Sábado 20 de abril | Mar del Plata
21/05/2015

Peor es morirse

Preferí quedarme afuera de la casa en que velaban al papá de Santiago. Pregunté si era cierto que habían tenido que darle una medicación para calmarlo un poco. Vaya a saber qué me llevó a interesarme en algo así. En el living, dentro de un cajón de madera muy oscura, descansaba el hombre de la…

 

Preferí quedarme afuera de la casa en que velaban al papá de Santiago. Pregunté si era cierto que habían tenido que darle una medicación para calmarlo un poco. Vaya a saber qué me llevó a interesarme en algo así.

En el living, dentro de un cajón de madera muy oscura, descansaba el hombre de la risa fuerte. Ningún otro reía como él, de forma tan descontrolada y sin importar el motivo. Además le encantaba hacer chistes fáciles, de esos que se festejan siguiendo la corriente. Buen tipo, amable, siempre listo para hacer el payaso cuando caíamos en barra a jugar a su casa. Pero nada de lo que menciono estaba dentro del cajón. Es cruel el paso estético de la vida a la muerte. Solo queda la parte triste de los gestos. Nada puede volver de semejante expresión.

—Le cosieron la boca— me dijo un chico que andaba por ahí.

—¿Y vos cómo sabés?— pregunté.

—Porque lo sé, ¿no te diste cuenta?— me dijo.

—Nop, ni idea.

Los muertos no tienen derecho a la palabra. Son muertos especialmente por eso, pensé.

Yo no sabía si abrazar a Santiago o qué. Me miraba con esos ojos que le descubrí una vuelta en que un grandote de otro grado le pegó y yo no pude hacer nada para defenderlo. En esas cosas es injusta la vida. Te hace sentir miedo para que te pongas a salvo, y a la vez te avergüenza delante de tu mejor amigo.

Seguía mirándome a mansalva con los hombros caídos y el pelo un poco revuelto. Y yo ahí, paradito, sin decirle una sola palabra por lo de su padre. La gente venía, lo abrazaba y le decía, “tranquilo Santiaguito tranquilo”. Y yo mudo. Qué podía hacer. En la escuela no te enseñan lo que hay que decir en los momentos importantes.

Aquí y allá veía gente llorando. Todavía no entendía el significado del dolor. Era tan ajeno como la fe que intentaban inculcarme llevándome de prepo a la iglesia. Ahí vi que había un hombre sangrando clavado en una cruz con una corona de espinas abriéndole la cabeza. Y nadie se horrorizaba por eso. Los grandes dejaban que sus niños viesen ese espectáculo pero les prohibían entrar a la sala donde velaban al padre de un compañerito. Todo era muy raro.

Se ve que Santiago no se aguantó más. De la nada hizo dos pasos y me abrazó como si la desgracia fuera mía. Se puso a llorar de modo muy ruidoso. Me asusté. Quise que viniera alguien mayor. Nadie vino. Todos lloraban por su cuenta.

En medio del pequeño jardín que daba a la calle, divisé la máquina de cortar el pasto. Marcaba la línea hasta donde se había trabajado. Después los yuyos se tornaban tupidos, altos, de un verde oscuro y vigoroso. Caían sobre el caminito de la entrada, como cerrándole el paso a los vivos. Recordé las manos rojas y nudosas del padre de Santiago, yendo y viniendo con la máquina. Las mismas manos inertes que estaban dentro del cajón, blancas como el mármol, entrecruzadas sobre el pecho y sosteniendo un rosario.

 

21/05/2015