Jueves 28 de marzo | Mar del Plata
16/12/2015

Las Armindas

Las llamaban las Armindas. No se sabía mucho de ellas. O más bien nada. Ni bueno ni malo. Podría decirse entonces que eran como el agua pero no necesariamente. Si te las cruzabas giraban un poco la cara o las encontrabas muy juntas, como si entre medio de ellas se levantase una pequeña hoguera que…

 

Las llamaban las Armindas. No se sabía mucho de ellas. O más bien nada. Ni bueno ni malo. Podría decirse entonces que eran como el agua pero no necesariamente. Si te las cruzabas giraban un poco la cara o las encontrabas muy juntas, como si entre medio de ellas se levantase una pequeña hoguera que el viento de las miradas podría apagar. Vestían de un negro riguroso y usaban sombreros exóticos como los de las películas. Siempre caminaban juntas y nadie se animaba a asegurar que no fueran siamesas, pues salían a la luz del día casi entrelazadas, y al caminar les quedaba un ritmo marcial que les daba un aire entre cómico y severo. Sus edades eran indescifrables, y nada se sabía sobre su modo de subsistencia. Algunos arriesgaban que habría por ahí algún benefactor clandestino que a cambio de vaya a saber qué, les auguraba una vida sin sobresaltos.

Nadie las había visto comprar algo, solo se las podía seguir con la mirada cuando hacían sus caminatas al caer la tarde, muy tranquilas, sin levantar nunca la vista pero dejando el presentimiento de que iban observándolo todo, en una suerte de amplio monitoreo que incluía esa astucia propia de los pelotones de reconocimiento. Ni siquiera compraban ropa, mercadería o cosas para la casa. Ni siquiera maquillaje, algo tan propio del mundo femenino.

Se decía de ellas que eran dos mujeres grandes. De inmediato se frotaban la barbilla para decir que tal vez no fuera tan así y que en realidad cuando se las miraba bien, parecían ser mucho más jóvenes.

Yo las veía pasar por el frente de mi casa y aguzaba la vista para ver si había algo que me aproximase al misterio de saber cómo eran. Aunque parezca increíble, nadie podía asegurar que tuviesen ojos, cejas, boca y nariz, porque nadie era capaz de afirmar o decir algo sobre sus rasgos. Y para colmo yo llegaba tarde a ese fisgoneo brutal que comenzaba cuando las veía venir y pasar delante de mí casa. A veces le echaba la culpa a la sombra de los árboles, pero la verdad era que la postura de sus cuerpos, los hombros algo levantados y los sombreros de ala ancha volcados sobre la cara, impedían verlas con nitidez. Acaso ponían a salvo su ¿secreto? A pesar de todo caminaban con mucha gracia, como si la desprolijidad de las veredas de la cuadra fuese en realidad un canal de energía por donde sobrevolaban con sus vestidos negros.

En esa época yo había leído unos libros de cuentos en lo de un amigo. Distintos, muy distintos a las enormes y encantadoras Enciclopedias de los niños que había en casa y que venían con unos dibujos hermosos de animales y personas de otros sitios, como tribus que se ponían aros gigantes en la nariz o se alargaban el cuello con argollas doradas. En cambio los libros de mi amigo contenían historias más dramáticas. Sin ir mas lejos, recuerdo uno en especial en el que los personajes eran dos brujas que traían toda clase de calamidades. Nada de eso me daba miedo porque estaba dentro de un libro y no tenía por qué ser verdad. Pero un día (el pueblo da espacio a la cabeza y a los ojos) me quedé mirando el cielo y de pronto me sorprendí con la belleza cautivante del crepúsculo, ante la hora incierta en que se funden la luz y la oscuridad, un punto en el que adiviné podía morar la eternidad, y a la vez el terror melancólico de los mortales. En ese instante pensé que lo que decían los libros y lo que entendíamos por realidad, también podía cruzarse en una zona de transición parecida a ese momento indefinido del atardecer. Entonces las brujas acechantes de esos cuentos, montadas en escobas con sus risas maléficas, bien podrían atravesar el umbral de la fantasía y ser parte de este escenario que un niño como yo observaba a través de la ventana de su casa.  Quizás eso podría explicar también los extraños sucesos acaecidos en el pueblo, como la muerte de las vacas de Don Coronel o la desaparición de la sobrina de los Coiro, incluso las preguntas sin respuesta que muchos elegían callar para no pasar por locos, y que iban desde los ruidos nocturnos hasta las apariciones luminosas que encendían la noche y los miedos de la gente. De modo que intenté liberarme de esa clase de pensamientos pero mantuve firme mi costumbre de observarlas con suspicacia.

Una tarde, al verlas venir, cerca de la hora habitual del ocaso, me acomodé junto a la ventana al estilo de una función de cine en vivo, dispuesto a descubrir algo en ese cuchicheo donde debían pergeñar sus planes nocturnos. Justo a la altura de mi casa giraron sus cabezas y entrelazadas como dos buenas comadres, clavaron la vista hacia donde yo me encontraba. Me quedé helado y a la vez pensé que la hora impediría que me vieran por el reflejo que el sol producía contra el vidrio. Sin embargo dudé. Y lo que es peor, al fin pude verles los rostros: eran igualitas, un calco, bellas como dos lunas juntas y con ese aire dulzón y perfecto de las noches de verano. Pero de todo eso tengo la sensación, ya que el recuerdo es muy difuso. No podría decir que sus ojos eran así y asá o que sus bocas eran carnosas o delicadamente finas, o si sonreían o estaban muy serias. Tan solo me quedó impreso un fulgor. Sin embargo nadie que no lo haya visto podría discutírmelo. Por suerte el cruce de miradas duró un instante. Luego giraron sus cuerpos y siguieron caminando con ese modo tan íntimo, hablándose entre sí, con ese misterio tan especulativo que tienen las personas de las cuales no se sabe absolutamente nada.

16/12/2015