Jueves 28 de marzo | Mar del Plata
02/09/2015

Los libros no se devuelven

La vuelta que la vi en la librería fue la más incómoda de todas las situaciones. Ahí estaban todos esos libros; la antesala de un alcatraz muy vivo, anticipatorio, delator. Mi culpa crecía. Lograba ver a mi probable verdugo entre las estanterías, caminándolas. Adivinaba su andar despreocupado, sin tiempo, haciendo de sus ojos un panóptico…

 

La vuelta que la vi en la librería fue la más incómoda de todas las situaciones. Ahí estaban todos esos libros; la antesala de un alcatraz muy vivo, anticipatorio, delator. Mi culpa crecía. Lograba ver a mi probable verdugo entre las estanterías, caminándolas. Adivinaba su andar despreocupado, sin tiempo, haciendo de sus ojos un panóptico literario. Lo sé porque hago lo mismo. Todo lector de ley se permite la íntima familiaridad de husmear con precisión quirúrgica el canto de cada libro, y los ojos, en revoleo descontrolado, son una infernal y celosa maquinaria que todo lo ve, hasta que algo le dice “acá”. Caminé sin quitarle la mirada de encima. En ella subsistía la languidez de siempre y su particular forma de ladear la cabeza. De verme, yo estaría condenado a hablar de aquel libro que supo prestarme cuando éramos novios. Recuerdo el lugar exacto que ocupaba en el estante del que lo tomé. El flechazo fue instantáneo y empecé a hacerlo mío desde el primer momento. Una figurita difícil. Se lo robé, a conciencia, esa es la palabra, desde antes de pedírselo, y creo que ella lo advirtió.

-No presto ningún libro -me dijo con la misma paciencia asesina de Steven Seagal-. Y no vas a ser el primero ni el último en odiarme por eso.

-Comparto –dije, y sin pausa seguí con mi delicada estrategia-. Pero no soy uno más, soy un devolvedor serial y no existe persona que pueda reclamarme ni una sola cosa-. No usé la palabra libro en mi anticipado alegato.

-Ajá, ok. De no ser así esto puede terminar muy mal. Lo sabés.

Me lo sacó de las manos, lo agarró fuerte y se lo llevó al pecho; luego me lo volvió a dar. Ambos conocíamos las leyes de los libros prestados. Hay algo en ese momento que debemos aceptar como tal, aun cuando parezca estúpido: Un libro prestado es un amante caprichoso. Una vez que ha caído en tus manos, es inútil que le llames un taxi. Se quedará en tu lecho con su alma de gato y tus propios libros lo asumirán como un hijo adoptivo, tan naturalmente como un niño acariciaría un perro callejero.

De la librería zafé por los pelos, no me vio. Esconderme de un viejo amor por un libro parecía no menos que absurdo. Encima la suerte colaboraba poco. Ella frecuentaba los mismos lugares con alarmante coincidencia. Sabía que todo terminaría pronto. El inevitable cara a cara estaba muy cerca, y entonces todas las excusas tendrían un valor igual a cero.

Sucedió lo previsto dentro de un supermercado. Al verla, intenté disimular y me agaché en busca de una crema de zapatos; odio los zapatos, usar zapatos me hace sentir como si tuviera joroba. Me chistó al viejo estilo, y al correr la vista vi sus zapatos, aquellos que en su época me costaron un ojo de la cara. Una gota de sudor se desbarrancó desde lo alto de mi cabeza. Cerré los ojos, estaba jugado.

-¿No te estarás escondiendo de mí? –dijo, y repiqueteó uno de sus pies, su antiguo modo de mostrarse indignada.

Me anticipé a la vergüenza de la siguiente pregunta.

-Sí, lo tengo yo. Te juro que pensaba devolvértelo en estos días.

-No sé de qué hablás. No necesito nada de vos desde hace muchísimo tiempo. Es más, te voy dejando porque mi marido me debe andar buscando entre las góndolas.

No lo pude soportar más. Al otro día caí por su trabajo. Miré el libro como se miran las cosas por última vez. Había llegado a convertirse en una extensión de mi propio ser, como todos los libros que valen la pena. Y resultaba ser que lo devolvía, sin dudas me había convertido en un idiota. Me acordé de ella mientras le avisaban que la esperaba, de los momentos donde el drama de la ruptura es todavía impensable, ilógico. Salió de una de las puertas y me sonrió como si yo fuese un cliente antes que un recuerdo importante.

-¿Sí? –dijo.

-Acá tenés, disculpá –estiré el brazo con el libro.

Vi que la cara le cambió para mal, como si en el mismo instante algo le estrujase el corazón. Ya no tendría motivos para acordarme de ella. Creo que lo supo.

-No lo quiero –dijo con voz de jefa-. Nunca te pedí que me devolvieras nada. Me hubiese alcanzado con que te acordaras de otras cositas a su debido tiempo. Llevalo nomás.

Pronunció lo último como quien se enfrenta a una verdad tardía e irremediable.

-Gracias –respondí sin saber por qué; no había nada que agradecer.

Solo debí irme del lugar en el más absoluto silencio.

02/09/2015