Miércoles 24 de abril | Mar del Plata
10/12/2015

Pobre Raúl

Raúl me contaba que estaba a punto de casarse y de que eran horas buenas para el amor. Su amor. El amor que vino dado con el paso del tiempo. Con Carolina se conocieron durante la secundaria y ya llevaban cerca de nueve años juntos. De esas relaciones que exceden las expectativas de todo adolescente…

 

Raúl me contaba que estaba a punto de casarse y de que eran horas buenas para el amor. Su amor. El amor que vino dado con el paso del tiempo. Con Carolina se conocieron durante la secundaria y ya llevaban cerca de nueve años juntos. De esas relaciones que exceden las expectativas de todo adolescente cuya explosión hormonal es un verdadero atentado contra las relaciones duraderas. Solo sucedió como sucede la mayoría de estos asuntos: porque sí. De pronto la chica más codiciada del aula embarcaba a Raúl en un sueño que jamás pudo haber imaginado. Carolina era tan dulce que daban ganas de pegarse la cabeza contra la pared hasta quedar inconsciente. Cabello apenas castaño y una forma de mirar robada de las películas que venían de las actrices foráneas. Andá a saber cómo fue que se le dio. Tal vez las razones hayan sido mudas, de esas indescifrables conexiones que nacen en un gesto, un olvido o en un bostezo. Vaya uno a saber. Si pudiéramos atrapar el misterio, las coordenadas del amor, seríamos otra cosa en vez de estos seres imperfectos y frágiles que simulan llevarse el mundo por delante y vuelven a sus casas sin saber si es mejor entrar o mandarse a mudar. Así que Raúl pasó de estar más solo que un loco a llevarse el premio gordo de fin de año, y todo delante de nuestros ojos atónitos.

Allí comenzó su vuelo cósmico cuya parada casual venía a estar dada en este presente de señoras baldeando la vereda y un sol que caía resaltándole el brillo de las lágrimas mientras caminábamos hacia el centro buscando un café para charlar tranquilos. En realidad, creo que me estuvo esperando hasta que por algún motivo tuviese que salir de casa, y haciéndose el distraído me salió al choque.  Porque esas cosas se notan aunque uno quiera hacerse el disimulado. En cuanto a las razones por las que me eligió a mí después de cien años de no vernos, pueden buscarse en el manual de los no sé qué, donde también deben estar las razones por las que Carolina se había quedado con un flaco tan fulero e insulso como él.

Noté que algo le pesaba en el cuerpo porque caminaba doblado, vencido, como ausente. Pero igual no paraba de hablar, justo conmigo, a quien el oído se le fatiga muy fácil.

—Y se levantó temprano —me decía con la vista pegada al suelo, siguiendo la punta de sus zapatos—, y al sentir cómo se hundía su lado de la cama, abrí los ojos y la vi, con la bandeja del desayuno y esa sonrisa suya tan especial, como de madre, pero además —decía sin aplacar su énfasis—, también había una flor.

—Qué…—odio las cursilerías de las flores y no sabía cómo calificarlo— lindo gesto. Pero qué tiene que ver con tu tristeza.

—Eso, precisamente eso, que me la venía venir, sabía que en esa flor había algo más.

