está sembrado de ejemplos. Con mi pareja habíamos llegado a un desequilibrio tal que cada uno había recuperado su perspectiva de la vida como quien reclama su lado de la cama. Esto es mío y se terminó. La tan temida…

 

Yo me preguntaba si la crueldad era parte del amor o al revés. El mundo está sembrado de ejemplos. Con mi pareja habíamos llegado a un desequilibrio tal que cada uno había recuperado su perspectiva de la vida como quien reclama su lado de la cama. Esto es mío y se terminó. La tan temida línea imaginaria que habilita de nuevo los intereses personales, destraba, y a la vez tiñe de una sobria libertad lo que había sido un fluir de voluntades, se rompe para formar dos bandos en guerra donde los silencios son armas cargadas.

Y fue así porque despertamos un día siendo nosotros mismos. Sin furia ni rebelión, pero conscientes de estar empezando una reconstrucción con los escombros que fueron quedando en el camino.

—Ya me cansé de tus saliditas nocturnas, tus reuniones con amigos, el fútbol, bla bla bla —una retahíla de recriminaciones hechas a la medida de todos me acribillaba la paciencia.

—Pues a mí —respondí, mientras me entretenía acomodando un retrato nuestro que semblanteaba la mesa de luz- me pasa exactamente lo contrario. Siento que cada vez me gustan más las cosas que hago, las disfruto casi como un escape.

—Un escape —dijo frunciendo el ceño y tapándose un poco más con la sábana como si eso creara una mezquindad de nuestra reconocidísima intimidad-. Bien, eso suena a: antes que vos cualquier otra cosa.

—No es eso, es solo que el negocio de llevarnos bien boicoteando planes personales, no puede llevarnos a otro lugar que no sea una trampa —la miré de reojo para ver cómo le sentaban mis palabras. Su cara era un campo minado cuyos gestos me decían que pisara con cuidado.

Se levantó y fue al baño a mojarse un poco la cara. La cosa venía para rato. Otra noche más de insomnio y mal humor. Dormir de espaldas de nuevo, simulando conciliar el sueño antes que el otro, mientras se mastica la mierda del hartazgo, la falta de soluciones. Al volver se sentó en posición de loto. La voz se le amplificó y comenzó el baile de sus manos, un asunto serio que subrayaba cada frase como una sentencia.

—Así que el señor piensa que estaríamos mejor separados.

—Yo no dije eso. Solo dije que la autocensura es estúpida. Ni yo ni vos podemos darnos lo que esas cosas significan. Es un valor en sí mismo, como decirte el aire que algunos animales acuáticos necesitan para volver a sumergirse —ella odiaba las metáforas. La hacían salir de las casillas. Creía que enunciaban una naturaleza distinta a la nuestra.

Cuando se ponía medio loquita, a mí me daba por fastidiarla, usar parte de mi sarcasmo y llevarlo al límite de la crueldad. Detestaba que llegase primero con sus lágrimas y anulara el argumento, el choque que supone cualquier disputa donde uno y otro pelean por la razón en un territorio que sin embargo está hecho de otra cosa. Ella batallaba con su método de trabajar el amor, de hacerlo más concreto. Y yo con mi idea de superar el trance colectivo para salvar lo individual. Llegué a hacer del desprecio una moneda de cambio de sus llantos extorsivos. Pero esta vez parecía diferente.

—O sea que vos te pensás que yo te quiero cagar la vida. Que me ocupo de controlarte y quitarte cada cosa que te gusta. Estás equivocadísimo. Es solo que pienso que no me dedicás tiempo y que todo está antes que yo, lo que sea. Vos no te das por aludido o no te das cuenta y eso es todavía peor. Preferiría que lo hicieses a propósito, que fuese parte de tu maldad —empezó a darle vueltas al anillo de casados a un ritmo frenético—. Te voy a dar una noticia porque ya no me importa tres pepinos lo que puedas llegar a pensar.

—Dale, te escucho —le dije en tono desafiante—. Soy Luisa Delfino.

—No. Sos un pelotudo que no para de hacer chistes inoportunos. En fin, eso también me tiene harta. Lo que te quiero decir es que me estoy viendo con otro tipo.

Mi cara debió parecerse a la de un psicópata a punto de llevar adelante su acto más sanguinario. Se corrió un poco y siguió.

—Pero no pasó nada todavía. Solo lo estoy viendo. ¿Se entiende?

—Si se entiende qué —sentí una oleada de furia creciéndome por dentro.

—Que es el lugar donde me has ido empujando de a poco. Antes ni se me ocurría mirar a otros tipos, y ahora me sucede algo con alguien que no puedo evitar.

Salté de la cama como un chimpancé al que le hubieran metido un dedo en el culo. Luego le metí un trompazo a la lámpara del techo que me dejaría un sobrehueso de por vida. Además de dejarnos a oscuras por un rato.

—¿Qué haces animal? Ahora encima se te da por la violencia.

—¿Violencia? Esta chica… —dije despectivo porque para esa altura había empezado a ser un blanco que atacar sin compasión—. Este…vos, vos no me conocés ni un poco. Si tu sexto sentido funcionara correctamente deberías empezar a correr en este instante —la busqué con las manos pero se había corrido sin que lo advirtiera. Estaba al costado de la cama cubriéndose con la sábana. Alcancé a divisarla por la poca luz que soltaba una luna amarreta.

—Te voy a matar  —yo nunca decía cosas así. Quería darle dramatismo, me sentía insultado, un perdedor. Tenía que herirla, devolverle el golpe, humillarla—. ¡Sos una atorranta de mierda!

—Andá a buscar un foco, querés. Dale y seguimos hablando —me trataba con absoluto dominio. Mis dardos eran balas de salva, palabras muertas. Me había quitado toda la hombría, vaciado. Moría sin remedio mientras su confesión se transformaba en un dolor agudo justo sobre la izquierda del pecho, donde va esa cosa que bombea sangre y a veces desarma. Me dirigí a la cocina sin pensarlo. Busqué una lamparita de repuesto y volví. Al terminar de enroscarla advertí que se había puesto el conjunto de ropa íntima que más me gustaba, el negro con encajes. Fue un electroshock de último momento, un nuevo escenario que me dejó sin palabras.  No entendía nada.

—Tontito —me dijo muy dueña de su lujuria—. Cómo se te ocurre que puedo fijarme en otro. Me muero de amor por vos, no sé qué haría sin vos, con tus olvidos, tus partiditos de fútbol a última hora, y especialmente tus celos.

—Te voy a matar —dije de nuevo y esta vez lo sentía de verdad. Pero el alivio fue superior a la ira. Cerré los ojos y me acomodé a su lado.

—Quiero que me hagas cucharita —fue una orden, no una sugerencia. Cuánto me quedaba por aprender de mi pretendida masculinidad.

—No tenemos que pelear más —dije—. No nos quedan más foquitos.

—Sos un tarado —respondió con una risa a medias. Sin que nos diéramos cuenta dormíamos pegados de nuevo, como duermen los que se quieren, los crueles de toda la vida.

17/02/2016