“O que arde”, la película que abrió la Competencia Internacional

La primera función en el Festival de Cine es un largometraje gallego que fue premiado este año en el Festival de Cannes.

(Fotos: prensa MDQ Film Fest)

Por: Mariano Taborda

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“O que arde”, del director francés Oliver Laxe, cuenta la historia de un hombre que, luego de cumplir una condena, sale en libertad y vuelve a la casa de su madre, en una aldea del interior de Galicia. Es una historia recostada en lo visual, con escasos diálogos; los conflictos no se enuncian, apenas se deslizan. Ochenta y cinco minutos sólidos e interesantes.

La cámara busca la escasa luz que se filtra, entre los árboles, en la noche oscura. Una topadora arrasa con los árboles de la parte forestada de un monte. Caen los eucaliptus uno tras otro. Suena el corte del tronco, el arrastre de las raíces y golpe de la copa contra el suelo. Así comienza la película. Luego nos enteramos de que Amador sale de cárcel y va a la casa materna.

La interacción de los personajes (hijo, madre y algunos vecinos) se construye a partir de los silencios. Amador le dice a Benedicta, del otro lado de la cerca, que quiere quedarse en la casa una temporada. Ella no responde, parece que no lo esperaba; después de una larga pausa le pregunta si tiene hambre. El resto de los parlamentos son del comercio cotidiano: por una vaca que se enferma y otras cuestiones de la vida en el campo. El clima que generan los silencios sirve para un primer acercamiento a los personajes y al ambiente.

El fuerte de la película es la estética visual. El director de fotografía (Mauro Herce) aprovecha muy bien los tonos pálidos de la ausencia de sol. Las reiteradas escenas de lluvia (constante en Galicia) y el verde opaco configuran una tonalidad melancólica. Hay dos momentos de gran belleza. Una caminata de Amador, en bajada, con su perro detrás, en medio de una niebla densa. La referencia a Nostalghia del maestro ruso Andrei Tarkovski es evidente (aceptamos el homenaje, si no habría que denunciar el robo). El otro momento es el incendio de un bosque. Las llamas envuelven todo: el naranja y el crepitar de la madera son hipnóticos.

La música de canto lírico y cuerdas acompaña muy bien los pasajes dramáticos de la película. En un solo momento eso se altera: Amador viaja en una camioneta junto a la veterinaria; ella pone música para rellenar el silencio. Suena un folk en inglés, la escena sigue con la vaca enferma que llevan detrás y la música se impone y durante unos largos segundos queda en primer plano, a modo de un videoclip que ilustra la canción. Ese recurso poco sofisticado, propio del cine norteamericano, no se parece a la búsqueda sutil que propone la película.

El tercer film del joven director francés (1992) tiene la virtud de la búsqueda visual minuciosa, cuidada. El punto flojo es tal vez la narración de la historia de los personajes: si bien la preponderancia de silencios describe muy bien a la comunidad, los personajes apenas muestran un poco de lo externo. Una película interesante.