Jueves 28 de marzo | Mar del Plata
04/11/2015

Solo sé que no sé nada

-¿Y si lo supiéramos todo? –me preguntó. -Antes, en las tribus –dije en tono de pelotudón académico- los ancianos atesoraban su conocimiento muy celosamente. Era una mercancía valiosa que daba poder. Conocían el cambio de las estaciones, cómo criar a los animales, cómo defenderse de los peligros, en fin, comprendían y hablaban el lenguaje de…

 

-¿Y si lo supiéramos todo? –me preguntó.

-Antes, en las tribus –dije en tono de pelotudón académico- los ancianos atesoraban su conocimiento muy celosamente. Era una mercancía valiosa que daba poder. Conocían el cambio de las estaciones, cómo criar a los animales, cómo defenderse de los peligros, en fin, comprendían y hablaban el lenguaje de la naturaleza.

-Sí, está bien, pero eso fue hace mucho –retrucó y volvió al presente con un ejemplo futurista-. En breve tendremos una computadora incorporada en nuestro cerebro y podremos contestarnos cualquier pregunta en el tiempo que nos lleva formularla.

Lo que decía tenía mucho sentido. El fluir de la tecnología, que como a tantos, me había dejado plantado en la línea de partida, se había vuelto veloz, cercano y predecible. Cualquiera que pudiese imaginar algo jamás sería tratado como un delirante. Ahora la relación entre los cambios y el tiempo, daba vértigo; incluso los últimos grandes cambios se habían producido con velocidad de susto en los últimos cincuenta años, y yo andaba perdido en anacronismos de caciques sabios. Más allá de mi vergüenza, me dio curiosidad saber a qué nos llevaría todo aquello.

-¿Y por qué te parece que estaría bueno saberlo todo?

-Porque evitaría perder el tiempo, sería más práctico, todo se solucionaría en un abrir y cerrar de ojos. Habría respuesta para todo. Nos sentiríamos intelectualmente satisfechos.

-O sea que no encontraríamos ningún sentido en todos los esfuerzos de la educación –dije, y me sentí traicionado por ese posible devenir-. Pensé que entonces un niño podría tener el valor de un adulto, por lo tanto el respeto se volvería un bien pasado de moda. Ya todos creerían saber de qué se trata vivir sin la necesidad de recurrir a nadie.

-Qué queda después de saberlo todo –insistí-, qué pasaría con las cosas del corazón –quería tirarle abajo sus torres gemelas del saber, aquello sobre lo cual todo conocimiento es frágil, subjetivo y personal-. Los sentimientos no son un cálculo – agregué algo furioso-, ni la suma extraordinaria de todo lo que se conoce; el amor no es el Aleph, es algo que está ahí, a la deriva, como un barco que tuviese al capitán más experto y avezado, pero que no contase con velas ni timonel.

-Y quién habló de barcos, velas y timonel –me respondió-. Yo hablo de acá, de estas cosas que se dan todos los días, de saber qué es lo que hace falta para alcanzar tus metas, lograr esto o aquello.

-Claro, entiendo –contesté y seguí por no poder parar- pero el saberlo todo no es igual a saber cuáles son las coordenadas de una vida feliz.

-Es que el saberlo todo en sí –hizo una pausa y fue como un cráter abriéndose en medio de la conversación-, ¿no podría ser una forma de amor?

La pregunta me dejó atónito. Me había desplazado al ser humano como objeto de amor. Había puesto el total del saber humano como un insumo, una droga capaz de elevar a la especie humana a un goce pletórico, único y absoluto. No supe qué contestarle pero recordé una parte de un libro de Philip Dick.

La ciencia ha logrado introducir todo el conocimiento humano en una computadora. La primera pregunta que le formulan y tal vez la única que valga la pena hacerse es: ¿Dios existe? La computadora contesta: ahora sí.

Pero igual siguió siendo una máquina.

04/11/2015