Martes 23 de abril | Mar del Plata
23/04/2015

El mensajero

Duele convertirme de nuevo en mensajero. Siempre la duda, en el aire. Debo entrar. Eso hago. Sobre el fondo de la inmensa nave de la iglesia, el preciosismo barroco de las estatuas destila respeto. Quizá la representación divina tendría que ser menos ostentosa. Pero de no ser así, ¿de qué otra forma debería ser? Silencio…

 

Duele convertirme de nuevo en mensajero. Siempre la duda, en el aire. Debo entrar. Eso hago. Sobre el fondo de la inmensa nave de la iglesia, el preciosismo barroco de las estatuas destila respeto. Quizá la representación divina tendría que ser menos ostentosa. Pero de no ser así, ¿de qué otra forma debería ser?

Silencio que se escucha, rumor de plegarias.

Hincada en los bancos de adelante, una mujer se embarga en la emoción del rezo. A ella debo entregarle la noticia. Viene a mí el recuerdo de los días lejanos, la duda breve del sufrimiento último. ¿Porque debería enterarse acá, donde solo hay lugar para la esperanza? Tal vez sea porque la fe no es la suma de los acontecimientos, sino la dicha eterna.

Me adentro en la paz del enorme recinto. Algo de la infinitud de los cielos, excede lo material y se derrama sobre la totalidad de las cosas. Pero a pesar de todo, puede que con eso tampoco alcance. Aprendí la lección aquella vez, en el desesperante calvario de mi soledad, tan propia de la mortalidad de los hombres, cuando creí que todo estaba perdido, al igual que lo creerá en breve esa mujer. A través mío conocerá la suerte que ha corrido su niño enfermo. ¿Será este el sitio apropiado para darle aviso? Tal vez sí. Aquí es donde ella transforma la impotencia de la pena en aceptación y fortaleza. Aquí debe ser entonces. La muerte es también la puerta del cielo, hermana de lo efímero, dueña de la matemática del dolor; el designio inescrutable del Señor.

Cada vez que vuelvo a transitar estos pasillos sagrados, siento la asfixia del dogma. Es esa doble vía que Dios ha dado al hombre; el dilema, la razón de la razón, el porqué de su existencia. Son solo reglas, Dios es más grande. Es el sometimiento a la prueba eterna de la duda. Con ella avanzo entre los rostros cabizbajos, cuyas bocas terrenales ruegan misericordia.

Ella adivina mis pasos, lo sé. Aun de rodillas levanta la cabeza hacia el magnífico altar que presiden las estatuas divinas. Ahí alcanza a observarme, estoy seguro, parece pedirme que cambie el estado de las cosas.

Avanzo un poco más. Percibo el terror de sus manos sudorosas. Mueve la cabeza hacia los lados, intentando negar lo irreversible. Hay veces en que es mejor no saber. Sostiene con fuerza el rosario y luego deja la cuenta y baja la cabeza. Ahora está muy quieta, temo por ella, tiemblo con ella. Una lágrima cae por su mejilla. Sin saberlo presiente lo de su hijo. Igual reza y ese es el milagro. Su mente y su corazón se sumergen en los misterios de la vida. Ha comprendido.

Me retiro envuelto en el más absoluto silencio. Ojalá la verdad fuese siempre piadosa.

La duda de esa mujer es mi duda milenaria: Padre ¿por qué la has abandonado?

 

23/04/2015