Viernes 19 de abril | Mar del Plata
07/10/2015

Las gallinas de la abuela

Yo ya tenía conciencia del mundo que me rodeaba, las extrañas órbitas que daban los personajes de la familia, la secuencia de la vida consumiéndose en episodios cantados de horarios y rutinas, hasta el momento aquel en que nos íbamos de vacaciones. Siempre era para visitar parientes que vivían lejos. Caíamos en lo de una…

 

Yo ya tenía conciencia del mundo que me rodeaba, las extrañas órbitas que daban los personajes de la familia, la secuencia de la vida consumiéndose en episodios cantados de horarios y rutinas, hasta el momento aquel en que nos íbamos de vacaciones. Siempre era para visitar parientes que vivían lejos.

Caíamos en lo de una de las abuelas donde tortillas y chicharrón eran manjares diarios, y la vida una rudimentaria manera de estar. Con todo, se daba un hecho deliciosamente curioso. La abuela guardaba en la cocina, una zona siempre en penumbras, donde el sol entraba a cuenta gotas, varios litros de coca cola en los viejos armazones de hierro. Nos la servía en pequeños vasos de plástico, bajo un pacto de absoluto secreto. ¿La razón? Ninguna. Pero se daba de ese modo, como si mi madre fuese a protestar por malcriarnos, en épocas donde la pretensión no excedía la limonada y tener una coca a la hora del almuerzo era más difícil que ver aterrizar un ovni en el patio de tu casa. Con eso cortábamos las largas, silenciosas y sagradas siestas, donde aburrirse era una fija, un modo metafísico de enfrentar sin saberlo, el vacío de la existencia, el embole que de grande asusta y tortura como un cuco imbatible.

El gallinero que la abuela tenía en el patio contaba con diferentes especímenes. Gallinas regordetas hechas a pura modorra, verdaderas muestras de la cultura zen plumífera; pollitos que piaban sin parar; un gallo percherón de vivos colores, al que la cresta se le caía sobre un ojo y luego sobre el otro, y más allá, apartado, una especie de clan gallináceo distinto liderado por un gallo alto y flaco pero de apariencia temeraria, y unas gallinitas que se movían con una gracia muscular tajante y llena de vigor. Eran de riña, me enteraría después.

La abuela había olvidado encerrarlos. Yo empecé a figurar que me miraban con cara de pocos amigos, y en un santiamén, una de las gallinitas avanzó hacía mí y me puso a correr por lo que yo consideraba la subsistencia de mi propia vida. Enseguida fui alcanzado por un picotazo seco en el medio de la mano que me puso a gritar y a llorar hasta que no quedó nadie durmiendo la siesta.

Noté que la abuela se había quedado sin palabras, pero nadie dijo ni mu. Me pusieron un poco de un líquido naranja, una gasa y una vacuna que me suministraron en una salita del barrio y que recuerdo cuando digo la palabra teta. Pero nada de aspavientos ni reproches ni comentarios de ningún tipo.

Durante la cena, comimos un guisito de arroz muy rico. Yo me sentía la estrella de la velada. Fingía que la herida me dolía más de la cuenta, y mi hermana me miraba como si tuviera una aureola en la cabeza.

—¿Sopita? —preguntó la abuela, mientras repartía un plato hondo para cada uno—. Y hablando de todo un poco, ¿cómo va esa mano?

—Mejor —contesté, y vi que mi madre se aprestaba a hablar al tiempo que le guiñaba un ojo a la abuela.

—Riquita la sopita de gallina —dijo, y conteniendo la risa, bajó la cabeza y no volvió a levantarla hasta no terminar con su plato.

 

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07/10/2015