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27/01/2016

Maxi, figurita del 98

“Late, late, late, late, ¡Nola!”. Esa última palabra forjaba en Maxi una reacción especial: era la única que le hacía levantar la mirada del “toco” de figuritas que desfilaban de izquierda a derecha entre sus manos, a la vista de una masa de niños y adolescentes que formaba un semicírculo a su alrededor en una de las esquinas del patio en cada recreo.

Maxi, figurita del 98

“Late, late, late, late, ¡Nola!”. Esa última palabra forjaba en Maxi una reacción especial: era la única que le hacía levantar la mirada del “toco” de figuritas que desfilaban de izquierda a derecha entre sus manos, a la vista de una masa de niños y adolescentes que formaba un semicírculo a su alrededor en una de las esquinas del patio en cada recreo.

Maxi era una opción segura pero cara. Desde la figurita más común y repetida hasta la más dura de conseguir para llenar el álbum seguro estaba en su bolsillo, pero cuando de las difíciles se trataba, el intercambio no era por una sino por varias figuritas del desesperado “comprador”. Incluso, según la ocasión, llegaba a exigir golosinas para concretar la transacción.

Tenía su punto fijo de venta. Su gruesa espalda en su metro y medio de altura reposaba contra una de las paredes de desgastada pintura amarilla del patio, donde los profesores que controlaban el recreo no se acercaban. Esa sensación hacía creer que algo placenteramente prohibido se generaba.

Siempre abrigado en los largos inviernos, el grueso “toco” de figuritas atado con doble bandita elástica entrecruzada cabía estrechamente en uno de los bolsillos de su ancha campera.

“Late, late, late, late, late…”, Maxi jamás se impacientaba, mantenía una tensa calma. “Late, late, ¡Nola!”. Levantaba la mirada, contemplaba la expresión de ansiedad por conseguirla y ponía en marcha -sin forzarlo- un perverso juego psicológico para estimular aún más la necesidad de obtener no cualquiera, sino esa figurita. La difícil, la que no venía en ningún sobre, la que faltaba para completar la página, el álbum o bien la que podía revenderse a valor considerable en la otra punta del patio.

Si esos ojos brillaban y denotaban la sorpresa de haber visto en persona, tal vez por primera vez, aquella gloriosa imagen casi extinta, el intercambio podía ser atroz, despiadado, incluso voraz, propio del capitalismo más obsceno.

“Por 20 de las tuyas y dos alfajores”, era la contrapropuesta. Dolía, era casi injusto, pero a veces eso y más se pagaba en la acción compulsiva de saciar el vicio de coleccionar figuritas con la habilidad y la gracia que Maxi a escondidas y en su rincón cuasi mafioso del recreo las cambiaba.

Del otro lado del patio, Luis era más inconstante. Su “toco” solo a veces se equiparaba con la mitad del de Maxi, pero ocasionalmente alguna figurita difícil podía llegar a guardar. La diferencia clave era que Luis mostraba que las coleccionaba y necesitaba otras a cambio. Maxi solo demostraba tenerlas, parecía no importarle la preciada mercancía. Decía que el álbum ya lo había llenado.

Ese lunes el timbre del primer recreo de la mañana sonó tarde. Algunos dirán que fue a horario, pero sonó tarde. Lo comentaron después del peor suceso que podía generarse. Era el primer día de clases después de un verano corto de mucho calor y un nuevo y popular álbum a meses del Mundial de Francia ’98 había salido a la calle. La campana sacó a varios de las aulas a paso ligero, abalanzándose sobre los bancos, buscando la libertad del encierro del salón en dirección al punto de venta de Maxi, porque si bien eran nuevas, él seguro ya las tenía.

Maxi no estaba ahí. Un grupo de adolescentes lo aguardó en silencio junto a la pared con las “figus” entre las manos. No solía enfermarse, mucho menos el primer día de clases. Mientras lo esperaban intercambiaron algunas entre ellos. No las tenían, pero ya se sabía cuáles estaban entre las más difíciles: los logos en papel brillante de las selecciones que habían clasificado y que encabezaban la página sobre los jugadores elegidos para disputar el Mundial. Pero Maxi no estaba. Mientras tanto, Juan Román Riquelme, Hernán Crespo, el logo de Brasil y algunos futbolistas franceses eran casi imposibles de conseguir. Pocos las tenían y Maxi era la opción segura, cara pero segura.

El timbre marcó el fin del recreo. Maxi no llegó. La vuelta al aula, cargada de desilusión, fue lenta, inútil, frustrada. El recreo siguiente pudieron confirmar con una de las maestras lo peor que podía esperarse: la mamá de Maxi lo había cambiado de escuela. Era el fin.

Entonces el álbum quedaría incompleto. Habría que idear y consensuar estratagemas para convencer a papá o mamá de la urgente necesidad de comprar más sobres de figuritas. El Mundial no podía comenzar con el álbum incompleto. Esos logos en algún lado tenían que estar. Maxi seguro los tenía.

Con los días, más de uno tuvo la ambición de ocupar su lugar en el rincón del patio. Algunos lo intentaron incluso con el éxito de dominar por semanas enteras el mercado clandestino en alguna esquina lejos de los docentes; con la abultada cantidad de “figus” atrapadas por banditas elásticas, solo para ser como él, para llevarse la gloria de ser el “cambiador” de figuritas más respetado de la escuela, pero ninguno logró superar el juego macabro de Maxi ni su secreto (padres con dinero de sobra) para tener repetidas hasta las más exquisitas y difíciles de encontrar.

Y hasta los que se creyeron mejores, cometían lo que para Maxi era una desprolijidad, una torpeza sin código: guardar al revés debajo del “toco” las obtenidas en el recreo. No señor, para él todas eran iguales a los ojos de los demás, ahí estaba el negocio. Siempre tener las mejores sin necesitar ninguna.

Lo intentaron. Luis mejoró su imagen y su oferta mientras nuevos vendedores treparon rápido y multiplicaron los puntos de venta. Pese a que todo probaron, en aquel gran patio atravesado por una inocente mafia organizada dedicada al intercambio despiadado de figuritas, no lograron superar el dominio y la persuasión que Maxi había construido entre sus manos.

Maxi mantendría entonces su habilidad y su negocio de adhesivos coleccionables en otro patio, en otro recreo, en otra escuela, seguramente con la misma estrategia aguerrida. De aquel mercado de pequeños sujetos sin mayores responsabilidades y obligaciones que intercambiar fotos numeradas, solo quedó una pared vacía y descascarada y cientos de álbumes incompletos. Ese frío invierno, el Mundial de Francia 98 fue para muchos una colección de figuritas repetidas.

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27/01/2016