Jueves 25 de abril | Mar del Plata
07/04/2016

La muñeca

Con los amigos no existe el paso del tiempo ni hay distancia que afecte. Todo sigue igual, imperturbable, la cosa siempre es hace un instante. Es una convención del cariño, un hilo infinito del cual puede tirarse para saber que en la otra punta siempre está la misma persona, el mismo afecto. Por eso la…

 

Con los amigos no existe el paso del tiempo ni hay distancia que afecte. Todo sigue igual, imperturbable, la cosa siempre es hace un instante. Es una convención del cariño, un hilo infinito del cual puede tirarse para saber que en la otra punta siempre está la misma persona, el mismo afecto. Por eso la amistad es una trinchera. Se sabe de amores que han enlutado la amistad; mujeres y hombres que, delatados y urgidos por el absurdo de los celos, ven en la amistad de su pareja, el riesgo de la falta de atención, el problema inacabable de ser relegado. Para esos, ni olvido ni perdón. Y hay otros que contra todos los pronósticos, son capaces de inmolarse por la causa y ceder ese amor a otros que nunca faltan. De estos hay pocos. La transición suele ser silenciosa, trabajada en la artesanía humana y diaria de ocultar lo que se cree de uso exclusivo. Pero más temprano que tarde se descubre que en la amistad hay algo que no se repite en ningún otro vínculo, al menos de forma tan simple y honesta. En eso pensaba mientras abrazaba a un viejo amigo. El registro de la boludez humana incluye también no volver a llamarse cuando el azar pone distancia. Eso había pasado entre nosotros.

—Hijo de puta, te perdiste mal —me dijo.

La ley del hijo de puta manda a decir que uno tiene que cantar retruco antes de que lo hagan cargo.

—Vos sos el que te perdiste mal, la concha de tu hermana. Desapareciste del planeta después de que te casaste con esa trola.

Aceptó la chanza. Todo estaba en orden. Al escuchar su risa la recordé. En sus buenos tiempos le había dado mucha ventaja con las minas. Con el resto del grupo aprendimos que era valiosa, no sabíamos bien cuán valiosa, pero lo era. Lo habíamos visto actuar. Su risa aflojaba, abría el juego, daba confianza, mientras nosotros nos empeñábamos en seguir con la versión de los pibes duros. Cuando terminamos de entender el poder de la risa, le seguimos el juego. Empezamos a imitarlo, creíamos que las cosas iban a cambiar. A él le resultaba, pero a nosotros nos faltaba lo otro, eso que tienen algunos más allá de la sonrisa. Y este fenómeno tenía algo, abría una puertita interior en las mujeres y por ahí pasaba como pancho por su casa. Por eso lo seguíamos. Y todo bien hasta el día que se enganchó con la presa más codiciada del plantel femenino y se quedó piola, como si el mundo terminase en aquella chica de ojos claros y dientitos separados por la que nos hubiéramos clavado un compás en el ojo a cambio de un cachito de su amor. Después vino un casamiento tempranero y cada cual siguió con su vida. Él se fue del pueblo y ya nunca volvimos a verlo, hasta hoy, cuando después de mirarnos a lo lejos nos reconocimos, o al menos yo lo hice primero y luego él, y lo hice a pesar de que había perdido un poco de pelo y ganado unos kilos. Fue gracioso darnos cuenta que éramos nosotros. Uno se vuelve a reconocer como el que fue cuando se cruza con un amigo que no ve hace tiempo.

—¿Qué hiciste de  tu vida loco? —me preguntó.

—Lo mismo que vos, Cheto —así le decíamos de chicos—, desperdiciarla.

Volvió a reírse y quedamos en encontrarnos al día siguiente en una fonda; queríamos hacerlo al viejo estilo, un lugar donde la comida tuviese un gusto casero y el vino pegara mejor para la charla.

—Cheto querido —dije al verlo entrar en la fonda—, cómo te extrañé, mi viejo —otra vez vino el abrazo interminable, el mozo nos miraba con aire de querer sumarse.

Nos clavamos un guiso con un buen vino tinto y enseguida se nos amontonaron las  anécdotas.  Me contó que el padre –viejo mecánico de los de antes-, se había muerto de un infarto y la siguiente calada que le pegó al cigarrillo fue con bronca, como si la lección de la muerte nunca fuese suficiente para espantar los vicios.

