Viernes 19 de abril | Mar del Plata
14/04/2016

Cosa extraña la noche

Cosa extraña la noche. El alcohol es la falsa conciencia, crea otro yo, tal vez el verdadero. De alguna manera desnuda, suelta la pequeña bestia. Es el pájaro azul y triste que vivía en las cavernas de Chinaski. Capaz que por eso se aborrece a los ebrios. La noche había comenzado tranquila. Era una de…

 

Cosa extraña la noche. El alcohol es la falsa conciencia, crea otro yo, tal vez el verdadero. De alguna manera desnuda, suelta la pequeña bestia. Es el pájaro azul y triste que vivía en las cavernas de Chinaski. Capaz que por eso se aborrece a los ebrios.

La noche había comenzado tranquila. Era una de esas fiestas donde se anticipa un embole marginal y la diversión madura sin esfuerzo en los rostros ajenos, nunca en el propio. Alguien dijo que al momento en que estás pensando en retirarte de un lugar, el reloj verdadero que avisa cuando hay que abortar una incomodidad, hace rato que cuenta un tiempo vencido. De modo que es tarde, muy tarde. Uno es un náufrago sin velas ni ganas de remar, ubicado en un punto sin retorno. La cabeza ya no puede distinguir entre el quedarse o el irse, y solo se deja llevar por la marea absurda de aquellos a los que cualquier cosa les da lo mismo. Así que ahí estaba yo, buceando en la pelotudez mirona y perseguida de los que se conforman con fisgonear lo que pasa.

Una barra improvisada cortaba el amplio living. Esos lujos de las casas hechas para personas de un tamaño anormal. O será que las dimensiones de su propia importancia se alivian con la espectacularidad ociosa de los grandes espacios. Una rubia torcía su cuerpo hacia atrás con un trago azulado en la mano, y alrededor de ella, podía verse el pavoneo estéril de una corte de machos diciendo idioteces una atrás de la otra. La risa de la rubia se esparcía por todos los rincones, volaba por encima del volumen de la música, y aterrizaba en la envidia natural del resto de las hembras, que por lo bajo, le inventaban errores a su cuerpo o recalaban en las típicas arbitrariedades que suelen echarse en cara por asuntos de vestuario. Un grupito de muchachos que quedaron a destiempo por la edad, charlaba como metiendo la pata, atribulados por la sonsera de no saber qué hacer en una fiesta que excluía a los pendejos. Una gran bola giraba en el centro de la sala e imaginé la mano de un cupido travieso que se divertía encandilando a los presentes, listo para flechar de un momento a otro a los más intrépidos, a los arremetedores, esos que hacen del tiempo una sustancia erótica, un laboratorio de la seducción.

Me acerqué un par de veces a la barra. Qué hacer cuando te mandás al lugar equivocado sino seguir la joda para no sentirte tan estúpido. Un chaboncito bien parecido, como dicen en las pelis, jugaba al experto revoleando botellas al aire y preparando tragos inverosímiles, una suerte de excusa para la avidez de los borrachos. Prendí un cigarrillo, el décimo de la noche; paquete extinguido. De salir por la puerta para calmar lo que de seguro se transformaría en un futuro pellizcón del vicio, no volvería a entrar, y me retiraría con la guardia baja y silbando bajito hasta casa. Así que al rato nomás estaba garroneando uno. ¿Porque no poner en juego mi amor por el absurdo? Debía ser con la rubia, que ahora alternaba carcajadas con algunas bocanadas de humo.

—¿Querés uno? —una voz suave, forzada, con el matiz de una invitación tramposa cruzó mi oído derecho.

Una flaquita que había visto deambulando por ahí, tan perdida como yo, extendió la mano con un paquete de cigarrillos.

—Ah, ok —dije.

—Son mentolados, si no te importa —torció la cabecita hacia un lado y me lanzó una sonrisa compradora.

—A esta altura cualquier cosa me viene bien —dije-. Ya no me quedan más balas.

Ella se rio, en lo que me pareció una imitación trucha de los arqueos de cisne que veía en la rubia, ahora a mil kilómetros de distancia de donde me encontraba.

—Te estás aburriendo, ¿no?

La pregunta me obligó a abrir los ojos y torcer la boca. ¿Qué contestarle? Que sí y entonces saltaría de mi cara todo el desconcierto que me atravesaba el cuerpo en ese momento. Decidí no darle el gusto. Ocultar mi soledad bajo el as de una sonrisa mentirosa y muté hacia mi versión del lobo solitario, un papel que me obligaba al histrionismo más pavote que se pueda concebir.

