Miércoles 24 de abril | Mar del Plata
03/06/2015

Silbando

Todo lo hacía silbando. Incluso cuando los borbotones de tierra arada lo hacían tropezar y la bestia seguía tirando y todo daba a pensar que se caería de bruces, él silbaba. Uno lo veía ahí, más solo que Dios, con la espalda escaldada por el sol y jadeando como un descocido, pero siempre silbando, siempre….

 

Todo lo hacía silbando. Incluso cuando los borbotones de tierra arada lo hacían tropezar y la bestia seguía tirando y todo daba a pensar que se caería de bruces, él silbaba. Uno lo veía ahí, más solo que Dios, con la espalda escaldada por el sol y jadeando como un descocido, pero siempre silbando, siempre. ¿Cómo lo hacía? No lo se. Era su rasgo distintivo. Y si alguien se preguntaba dónde encontrarlo, solo tenía que aguzar el oído y seguir las coordenadas de ese sonido tan suyo.

Volvía a su rancho bien entrado el atardecer. Y solo al traspasar la puerta dejaba de silbar. Preparaba alguna tortilla de grasa, prendía el brasero y acariciaba a su perro, enrollado en el piso de tierra como una víbora. Al primer mate ya soltaba la lengua y se ponía hablador. Pero también caía en silencios hondos y largos, y uno se daba cuenta que a las palabras las ha inventado la soledad. Entonces un monte pasaba a ser lo mismo que un hombre.

Cebaba unos cimarrones más fuertes que una grapa., y en lo amargo del mate, uno podía presentir la dureza de quien acepta morir un día cualquiera a la intemperie, sin médico a la vista ni mano que lo ayude, solo morir, bajo ese mar boca abajo que es el cielo en el campo. Sin dudas, que era un hombre recio.

-Nunca se me ocurrió tener hijos -me dijo una tarde-

-Eso no tiene nada de malo -respondí-

-Capaz que no -dijo- y salió a hacer su recorrida diaria.

Apenas atravesado el umbral de la puerta, empezaba de nuevo con ese lenguaje de pájaro. El silbido era fluido y penetrante, como si intentase comunicar algo crucial.

Yo me decía que para vivir una vida así, solo, en el medio de la nada, había que tener el alma llena de una extraña alegría, y de ahí ese sonido maravilloso que salía de su boca; una pincelada de vida en el gris infinito de la llanura.

Siempre que lo visitaba me arrancaba una sonrisa de solo escuchar a lo lejos ese sonido amigo que traía el viento. Por eso me encantaba hablar con él, y por eso volvía una y otra vez. Transmitía algo indefinible, como ser parte del sueño que está soñando otro y no poder hacer nada con eso.

-Que sentís al salir todos los días a hacer la misma recorrida -le pregunté una vuelta-

-Lo mismo que podría sentir un niño que acaba de extraviarse- me contestó- y se puso a chupar el mate hasta que hizo ruido.

-Que raro –agregué- Será que escucharte silbar contagia una calma alegre, como de fiesta, y me hace pensar que estás en tu mundo.

-Es eso -dijo-

-¿Eso qué?

-Que lo mío no es alegría muchacho; yo silbo porque siento mucho miedo –dijo, y bajó la cabeza para mirar el hoyito que su pie estaba haciendo en la tierra-.

 

03/06/2015