—¿Y ricitos de oro? —le preguntè para sacarlo del dramático recuerdo.

—Ah, mi mujer —hablaba con alguna duda—. Bien che, la verdad que me banca en todas. No te digo que es fácil pero la gringa es de fierro, soporta todas las boludeces imaginables y de las otras también.

En ese momento recordé su pasado de Don Juan y le guiñé el ojo.

—Guachito, te vas a morir pirata vos, eh —él sonrió forzadamente con una parte de la boca.

—¿Te acordás de la muñeca? —dijo de repente. Lo miré entrecerrando los ojos y la recordé.

El episodio de la muñeca había quedado en la parte de la cabeza donde se ubica todo lo que no encuentra explicación. En su casa, donde solíamos juntarnos a jugar, habíamos armado una casita hecha con dos chapas contra una pared, revestida con ramas que con el tiempo se pusieron amarillas y resecas. Ahí arrumbábamos toda clase de chucherías, y nos gustaba imaginar que éramos dos náufragos en una isla. Mirá -me dijo un día el Cheto-, y me mostró esa muñeca deshecha a la que le colgaba un mechón de pelo desteñido y duro de un costado de la cabeza. Tenía el torso desnudo y la boca pintada. En la espalda podían verse unos agujeros por donde salía el sonido de un llanto al darla vuelta, y también era el lugar donde se colocaban las pilas. Le faltaba un ojo y el que le quedaba se abría y se cerraba si la dejabas parada o la echabas boca abajo. El Cheto le subía y le bajaba los brazos mientras ponía voz de niña, y decía cosas del tipo: me llamo Carolina y tengo los ojos azules. ¿Jugamos un poco?, me dijo en aquella oportunidad y al sacudirla cerca de mi oreja, escuché que algo resonaba por dentro, como si tuviera una tuerquita suelta. No, está bien, gracias –le contesté-. Mejor juguemos a los náufragos. Entonces él la guardó bajo una toalla vieja que le habíamos robado a la madre, y eso había sido todo. A mi mente volvía aquella tarde y aquel recuerdo, bajo el modo misterioso de las sensaciones sin respuesta. Desperté como de un sueño y lo vi delante de mí sorbiendo un poco de vino.

—Ah, sí, la muñeca, claro que me acuerdo Cheto, sí, sí —le dije e hice una pausa. ¿A cuento de qué venía el comentario?, pensé.

—¿Te acordás que yo te dije que era mía y vos te reíste y quisiste seguir jugando a los náufragos?

—Sí. Y con eso qué —no sabía adónde quería llegar.

—Bueno, era mía. De verdad era mía. La quería más que a cualquier otra cosa. Mi hermana nunca notó su ausencia porque yo siempre tuve el cuidado de esconderla muy bien. Y ese día que te la mostré, quise decirte algo más, pero todo se dio de modo muy distinto a como lo había pensado.

—Vos me estás queriendo decir que…—me había agachado como un animal al acecho, lo miraba de costado, calculando el peso de sus palabras, la deducción a la que no quería llegar.

—Sí —dijo—. Eso mismo que estás pensando.

—Pero… —yo no salía de mi asombro—. O sea que las chicas del colegio… eh…la gringa… —sentí que el aire se espesaba.

—Todo eso fue farsa. Ya no vivo más con la gringa. Me confesé con ella. Ahora estoy con Ricardo, un abogado que conocí en un viaje de placer que me tomé después de la hecatombe, por decirlo de algún modo. Llevamos una vida muy feliz y…

—La puta madre —dije, y mi expresión no fue de indignación sino de asombro.

La cara de la muñeca con un solo ojo se me hizo presente de nuevo y fue como una aparición cadavérica de aquella amistad, de aquel tiempo; el objeto que me llevaba a otra realidad. Algo dentro mío resonaba como la voz de un gps humano que empieza a desvariar. Qué poco puede saberse sobre las personas, incluidas las más cercanas. Recalculando, decía esa voz, y no había caso, porque el Cheto no era el Cheto, ni mi infancia era aquella infancia, y como si no alcanzara, tampoco sabía exactamente qué o quién era yo, qué era la vida, qué era aquello que daba por hecho. Caí en la cuenta que yo también había vivido con un solo ojo.

07/04/2016