Lamenté el estado de inocencia, por no decir pelotudez, en que había quedado aquel flaco áspero que te entraba a las canillas sin asco cuando jugábamos al fútbol. El tanque le habíamos puesto, por aquel famoso alemán que quería partir al medio al Diego en el Mundial del 86. Solo que este tenía de tanque la rudeza de aquella máquina de cortar tobillos, pero por el resto era no más que un ser desgarbado por el que no dabas ni cinco. Digamos un pibe normal al que lo arrebató una especie de huracán llamado Carolina, y ya nunca volvió a ser el mismo. Un día, sin saber precisar cuál, comenzó a distanciarse y quedó enredado en la típica y brutal bobera que el amor produce sobre el objeto deseado. Y así andaba, hecho un boludo. Algo de eso se había despejado en este otro tipo que dudaba al caminar y que de no atajar con el brazo hubiera cruzado todas las calles sin mirar, con los resultados más o menos previsibles que una cosa así pudiera arrojar. Y estaba al borde de decírselo. Tal vez quisiera contarme algo más fuerte, inesperado, que saliera de la monotonía en que los demás juzgábamos su vida. Porque llegaron a ser impensables por separado, una isla a la medida de su amor y sin lugar para terceros. Cualquier lugar que frecuentase Raúl, estaría habitado a su vez por Caro. Y al revés también, y era como si te expulsasen con un anillo de fuerza para que te ocupases de tu vida y los dejases tranquilos, que así estaban muy bien. Llegamos a creer que pecábamos de mezquinos, cómplices de un boicot en su contra. Y si bien algún mal pensado nunca falta, la sensación no era otra que la del dolor ante la pérdida del amigo, envuelto en ese punto sin retorno que todo amor abre como escenario. No más que eso.

—Bueno, contame Raúl, te veo preocupado —dije, porque se quedó flotando en el más allá durante cuadra y media y la gente tenía que correrse para esquivarlo.

—Era la flor que le regalé y que ella guardó adentro de un libro el día que le pedí casamiento.

—Ajá, y digamos que estaba un poco marchita.

—Exacto. Es eso. Ella dijo que esa flor nunca se marchitaría, y ahí estaba casi desfigurada y negra adentro de un libro en el que decidió guardarla —imaginé a Carolina pero con la edad que teníamos en el secundario, cuando una mirada suya ponía el universo en marcha.

—Bueno –dije- el tiempo suele hacer esas cosas —arrugué la cara para resaltar mis arrugas.

—Es que estaba por dejarme, ¿no te das cuenta lo que te estoy diciendo?

—No.

Los códigos internos de los amantes funcionan de un modo que podríamos enmarcar entre lo patético y lo infantil. Es esa simbología que cruza las vidas de ambos y convierte una palabra en un estado de ánimo, un tono en un pedido, una mueca en un recuerdo. Supe que muchos se alegrarían con la noticia, pacientes depredadores a los que no tumba la modorra lenta del paso del tiempo. Esos saltarían a jugarse la parada, en una especie de venganza retroactiva, sin importarles un comino la tristeza que destrozaría por un largo período al bueno de Raúl, que llegando a metros del casamiento se quedaba sin nafta como el famoso corredor de autos.

—Y qué motivos te dio. Ustedes eran la pareja que no podía fallar, los fracasados éramos nosotros, Raúl —hablé intentando sacarle el peso agobiante que le saltaba por los ojos rojos de tanto llorar.

—Ese es el problema —contestó mientras se pasaba el dorso de la mano con tal fuerza que pensé que se arrancaría parte de la cara—. Lo que me dijo me dejó desconcertado. Es como si te mataran prometiendo más amor.

—No entiendo nada, Raúl. Comprenderás que mi especialidad es calcular con exactitud cuánto hay que ponerle de Coca al ferné.

—¿Por qué siempre tenés que hacerte el gracioso? Lo mío no es joda. Lo que Caro me dijo me involucró más con la relación, me obligó a amarla de un modo definitivo, aún habiéndome abandonado.

Lo escuché y dije basta para mí. Me cansé de los eufemismos y de la intriga. ¿Por qué los enamorados no iban directo al grano?

—Eso, al grano… —dije, y en el instante me di cuenta de que mi pensamiento había pasado a ser palabra.

—¿De qué grano hablás? —Raúl lucía muy enojado.

—Nada Raúl, disculpá. Seguí nomás ¿Qué me decías que te dijo entonces?

—Me dijo que me dejaba porque me amaba demasiado. Eso me dijo, que me amaba demasiado.

—La puta que la parió —la puteada me salió limpita. La muy turra había encontrado un modo de trasladarle la culpa.

—¿Qué dijiste? —la cara se le transformó. Nos iríamos a las manos sin remedio. Y bue –pensé- si la cosa servía para aliviarle un poco la pena, bienvenido sea. A final de cuentas, para eso están los amigos.

 

10/12/2015