Jueves 28 de marzo | Mar del Plata
30/08/2016

La Terminal

Casi que me goteaba la nariz del frío. Subí el cuello de la campera y hundí la cabeza. De vuelta me encontraron sus ojos chiquitos a través del vidrio, con la mirada calcada de los niños que piden en los semáforos. La mano abierta contra la ventanilla, señalándome, curtida por el tiempo, las huellas dactilares…

 

Casi que me goteaba la nariz del frío. Subí el cuello de la campera y hundí la cabeza. De vuelta me encontraron sus ojos chiquitos a través del vidrio, con la mirada calcada de los niños que piden en los semáforos. La mano abierta contra la ventanilla, señalándome, curtida por el tiempo, las huellas dactilares de un adiós. Yo le hice saber que me quedaría, aún con la demorada aparición de los choferes, mateando tal vez en la boletería, calculando la paciencia de los viajeros, lo que tarda el muchacho de los bolsos en cargar todo en la baulera.

—Deberían dejarnos ir con un golpe de mano  —dijo un tipo que apareció a mi lado como un ánima.

—Sí, como los reyes, con el dorso de la mano —dije, y la moví tal cual.

El tipo se rió y no agregó nada. Mientras tanto yo era testigo de un verdadero show de morisquetas. Gestos exagerados y a la vez mudos, lanzados a esa platea que resistía y contestaba a grito pelado, desde abajo, la tierra de los que se quedan.  Los minutos corrían y las caras fueron siendo tomadas por una especie de vergüenza. Ya no tantos mensajes, solo sonrisas tiernas, con la complicidad de los que quisieran no irse, extrañando con el gesto apesadumbrado de sus rostros. Me dije que si era tan así deberían bajarse a las corridas, fundirse en un abrazo y vivir todos juntos bajo el mismo techo para siempre felices. Pero no. En vez de eso deciden aferrarse a uno con la mirada del cordero degollado, llueva o truene, lejos de la piedad por la cual pedía el señor que volvía a hablarme.

—Fuera de los chistes, ya empiezo a extrañarlos. No sé cuándo volverán —lo vi  tomarse la nuez de Adán con una mano y tragar saliva. No necesitaba ser un genio para darme cuenta de que estaba a punto de lloriquear.

—Tranquilo —le dije—. Es como las vacunas cuando sos chico. Duele por un ratito, y después pasa —creo que no compartía lo que acababa de decirle.

Desde arriba y muy pegada a la ventanilla sentí que volvía a mirarme (así eran las despedidas) me hacía señas raras, apuntaba el valijero que estaba encima de su cabeza con el índice. Le respondí con una expresión desconcertada. Decidí responderle con un guiño y levantar el pulgar. Se calmó. El ruido nebulizante del motor del micro ejercía en mí un efecto somnífero, era como si estuviera en medio de una película de Chaplin tras ser golpeado por un tablón. Ninguno de los dos entendíamos nada. Solo era un instante prolongado y absurdo. Los choferes llegaron al fin y subieron con ese aire de celebrities que están a punto de despegar un Boeing 737. Todos agitaron sus manos. El micro había comenzado a moverse. Yo también saludé. Me respondió batiendo la mano desesperadamente, era como ver el ala de un colibrí. Miré hacia el cielo y descubrí que esa bóveda celeste no es un techo ni un refugio, que no hay nada que dé alivio y que provenga de ahí arriba. Alrededor mío estalló un vocerío y desperté de nuevo en la estación de micros con la mano levantada. Decenas de personas lloraban la partida de sus seres queridos, también reían y andaban a los saltitos. A lo lejos, un sueño incandescente se hundía en el horizonte.

—Se nota que lo van a extrañar —me dijo el hombre de al lado, buscando charla de nuevo.

—Seguro —respondí.

No sabía quién era esa persona que me saludó hasta que el micro salió de la rampa y se perdió en el intenso tráfico de la ciudad. Yo solo estaba parado acá, me miró, y eso fue todo.

 

 

30/08/2016