Jueves 25 de abril | Mar del Plata
04/05/2016

El alazán

Cuando caí por el rancho la tarde era una mano negra que escupía lluvia. Las gotas me mordían la cara. Era finita y violenta. Crucé la tranquera y me agarré el dedo con el pasador. Debió ser que el agua había hinchado demasiado la madera. Ni bien la cerré vi al ternero guacho que merodeaba…

 

Cuando caí por el rancho la tarde era una mano negra que escupía lluvia. Las gotas me mordían la cara. Era finita y violenta. Crucé la tranquera y me agarré el dedo con el pasador. Debió ser que el agua había hinchado demasiado la madera. Ni bien la cerré vi al ternero guacho que merodeaba el corral de los cerdos; no supe qué clase de curiosidad podía encontrar en la inmundicia pestilente del chiquero. Ya lo había visto a Don Horacio arriarlo con la mirada todas las tardes hacia el corral. También recordaba aquella tarde que le metió un topetazo en los testículos. Al instante la mano del viejo le dio justo en la mollera y el golpe produjo un sonido seco, como si la cabeza fuera una calabaza vacía. Mano a mano -había dicho- para después tomarse la entrepierna.

Aquella fue la primera vez que vi entrar un médico en el rancho. Al pobre lo trataron como si fuera un intruso, desprestigiaba la guapeza de la gente de campo. Y su entrada resultó tan vergonzosa que casi podría afirmar que colaboró con la recuperación del paciente. A los dos días el viejo caminaba arrastrando el pesado tacho de comida de los animales, con el dolor metido en las verijas, pero con el orgullo testarudo de no dejarse vencer por las contingencias. Todos nos preocupamos mucho, pero salió adelante sin chistar, y solo cuando un rojo palpitante iba cerrando la lenta puesta del sol, largaba lo que tuviera a mano, oteaba las cenizas del día y volvía reconfortado a su casa.

Yo vivía a unos cinco kilómetros. Tenía apuro de ver que pasaba. Un mal presentimiento me acosaba desde temprano. A la vez el caballo avanzaba muy despacio. Incluso y sin saber cómo justificarlo, me detuve a comer piquillín. Debe haber sido el efecto sedante de la lluvia; suele convertir mi mente en un telón blanco.

Los perros torearon un rato y luego me escoltaron hasta la casa. Me pareció raro que un chivito colgase de una de las ramas del árbol que custodia la entrada. Don Horacio no es olvidadizo ni desperdicia nada. Y tampoco Doña Lila, la amorosa señora que tiene por mujer. Podía presentir que algo malo sucedía puertas adentro. Repasé el corral de las vacas con la vista y me miraron por única vez con cierta expresión humana. Será por eso que uno tiene cara de vaca cuando ve llover. Golpeé las manos por las dudas. Sé que tengo el privilegio de sentirme como en casa, pero nunca pierdo el respeto por la intimidad ajena.

—Buenas buenas —grité, y me di cuenta del atropello ensordecedor de la lluvia. Parecía a punto de romper las tejas. Un tarro de aceite sin tapa hacía de tambor y aumentaba el estruendo. Vi asomar a Doña Lila moviendo la mano en dirección mía.

La penumbra interior estaba dada no solo por la falta de ventanas sino por la espesa y grisácea capa de nubes que dominaba el cielo. Sobre un esquinero, una lámpara a querosene emitía un ruido sordo. Nunca me pareció tan bajo el techo como en aquella oportunidad.

—¿Qué pasó Doña Lila? —dije al advertir el cuerpo inmóvil de su marido en la cama. Tenía la cabeza levantada y respiraba con dificultad. Al costado había un fuentón con un líquido espeso que me recordó a las carneadas de vacas, donde hay que dejar que el animal se desangre por completo.  Tuve la espeluznante ocurrencia de que al otro día podíamos hacer unas morcillas con la sangre de Don Horacio.

—No sé bien cómo fue m’hijo —me respondió la diminuta mujer sin levantar la mirada-—. Alcanzó a decirme que se chocó una rama al galope, y que el alazán le salvó la vida trayéndolo hasta acá. Yo lo vi acostado sobre el cogote del animal —siguió—, allá, pegado a la tranquera. Corrí hasta donde estaba y después lo traje tirando de las riendas. Es un hombre guapo, pero está muy débil, ha perdido muchísima sangre. No sé qué hacer, m’hijo. Por suerte está acá para darme una mano. ¿Cómo fue que se le ocurrió venir con semejante aguacero?

—Pura intuición Doña Lila. No lo vi pasar con las vacas hoy temprano, antes de que se largara con todo, y eso me pareció muy raro. Pero cuénteme como fue lo del accidente. No lo entiendo, no tiene mucho sentido.

Estrujó un trapo en un balde y se lo chantó en la frente. Volaba de fiebre. Su rostro se beatificó por un instante, y luego volvió a la mueca típica de quien sufre sin decir ni a. Pensé que ir a dar aviso a un médico del pueblo me llevaría más o menos tres horas. Mi caballo responde bien pero el trayecto es largo y la lluvia debía de haber hecho estragos. Necesitaba un transporte, la vieja f 100 de los Coronel vendría como anillo al dedo. Pero recordé que habían ido para el bajo bien temprano, y conociendo como se daba todo cuando llovía copioso, esperarían hasta que el agua les diera tregua. Estábamos condenados. La cama estaba empapada y la sangre no paraba de manar, como un río desalentador y turbio. Vi que toda su cara se ennegrecía más a cada segundo. Pensé en el tamaño de la rama y las estúpidas formas en que uno podía morir.

—Voy a tirar esto, ya larga mal olor —dijo Doña Lila y el banquito crujió al quitarle el peso de encima.

Sus manos se cerraron como tenazas sobre los bordes del fuentón y lo levantó sin pedirme ayuda. Se perdió en la abertura que comunicaba con la cocina. Me acerqué a Don Horacio y susurrándole al oído le pregunté qué había pasado. No soy de ensañarme con las explicaciones pero veía una raya negra y curva que le atravesaba gran parte de la cara. Él cerró los ojos muy despacio, resignado, como pidiendo disculpas. Yo salí en medio de la lluvia y fui hasta donde estaba atado el alazán, con el cuerpo echado contra el paraíso de donde pendía el nudo de las riendas. Al levantarle una de las patas traseras me quitó la mano con una patada corta y violenta. Lo calmé acariciándole las ancas y volví a intentarlo. Tenía una espina grande clavada en la parte interna del vaso. Me di vuelta porque sentí un dedo frío en la nuca. Era la mirada de Doña Lila asomando de nuevo por la puerta, moviendo la cabeza hacia uno y otro lado. ¿Cómo era posible que su caballo más querido…? Entré de nuevo en la casa y la vi llorando sobre el pecho de Don Horacio. La mirada del viejo estaba fija en el techo y sin embargo lo atravesaba, ascendía entre las gotas de lluvia y se perdía en el infinito.

—Nunca lo escuché quejarse —dijo Doña Lila y no me estaba hablando a mí.

Salí de nuevo y el fresco de la lluvia me alivió el alma. Recorrería el tramo hasta el pueblo y volvería para darle el sagrado sepulcro que se merecía. Al avanzar me hipnoticé con el balanceo de la cabeza de mi caballo. Era un animal muy fiel, como el alazán de Don Horacio.

04/05/2016