Martes 23 de abril | Mar del Plata
15/03/2016

El limonero

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Yo sabía que mi abuelo estaba ahí, del otro lado de fachada de la casa, en su pieza, y que había un limón en el cajón de la mesa de luz, de los que comía por las noches antes de dormir,  y que tomaba de la planta que levantaba los mosaicos de la vereda. Y no era que lo escuchara ni hubiera un pasaje mágico de este lado de las cosas hacia ese mundo impensable del más allá. Solo lo presentía como se presiente la llegada de la soledad.

Uno de los antiguos vecinos pasó caminando sin reconocerme. No tenía por qué. Caminaba más encorvado, con la paciencia de quien camina porque sí, distinto a aquel hombre que reía y brindaba en las fiestas de fin de año. Lo conocía de refilón por esas cosas que tienen los pueblos donde las puertas parecen ser las puertas de todos y si hay festejo y celebración no hay más que entrar sin permiso. La famosa vecindad, el vínculo sin muchos porqués, de los que se arman en conversaciones de almacén y cruces a toda hora. De aquello también había pasado un tiempo que excedía el tic tac de los relojes. En mi cabeza detonaron los recuerdos de los carnavales, las corridas de las chicas que intentaban eludir las emboscadas de las bombitas que llenábamos con aire y sal, o el baldazo traidor que aparecía de repente desde algún zaguán.

El sol me daba en la nuca y se me vinieron los calores lejanos y tórridos de la niñez, el mazazo insoportable de ese disco dorado que mandaba a la gente a dormir la siesta. Pero yo estaba ahí aguantando estoico, mientras mi cabeza me paseaba por la infancia y me devolvía el sabor de las uvas que comía bajo la parra del fondo, o la gracia de tirarles bolitas de paraíso a los que caminaban por la calle.

Tocaba la corteza áspera del limonero, testigo de aquel abuelo que escuchaba a Gardel en su tocadiscos y se sentaba mudo en su banquito de lona, con un vaso de agua fresca en una mano y un cigarro armado en la otra, al amparo de la sombra, buscando mitigar el calor que hacía bullir la sangre y no pensar en nada más que estarse quieto.

Y yo seguía sintiendo que el abuelo estaba detrás de esas paredes que terminaban lindando al fondo con la casa de los Jenkins. También pensaba en el galponcito que cerraba el patio, donde todavía aguantaba la carpintería. Veía como en una película el arte minucioso de esas manos que finalmente develaban una silla, un armario o un corcel de madera con el que yo podía jugar hasta aburrirme.

Y era como si las raíces del limonero hubiesen tejido un brazo subterráneo que atravesaba el frente de la casa, y yo fuese capaz de fluir en él como la savia, con ojos que se derramaban sobre ese mundo pasado tal cual fue, con sus sonidos y sus cosas, sintiendo el piso frío bajo mis pies descalzos, sonriendo ante la bicicleta de carrera con la que me llevaba a la cancha donde fue un ídolo, todo en impecable estado, intacto, luchando contra los huracanados vientos del deterioro.

Y me disponía a entrar porque habían pasado décadas, siglos tal vez. Ahora era yo una persona adulta empujada por la nostalgia hasta una casa vacía que solo conservaba el silencio perfecto de la muerte.

Pero no me animé o no quise. Me mantuve ahí, transpirando al lado del limonero, copiando de la memoria todo lo que había desaparecido. La farmacia de Don Pasciucco, los vecinitos con quienes solía jugar cuando iba de vacaciones. El baldío de las travesuras. El taller mecánico de una familia cuyo apellido no fui capaz de recordar. Y el paredón siempre pintado con dibujos típicos de la grosería mundana.

Tenía las llaves de la puerta principal en la mano. Sería un recorrido como el que hacen los niños en los museos. Pero no me dio la cuota de coraje para enfrentar la ruindad del abandono. Así que levanté los hombros como cerrando cuentas con el pasado, y casi al borde de las lágrimas arranqué muy despacio uno de los limones de la planta y lo miré como se mira una novia que se perdió hace tiempo. Se veía como recién lustrado, de un color vibrante que oscilaba entre el amarillo y el verde, tan fresco y jugoso que pensé que podría durar para siempre, como esas frutas de plástico que engañan a la vista hasta que uno las toca y advierte que hay algo en ellas que está mal. Pero este limón era real, y duraría un tiempo, como todo. Se me ocurrió que no sería mala idea arrojarlo bien lejos. De modo que lo tiré con todas mis fuerzas y lo vi partirse en dos al chocar contra la superficie candente de la calle.

15/03/2016