—No –contesté—. Me gusta relajarme y tomarme el tiempo para ir midiendo la noche. Me cuesta hablar cuando no tengo ganas. De modo que solamente me aíslo hasta que la manada reclama a gritos mi presencia.

Ella se rio con gusto y de repente tomó mi vaso a medio terminar y caminó moviendo el culo hasta la barra. Está como para un seis, me dije, un seis tirando a cinco. Tenía un sacón largo de hilo que le llegaba hasta los muslos. Noté que enderezó el cuerpo al caminar como si se exhibiese en todo su esplendor, buscando el impacto. Usaba unos tacones altos, de esos que hacen caminar a las chicas como si tuvieran el cuerpo en falsa escuadra. Encima adiviné una pronunciada escoliosis en su espalda, lo que le daba una impresión final de irse a la mierda en cualquier momento. Mientras le servían el trago, se hizo un rodete alto en el pelo, cosa que siempre me ha parecido lo más excitante que una mujer pueda hacer. Como si lo supiera, mantuvo la postura un rato largo, jugaba a que le costaba ensortijarse el cabello hasta que al fin tomó la bebida y caminó de regreso hacia donde me encontraba.

—No vuelvas a hacer eso. En dos tragos más podría ser peligroso —dije con voz de galán.

—Entonces me pongo del otro lado de la barra y te convierto en un cliente vip —respondió—. Sabés qué —dijo, y vi que la cosa avanzaba hacia el exacto lugar al que me había llevado un chiste que debí evitar. No me interesaba. No veía en ella más que una oportunidad para pasar el rato diciendo tonterías—, te partiría la boca ya mismo y tendríamos que irnos de este lugar.

No se andaba con chiquitas. El único drama con las minas que no son agraciadas es que hacen exactamente lo que uno quisiera obtener de las que sí lo son, con la diferencia de que, con las primeras, el efecto es igual a cero. Me ha pasado infinidad de veces. He estado de ese lado de las cosas, y las palabras, por originales y divertidas que aparenten ser, terminan armando una sopa de letras inentendibles por inútiles.

—Epa, no creí que te inspiraras con tanta…—en un santiamén sentí el sabor dulce de su boca en la mía. Los varones no tenemos mucha defensa cuando esas cosas pasan. Después me perdió su lengua exploradora y de repente la puse contra la pared al tiempo que advertía la ingravidez de aquel ángel indeseado. Luego repusimos los tragos varias veces y el ambiente empezó a ser un ruido envolvente, las palabras rodaban en un aturdimiento sordo y general.

—Voy al baño. No se te ocurra moverte —ordenó.

—Me quedé papando moscas, mirando la nada y riendo sin motivos, como todo borracho. Una mano me tomó del hombro y supuse que era ella. Al darme vuelta vi a la rubia con un cigarrillo en la boca.

—¿Me das fuego?

De la nada la tomé de la cintura y casi nos fuimos al suelo. En el mundo de los ebrios cualquier ridículo se transforma en diversión. La alcancé a manotear y se me quedó enredada en el brazo.

—Mmm, que hombre tan fuerte.

—¿Hombre? —respondí, y ella largó una carcajada igualita a las del resto de la noche. La pegué al cuerpo de un tirón y sin decir agua va le chanté un beso como si fuera un pedazo de torta. Ella me cruzó los brazos por encima del cuello y no sé cuánto tiempo habremos pasado ahí, apoyados en la barra, en un franeleo impúdico y descontrolado.

—Vámonos a la mierda —dije—. No soporto a los tipos que se quedan regulando en un beso interminable y a la vista de todos. En realidad, no sabía ni dónde estaba parado, ni quién era el dueño de casa, y tampoco me importaba un bledo.

Salimos haciendo eses entre la gente, y sentí un resplandor en el ojo derecho. Era la puta bola de cristales, el morboso y pajero gordito de Cupido lanzando un flechazo desde las alturas.

Cruzamos la puerta principal a los tumbos. Sentada justo en una de las puntas del cantero de entrada, vi una figura con la cabeza metida entre los brazos, parecía tiritar o algo por el estilo. La noche estaba cálida, prometedora. No era el frio. Debía estar sufriendo los espasmos previos al vómito.

—Tu casa o la mía —dijo la rubia y me apretó la cintura como si yo tuviese otro lugar donde escapar que no fuesen sus encantadores y delgados brazos. Alcancé a ver el sacón de hilo de la persona doblada sobre sí misma, que parecía ensayar una especie de llanto.

—La tuya o la mía —volvió a decir la rubia.

—La tuya —dije, y rio de nuevo como si las estrellas fuesen un trofeo extra de la noche.

14/04/2016