Jueves 25 de abril | Mar del Plata
27/03/2016

Los Coiro

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Entraba a la casa de los Coiro. En el pueblo hasta el apellido de los que tienen guita suena de otra manera. Cada vez que alguien decía Coiro para mencionar a la familia más adinerada y tejer el vicio de la envidia, yo pensaba en una sola cosa: la hija de los Coiro. Moría por ella. Su ausencia era un bolero que me consumía cualquier asomo de pensamiento.

El gran portón de la entrada, un hierro sólido de prodigioso tamaño parecía gritarme que era un enano. Anticipo de sobra de la opulencia que se extendía ante mis ojos. La casa quedaba apartada del pueblo, como si no mereciese opacar su magnificencia con la mundana ordinariez de los demás. Era un punto de atracción turística para todos. Pasábamos por ahí para admirar el misterio que en apariencia esconde el mundo de los ricos, y como decían algunos, la buena vida, ese fluir sin esfuerzo que parece precipitar el solo hecho de tener suficiente dinero.

Detrás del portón había un inmenso jardín, una especie de vergel infinito con toda clase de plantas y colores. Pablo, el hermano de mi enamorada Andrea, me había dicho que el jardinero me acompañaría hasta la casa y luego podríamos hacer los deberes con tranquilidad.  Él era un chico discreto, no sé si por timidez o por exagerada altanería. Más bien lo último. Y también creo que sabía muy bien que a mí los deberes me tenían sin cuidado, y que sería el último chico al que acudiría para remediar algún problema del colegio. A nadie se le ocurriría sentarse con él en ningún lugar que no fuese el pupitre de la escuela. Pero yo también tenía una hermana, y sabía que él estaba tan loco por ella como yo por la suya. De modo que ambos convenimos en una especie de arreglo o trueque a futuro, como si fuesen mercancías y jugásemos a ser amigos para ir arreglando el negocio sentimental.

Crucé el portón y caminé despacio. De pronto vi que alguien salía de entre medio de unas plantas de enormes y brillantes hojas. Era el jardinero, un personaje que todo el pueblo conocía de tanto andar curioseando por los alrededores de la casona. Siempre miraba a todos como diciendo: qué buscan, esto no es un circo, vuelvan a sus vidas.

-Hagame el favor de limpiarse bien los pies antes de entrar –dijo agitando el rastrillo.

-Sí, sí, no se haga problema –contesté titubeante. Un colchón de hojas secas trazaba un caminito hasta el hall de entrada. Me pregunté si se habría tomado el trabajo de hacer de los desperdicios del otoño una delicada y natural obra de arte.

Al subir los pocos peldaños de la escalera de entrada, pensé en volverme a toda carrera y escapar de ahí, lo sentí en el vientre mientras el corazón me galopaba desenfrenado. Toqué a la puerta y nadie respondió. Sabiendo que los ojos del jardinero me acribillaban la espalda, preferí entrar igual. Empujé la puerta y me introduje en aquel glamoroso espacio a media luz, fascinante como una película de aventuras. Vi un piano, y adiviné los colores de una alfombra sobre la cual se apoyaba una mesa con sus sillas, todas hechas de una madera gruesa y lustrosa. Algunos adornos servían de guarnición de una enorme chimenea y a los lados dos sillones imperiales cerraban un cuadro de magnífico esplendor. Justo encima de la mesa pendía una gigantesca araña de techo. Me quedé extasiado.

-Permiso, permiso… –dije-, Pablooo, ya llegué Pablo –la certeza de encontrarme donde no debía corrió por mis venas. Nadie respondió, y encima mi voz fue tapada por los gritos de una discusión que tenía lugar más allá, en algo que parecía ser la cocina. ¿Qué debía hacer? Me acerqué un poco sintiéndome un intruso y pude escuchar todo muy claramente.

-Que yo sepa nunca pensás en mí –tronaba la dueña de casa. Una mujer de una hermosura deslumbrante. Por un segundo la pensé muy joven y me di cuenta que su hija era una réplica suya.

-Querida, fue solo un intento de homenajearte –contestó Don Coiro con paciente dulzura. Seguía por detrás a su mujer que no se quedaba quieta, unos pasitos para allá y luego darse vuelta y caminar hacia otro lado. Juntos imitaban el gracioso cortejo de las palomas. Pero esto no era un chiste, discutían en un tono desesperante. Ella tenía un vaso de whisky en una mano y un cigarrillo en la otra. Levantaba la cabeza al hablar, como si quisiera superar en altura a su marido. La cosa se iba poniendo cada vez más fea. Yo revoleaba los ojos por las dudas apareciese Pablo o su hermosa hermana Andrea, la razón mis desvelos, el motivo de estar ahí, y de ser testigo involuntario de la embarazosa situación.

Es que todo lo que haces para mí te sale mal –siguió la mujer-. Está claro que lo haces a propósito.

-¿Todo esto es por haber quemado un poco la comida? A qué se deben tantos reproches mi cielo – La llamaba así con la esperanza de ablandarla.  

-¿Que a qué se deben? –se puso muy colorada y le salió una voz chillona-. Se deben a que me has arruinado la vida, me has arruinado la vida y ni siquiera te has dado cuenta. No se trata de la comida, se trata de todo lo demás.

Empecé a retroceder muy despacio y sin querer me choqué la silla con el pie. Vi que Don Coiro me enfocaba con la mirada y pensé que se transformaría en una especie de monstruo devorador de niños fisgones. Su mujer lo enderezó tomándolo de la mandíbula, quería reñir cara a cara. Creí que de todas formas no me había visto, quizás me confundiera con las sombras. Agradecí la penumbra de las persianas bajas. Abrí la puerta y salí.  Crucé el porche, di un salto y sorteé la escalerita. Luego corrí por el extenso jardín hasta llega al portón.

-Ey ey eyyy –era la voz del jardinero-. ¿Todo bien pibe?

-Si señor –respondí temblando-, es que…-dudé un segundo-, es que quedamos en vernos otro día.  

-¿Seguro? –preguntó, y vi en sus ojos la sagacidad de quien comparte un secreto.

-Seguro, buenas tardes –atravesé el portón como un preso recién liberado. Luego pensé en la fortuna de ser solo un niño enamorado, sin una hermosa casa, sin una hermosa mujer, sin dos hermosos hijos, sin un hermoso y enorme jardín.

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27/03/2016