Sábado 20 de abril | Mar del Plata
04/02/2016

Celina

Me dijo que ya estaba harta. Sonaba a tomada de pelo. Nunca había visto a una niña más mimada que ella. Nunca había estado más equivocado. De la puerta hacia afuera, sus padres eran dóciles y amigables, hasta podría decirse voluntariosos. Cada vez que el barrio necesitaba de la mano de alguien eran los primeros…

 

Me dijo que ya estaba harta. Sonaba a tomada de pelo. Nunca había visto a una niña más mimada que ella. Nunca había estado más equivocado. De la puerta hacia afuera, sus padres eran dóciles y amigables, hasta podría decirse voluntariosos. Cada vez que el barrio necesitaba de la mano de alguien eran los primeros en ofrecerse. Eran respetuosos, educados y siempre trataban bien a Celina. Al atardecer, cuando el sol caía lento marcando la hora en que los niños deben volver a sus hogares, la dulce voz de su madre comenzaba a llamarla, y a todos nos quedaba la sensación de que no podría existir una familia más perfecta y armoniosa que la suya.

Quizás Celina había dicho que estaba harta para llamar la atención, como quien se presta a rebajarse para evitar la envidia ajena.

Ella vivía en la misma cuadra que yo y tenía la costumbre de mezclarse entre los varones. Como era linda la dejábamos, y mientras tanto, creíamos descubrir de qué se trataba el fascinante mundo femenino. Nada más inocente que tener fe en algún tipo de revelación inalterable con respecto a las mujeres.

A ella le importábamos poco. Como venía, se iba, y siempre con una muñeca entre sus brazos a la que le faltaba un ojo y parte de la ropa. En una oportunidad se la escondimos y se enojó tanto que hubo que trabajar mucho para que nos perdonara. Es que el Rusito quería llamar su atención de algún modo. Era uno de los tantos que había caído en la falsa ilusión de abrigar alguna esperanza con ella.

—¿Quién tiene mi muñeca? —había preguntado Celina.

—Fui yo —dijo el Rusito—. Puedo buscarla ya mismo —Agregó en un acto de lo más servil, que nos hizo reflexionar a todos sobre los porqué de estar a años luz de los intereses de Celina.

Pero por fuera de eso, ese fue el día en que me di cuenta de que la muñeca era mucho más que un simple juguete para ella.

—Jamás de los jamases vuelvan a hacer algo parecido. ¿Entendido? —Su voz sonó a reproche de adulto, tajante e indiscutible.

Más adelante tuve la oportunidad de preguntarle por qué le importaba tanto esa muñeca. Me respondió que era lo único que su padre no le había tirado a la basura, y que había sido un regalo de su madre. Con el tiempo fue lo único que pudo conservar, y ella comenzó a tomarla como un amuleto de la suerte.

—¿Pero tu papá te pega? –Adivinaba que algo no andaba bien.

Hizo un gesto con la boca, miró hacia los lados –parecía vigilar que su padre no anduviera cerca-. Al fin movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo.

—¿Y tu mamá no hace nada?

—No es que no haga nada, es que no puede hacer nada —respondió, y se fue sin saludar.

Como si nuestra de charla a medias no hubiese sucedido nunca, reapareció al siguiente día, y al otro, y todo siguió igual. Cargaba la muñeca todo el tiempo, y se prendía con lo que podía en cosas que eran estrictamente para chicos.

Celina nunca fue la novia de nadie. Su única relación pasaba por el amor incondicional a su muñeca. Nosotros éramos algo así como figurines de un decorado que podía cambiar sin que se le moviera un pelo. Sin embargo yo notaba algo en sus ojos, un brillo especial, una tristeza en ciernes que no se podía sacar de encima por mucho que disimulara. Nunca se quejaba ni protestaba por nada, pero se notaba que sufría en silencio.

—Vení —me dijo un día—. Necesito que me acompañes a casa.

No lo dudé. Al rato estábamos en el patio. Yo esperaba que sucediera algo, me quedé expectante, cruzado de brazos. Luego de mirarme a los ojos por un rato -durante el cual aprendí todas las leyes de la incomodidad-, señaló un lugar específico, debajo de un árbol, que parecía haber sido removido con una pala. Ahí me di cuenta que no cargaba con su muñeca.

—¿Qué hiciste con tu muñeca Celina? —dije, y en ese instante me percaté de que no había nadie en la casa y que era muy extraño que su madre la hubiese dejado sola-.  ¿Y tu mamá?

Una ráfaga de viento movió las ramas del árbol.

—Ahí está –dijo, con una mirada rara—. Descansando al fin.

Yo no supe si me estaba contestando por la muñeca o por su madre. Un ruido provino desde adentro de la casa.

—Es papá —dijo, y metió la cabeza entre los hombros—. Vos hacé de cuenta que yo no te dije nada, ¿sí? —. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

—Buen día señor García —fue lo único que alcancé a decir porque después de eso ya no me acuerdo de nada.

 

 

 

 

 

04/02/2016