Jueves 18 de abril | Mar del Plata
23/12/2015

La navidad de los Mellis

Al Citroën le costó sortear la loma de la cuadra donde yo vivía. Por el ruido, poco le faltaba para dejarse ir por la pendiente sin remedio. El viento hacía oscilar el farol de la luminaria en el centro de la calle. De ida alumbraba la chapa carcomida del cochecito. De vuelta encendía parte del…

 

Al Citroën le costó sortear la loma de la cuadra donde yo vivía. Por el ruido, poco le faltaba para dejarse ir por la pendiente sin remedio. El viento hacía oscilar el farol de la luminaria en el centro de la calle. De ida alumbraba la chapa carcomida del cochecito. De vuelta encendía parte del asfalto de la calle y tomaba la vereda de los Mellis, a unos 30 metros de donde me encontraba tomando un poco de fresco.

No hacía tanto que los Mellis habían llegado al barrio. Enseguida se hicieron conocidos por su habilidad para jugar al fútbol. La madre era un bombonazo de los que traen problemas. Y el padre uno de esos tipos cuyo elemento parece ser la gente, pero a la vez dejaba en el aire un misterio de efecto tardío.

Los Mellis andarían en los trece años. Habían dado uno de esos estirones típicos de la adolescencia que deja a los pibes altos como postes y con una voz que mezcla el timbre de Alberto Castillo con el de Barry White. Buenos chicos, saludadores y educados. Le daban al fuchin sin parar, dale que te dale, todo el santo día pateando de una vereda a la otra, y no faltaba ocasión en que tuviera que devolverles alguna pelota cuando se excedían con los bombazos.

La luz tocaba también esas mismas veredas y volvía a dar en el Citroën que por momentos parecía haber quedado clavado en la loma al estilo de los camiones pasados de rosca con el peso. Hice tanta fuerza para que alcanzara el umbral de la cuesta donde el motorcito dejaría de rezongar, que creo que fue eso y no otra cosa, lo que impidió que se despeñara. Después lo tiraron a un costado, contra el cordón. Un ruido de animal sacrificado salió de la parte delantera y tras un traqueteo ruidoso, se apagó del todo y en un segundo se planchó contra el suelo como si hubiese estado lleno de aire. Vi asomar una cosa roja que se movía con dificultad: un hombre, o más que un hombre una cosa roja de movimientos lentos. La oscuridad de la noche hacía del personaje un acertijo. Para mi asombro alcancé a advertir que se trataba de un tipo disfrazado de Papá Noel. Debía ser un individuo rollizo, de la exacta contextura del gordinflón de los premios navideños. De inmediato soltó sobre el pasto de la vereda lo que hacía las veces de la bolsa de regalos. Con las dos manos luchó para subirse los pantalones. Los faros de los autos mostraban a un ser embargado por el tedio. Miraba hacia los costados temiendo ser descubierto. Se acomodó la barba un par de veces. Chequeaba que todo estuviera en su lugar. Se persignó por razones que no entendí, pero que puedo juzgar parecidas a las de un jugador de fútbol a punto de entrar al campo. Luego empezó a caminar exagerando los modos, como si las cartitas de todos los pibes del mundo le hubiesen dejado los huevos muy hinchados. Yo me serví un poco más de la sidra que me había encanutado para pasar el rato con ese sonido esporádico de los que se tientan a tirar cuetes antes de tiempo. El cielo lucía estrellado y limpio. Los autos pasaban muy a las perdidas, y podían escucharse lejanas las risas de los vecinos, el ajetreo compinche de la gente y sus preparativos. Por allá, brindando en la vereda, resonaban las voces de otras personas, brindando a cuenta y pensando qué sería de ellos en breve, cuando la sorpresa tonta del tiempo los encontrara pisando el año nuevo, dejando atrás las fiestas y volviendo a la marcha diaria de las cosas de siempre.

El aire amable evocaba otras noches anteriores, preñado con la nostalgia de la pérdida y las alegrías que hay que andarse inventando por las dudas. De fondo escuché la voz de mi madre preguntando por mí. Debe estar afuera, dijo uno de mis hermanos, y yo me quedé ahí sin acusar recibo, mirando cómo el padre de los Mellis salía al porche de la casa y les hacía señas a sus hijos para que salieran a la calle. Noté que los Mellis encararon a desgano, con pies de cemento.

Jo jo jo, se escuchó en medio de la noche. Era el tipo del Citroën, riendo y haciendo gestos ampulosos, arrojando con cierta maestría la gran bolsa a los pies de los Mellis, y haciendo ese truco clásico de quienes quieren poner expectativa en algo, revolviendo y mirando a los destinatarios una y otra vez. Los pibes estaban lejos de parecer contentos, sus caras hablaban de un acontecimiento bochornoso. Pero su padre sí que se veía exultante, era un chico de nuevo, aullando ante los grandes paquetes para después palmear las espaldas de los pibes e invitarlos a ir adentro. Disimuladamente estiró un billete de faja del bolsillo trasero, y Santa lo tomó con una habilidad casi imperceptible. Pensé que el vecino había montado todo este circo para que le trajeran algo de droga mientras los pibes le servían de escudo y distracción.  Pero no. La respuesta era más naif. La que se veía.

El tipo del disfraz tomó lo suyo y se volvió caminando muy suelto de cuerpo, con el aire relajado que inspira la misión cumplida. Lamenté que el motor le fallara, pero así son las cosas con esos cascajos que ojalá funcionaran a base de nostalgia. Nadie salió a asistirlo y yo no pensaba levantarme a darle una mano. Con un instinto absolutamente suicida dejó caer el auto por la pendiente y cuando llegó a la esquina torció el volante con una muñeca envidiable, aprovechando el envión para prenderlo y salir derechito por la constelación 3 cv. Sonreí y volví la vista hacia la casa de los Mellis. La ventana semiabierta dejaba traslucir el movimiento de unas sombras mezcladas con la intermitencia de las luces del arbolito. Me pregunté si ese padre prefería jugarla de inocente por los obvios motivos con que se iba a la cama. O si los Mellis, superados por la sensiblería de las fiestas, elegían regalarle a su padre toda la inocencia que le iba a seguir haciendo falta.

Volví a escuchar la voz de mi madre. Debíamos hacer de Papá Noel. Pisé el cigarrillo que acababa de prender y empiné la copa en un fondo blanco. Era una sidra asquerosa como casi todas. Después entré. Me tocaba mantener cautivos a los chicos mientras los demás organizaban el engaño mágico de todos los años.

 

23/12/2015