Jueves 25 de abril | Mar del Plata
01/07/2015

Te acordas hermano…

Un cielo azul me trajo otros cielos de otras épocas; me veo en el suelo con un palito en la boca. Una voz me devuelve el tono exacto de una tía sanjuanina que solo vi un par de veces. Alguien se me adelanta y es igual de chueco que un pibe que jugó conmigo en…

 

Un cielo azul me trajo otros cielos de otras épocas; me veo en el suelo con un palito en la boca. Una voz me devuelve el tono exacto de una tía sanjuanina que solo vi un par de veces. Alguien se me adelanta y es igual de chueco que un pibe que jugó conmigo en la sexta campeona. Me distraigo saltando las juntas de los mosaicos de las veredas. Recuerdo la rayuela que nunca me gustó jugar; el elástico de las chicas que nos permitía verlas sin poses de damitas despectivas. Sigo camino intentando no pisar una sola raya. Mis nenas suelen hacer lo mismo, riéndose del tiempo y las hojas secas. Hay tonterías reveladoras, de rasgo común, que no sirven para nada, pero que tal vez alcancen para festejar lo que de naif tienen todas las almas. De modo que no alcanzo a verme como un tonto, aunque lo soy. Mis pasos son cortos o largos, de acuerdo a la ley de cada vereda. El olor de los tilos me recuerda a mí mismo muchos años atrás. Llego a un lugar que reconozco primero por el olfato. Luego el calco aproximado de mis imágenes cotejan la realidad hasta hacerme decir, sí, también, claro; confirma el álbum antojadizo que ha guardado mi cabeza. Y todo se va haciendo tan nítido. Sigo caminando sin pisar las rayas. El olor de una panadería me lleva hasta los domingos de pan casero, la magia de la levadura debajo de los repasadores mojados, las manos de mi madre que recuerdo casi mejor que su cara. Y los amigos, qué decir, tantos y tantos amigos que siempre recuerdo mientras…

—¡Negro! ¿Qué hacés loco, cómo anda todo?

—¡Epa! —contesté, y ahí nomás el abrazo entrañable que diluye tiempo y distancia.

—Tas igual, hijo de puta, y eso que hace una pila de años que no nos vemos. Lo que es la vida, la puta madre.

—Ya lo creo, loco —le digo—. Pero contame qué es de tu vida, ponéme al tanto ya mismo —exageré.

—¿Mi vida? —dijo, y resopló para dar pie a un comentario que intuí poco gratificante—. Mi vida se volvió un tanto caótica desde la enfermedad y fallecimiento de mi mujer. Pero bue, decí que los chicos han ido buscando su propio rumbo, y eso alivia un poco. Bah, eso pensé al principio, pero después…

Yo no sabía qué decir.

—…Después —continuó—, bueno nada, es que uno no se da cuenta de lo que significa el amor de los hijos hasta que hay un punto final. Viste cómo es.

—Sí, claro —le dije—. No es fácil…

Él siguió hablando, verborrágico. Buscaba descargar el peso de su melancolía. No quise detenerlo. Además, me parecía injusto cortarle el mambo estando tan embalado.

—Así que, bueno —dijo— me volví a casar, con Ernestina, ¿te acordás? La morocha esa que nos daba vuelta en séptimo grado y que yo pensé que estaba enamorada de vos. Es muy loco todo, el destino, cómo terminan siendo las cosas ¿no?

—Sí, más vale, en eso tenés razón —le dije—. Pero contame cómo te va con el laburo —mi esfuerzo por preguntar se dividía entre la curiosidad y la desesperación.

—Ahora mejor —me dijo—. Viste que ya de chico nomás me interesaban las huevadas de la tecnología de las que vos no entendías ni querías entender nada.

—Y sigo sin entender —agregué entre risas.

—Bueno, me contrataron de una empresa de telefonía. Así que ahora tengo mantequita para tirar al techo.

—Genial —comenté, y para no dejarlo colgado con lo que parecía una injusticia, le pedí su número de teléfono, le dije que estaba apurado y llegando tarde, y que cualquier día de estos nos juntábamos a tomar un café y a cagarnos de risa por los viejos tiempos.

—Dale —me dijo—. Ernestina se va a querer morir cuando le diga que me crucé con vos.

Me hice el que anotaba su teléfono y le trasmití la alegría de volver a verlo para después fundirnos en un nuevo abrazo de oso.

—Te hago una llamadita perdida ya mismo —le dije— así tenés mi número ¿eh? Mirá que ando con ganas de cagarle la mujer a un viejo amigo.

Se rio de buena gana y nunca recibió mi llamada perdida. Vaya uno a saber qué habrá pensado de mí. Pero qué fascinante es la memoria. Volver a vernos después de tantos años, que me hablara así de las cosas que habíamos compartido; todo lo tenía en su chip para desempolvarlo algún día, que era hoy, recién, hace nada. Quedé impresionado. Y la verdad es que no supe qué decirle. En especial porque no tenía ni la más puta idea de quién era este tal Fernando, ni su mujer muerta, ni la tal Ernestina que supuestamente había estado enamorada de mí.

Seguí la marcha intentando no pisar las rayas de los mosaicos.

01/07/2015