Viernes 29 de marzo | Mar del Plata
07/01/2016

El gordo Pedro

—Yo soy un héroe -me dijo el gordo Pedro. —Yo no debato al cuete —le contesté. —En serio te hablo, boludo —por el rostro le pasó una sombra que difícilmente pudiera tener que ver con el heroísmo—. ¿O vos te pensás que los héroes de verdad están en las revistitas esas que leíamos cuando éramos…

 

—Yo soy un héroe -me dijo el gordo Pedro.

—Yo no debato al cuete —le contesté.

—En serio te hablo, boludo —por el rostro le pasó una sombra que difícilmente pudiera tener que ver con el heroísmo—. ¿O vos te pensás que los héroes de verdad están en las revistitas esas que leíamos cuando éramos chicos?

—No lo sé —estaba dispuesto a seguirle la corriente—. ¿Vos hablás de Linterna Verde, el Hombre Araña y todos esos? –creí que podía escupirme a la cara y que sería yo el que de todas formas debería pedir disculpas. Metió las manos en los bolsillos como quien guarda una vergüenza. Pero enseguida levantó el mentón, miró al cielo y supe que lo estaba diciendo en serio, que se creía un héroe de verdad.

Cuando éramos chicos lo veía al costado del baldío donde íbamos a jugar al fútbol. Era de los gordos sin pelota, nada insidioso ni resentido a pesar de la alevosa forma en que solíamos dejarlo de lado. Es que nadie quiere perder y el gordo era un lastre terrible. Estaba visto que uno  juzga las cosas importantes de la vida por el lado equivocado. Pero tampoco se nace sabio; más bien se desconocen las reglas que hacen de la vida puertas adentro de la piel, una cosa más próxima a eso que llaman felicidad. El gordo Pedro se quedaba ahí, manso, donde crecían los yuyos, jugaba con un palito, dibujaba cosas en la tierra, o se entretenía mirando a los lados como un pájaro que busca migas entre los colores del paisaje. Yo cada tanto lo pispeaba y él, ajeno a esa cosa redonda de cascos hexagonales por la que todos corríamos desesperados, parecía ensimismarse en un sueño muy personal. Estoy seguro que para él la pelota era una cosa insignificante, y no un elemento que cargaba toda la fuerza íntima del barrio y la niñez. Pero igual no se molestaba por quedarse solo y apartado. Solo observaba desde lejos y estoy seguro que nos atravesaba con la mirada, que eran otras cosas las que veía cuando nos miraba.

—¿Te acordás cuando jugábamos al fútbol en el baldío de los Peralta?

—Ustedes jubaban, yo solo me aburría —la contestación me dolió como un pelotazo en la cara.

—Bueno —dije— pero no me digas que alguna vez no te tentaste con romperle el arco al Chapu Carrizo.

El Chapu era un arquero invencible, con propiedades adivinatorias, un compañero por el que todos se sacarían los ojos con tal de tenerlo en su equipo, y encima nos llevó a la gloria en un campeonato barrial. Los que le siguieron el rastro, dicen que se lo llevaron afuera, a otro país, pero que él siempre habla del campito donde jugaba con los amigos. La verdad es que la memoria lo tiene ahí, bajo los tres palos, guiñando un ojo como hacía después de atajar una pelota dificilísima.

—Ese era un verdadero héroe —solté la frase y quise abarajarla en el camino, en esa milésima de segundo entre el oído y el cerebro del gordo. No me salió. Lo vi mover la cabeza a los lados, perderse en una tristeza amarga.

—Te dije que yo soy un héroe —reaccionó— y no el Chapu.

El gordo tomó de más, me dije. Y, era posible que se le hubiese dado por la bebida, y que yo fuera el destinatario de sus disparates. La verdad era que no la había tenido fácil. Toda la vida había dependido de una mujer que lo llevó al altar y después hizo de él un esclavo VIP. El padre tenía una empresa próspera, y ahí lo encajó. Un desquite quizás, por la pésima elección de su hija, un bagayo de los que dan naúseas, dispuesto a atrapar al primero que se le cruzara. Y ahí andaba el gordo Pedro, quien tampoco era un playboy por el que morían las minas a su paso. La cosa es que el gordo terminó laburando catorce horas por día en un sucucho irrespirable, repleto de papeles y que por alguna razón olía muy mal. Una especie de sótano que bordeaba la cárcel mental en la que vivieron personajes kafkianos. Encima, la muy yegua lo dejó después de tener el primer hijo. Lo echó a la calle como un perro y se quedó con el premio mayor, aquello que convierte al hombre en prescindible y traza una línea hecha de un olvido rancio en cuestiones de sexo y masculinidad, y que llaman: hijo. Así que acá andábamos de vuelta tomando de más para olvidar las penas, y el gordo meta decirme que se había convertido en un héroe. De negárselo moriría ahogado en un asco a sí mismo difícil de explicar. Opté por dejar que dijera lo que le viniera en gana. No era asunto mío, ni lo sería nunca. Odio meterme en la subjetividad del dolor ajeno. Ningún pronóstico hace a la cura.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —quería cambiarle de tema antes de que se le secaran las neuronas—. Digo con tu trabajo, gordo, descontando que hoy y siempre podés contar conmigo, obvio –ese tipo de frases caen redondas entre los amigos. Total después nadie se acuerda, y el amigo es amigo, primero y principal, por no facturar el golpe bajo de un reclamo.

—Es que no quiero un trabajo —dijo, y comprendí que definitivamente se le habían chanfleado los cables—. Lo que yo quiero es que me digas que soy un héroe —sí, con seguridad se le había corrido el dial.

La puta madre, me dije, se ve que el gordo no va aflojar con esta historieta. ¿Qué hago? ¿Le digo no le digo? ¿Debería decírselo para que me dejara de joder con eso? ¿Por qué creía que yo podía aceptar semejante incoherencia? Pobre gordo –por dentro no podía pensar otra cosa- se le chifló el moño y justo me viene a agarrar a mí de psiquiatra de turno. Y bueno, yo le digo que es un héroe y que se vaya a lavar las patas.

—No me parece que seas ningún héroe gordo —dije, y eso que había salido de mi boca era exactamente lo contrario a lo que quería decir, pero de algún modo me sentía reconfortado.

—O sea que vos sos de los que piensan —empezó el gordo y lo vi tomar aire como para hablar dos días seguidos—, que alguien que se mete en una cloaca catorce horas al día, sin nadie que lo aplauda ni lo admire, confinado a una realidad sin público, con una tarea que no le interesa ni entretiene a nadie, algo que nadie pagaría por ver, y menos a un gordo sin gracia que solo acaba con una pila de papeles para después seguir con otra, y que solo levanta la vista para confirmar que delante suyo hay un enorme reloj como un Dios inmisericorde al que le gusta gastar bromas pesadas, es alguien que no merece ser llamado héroe.

—Oh, oh, perdón, gordo, soy un gil —dije con aire apenado—. Tenés razón, vos sos un héroe, un héroe de verdad.

—No me mientas —contestó y le volvió la carita de la infancia—. ¿Sabés una cosa? extraño mucho quedarme a un costado de aquella canchita del baldío. Al menos podía alcanzarles la pelota cuando la tiraban a la mierda.

—Yo también extraño eso —dije— y ya no hablamos más, y nos quedamos mirando el suelo por un rato largo.

 

 

 

07/01/2016