Miércoles 24 de abril | Mar del Plata
14/10/2016

Trampa para ratas

Los sueños se escriben en presente. No sé dónde lo escuché pero es así. Una experiencia en tiempo real, viva. De ahí lo escalofriante de sentirse espectador y parte, y sin embargo no poder hacer mucho con eso. Mi abuelo está en la carpintería, después del pequeño patio con techo de parra que ataja el…

 

Los sueños se escriben en presente. No sé dónde lo escuché pero es así. Una experiencia en tiempo real, viva. De ahí lo escalofriante de sentirse espectador y parte, y sin embargo no poder hacer mucho con eso.

Mi abuelo está en la carpintería, después del pequeño patio con techo de parra que ataja el calor sofocante de la tarde. Cepilla una madera con una herramienta que me fascina. Es algo divertida, produce un siseo de superficie suave y lisa, un ruido táctil. Quisiera ser él para poder hacer su trabajo. Por ahora no me deja, cuida que su nieto no se lastime. Yo odio esas cosas de los grandes. Ando en patas y el suelo fresco es un milagro pasajero. Aquí solo hay silencio, son las horas interminables de la siesta y es raro que esté metido en la carpintería. Salgo al patio y los pies se alborotan con la temperatura que desprenden los huecos por donde se ha filtrado el sol. Me asomo a la puerta y me ve. Pega un respingo. Avanzo y advierto que he imaginado el sonido aquel. En realidad observa una rata que acaba de caer en su trampa. Es un sistema sencillo: una caja rectangular con una solo entrada, y si funciona bien, ninguna salida. La sostiene un contrapeso atado a una especie de tanza. Los roedores entran tentados por el queso ubicado al final de la trampa. Al comerlo rompen el equilibrio y la puerta cae. Luego el abuelo se deshace de ellas. Estoy viendo cómo es que lo hace. Sobre el gran mesón donde trabaja hay una lata de aceite Cocinero de cinco litros a la que le ha sacado la tapa.

-Lléneme esto hijo -me dice hijo pero no soy su hijo. Me pasa la lata vacía-. Agua hasta la mitad -ordena.

-Sí, abuelo.

Cuando me doy vuelta lo descubro detrás mío. Tiene una horqueta corta pero robusta entre sus manos.

-Ahora vas a ver lo que le pasa a los que se portan mal -se ríe, es una de esas bromas que asustan de verdad. Yo también me río y agacho la cabeza. La lata queda bajo un rayo de sol, bien iluminada. Siento un cosquilleo en los pies, siento que debería tener las zapatillas puestas, pero ya es tarde, me perdería de ser testigo de lo que nunca he visto. Cómo será morirse, cuánto dura la desesperación, el tránsito de verte atrapado en la incógnita de dejar de existir.

-Mirá, esto se hace así, cuando crezcas vas a poder hacerlo vos también -es una lección maestra de cómo matar a esos bichos asquerosos. Engancha a la rata con la horqueta y la levanta. La introduce rápido en el agua y veo que el pequeño cuerpo blanco se retuerce, mueve las patas inútilmente. La cosa termina en unos segundos. Me alegro de que las ratas no tengan expresiones que delaten la angustia irremediable del momento final. Algunas contorsiones nerviosas, y listo. Mi abuelo levanta las cejas. Yo le miró las venas marcadas en los brazos, como si hubiese luchado contra una bestia sobrehumana.

-Eso es todo. Buscá el tarro de la basura que tengo adentro -voltea la cabeza hacia la carpintería. Lo traigo más rápido que volando, la sangre me bulle-. Bien, ahora te toca a vos -no digo nada. Dentro de la trampera tiene que haber otra rata. Cómo es posible -. Tomá, agarrá fuerte. Donde se zafe la horqueta el bicho se escapa. Recordá, un movimiento rápido, así -hace el gesto que yo tengo que repetir-, y la metés en el agua.

 

Entonces me desperté parado en medio de la oscuridad. He tenido episodios de sonambulismo. Estaba aturdido, con la angustia de un asesino culposo. Era solo una rata, me dije. Pero el momento a punto de suceder era clave.  Me apuntaban los ojos de mi abuelo, así que iba a tener que hacerlo. Por suerte desperté. Respiré hondo. La noche debía estar cerrada. Imaginé la llegada de la tormenta en el aviso de un cielo cubierto de nubes negras. No entraba luz por la ventana. Tomaría un vaso de agua y volvería a la cama para conciliar el sueño. Cuando tengo pesadillas -algo que me ocurre seguido-, intento despejarme y dejar que el tiempo pase, que la novedad confusa de la realidad mitigue el efecto pasajero del espanto. Al apoyar la mano en la pared, la sentí más caliente que de costumbre. Con la palma busqué el interruptor. En la mano me vino la sensación de las maderas lustradas del abuelo. Me enternecí al recordarlo. Murió hace muchos años. Con la palma de la mano recorrí de nuevo la pared y no encontré nada. Típico extravío de un hombre asustado que recién se levanta. La calma de la noche anulaba los ruidos. Me encanta la perfección imperturbable del silencio.  En el ambiente hay un olor raro, expansivo. Acabo de recordar que olvidé sacar la basura. Pero no es olor a basura, es otro olor, o más bien un aroma penetrante. Camino unos pasos, quiero saber de qué se trata. Vuelvo a inhalar un poco de aire, seducido por el aroma familiar. No me tropiezo con nada. Conozco al dedillo el lugar exacto que ocupan mis cosas. Un poco más, solo un poco más. Estoy cerca, el olor me llena los pulmones, atraviesa la boca y la garganta como una cosa tangente, tentadora. Siento un apetito voraz. Piso algo que está desparramado en el suelo. En cuclillas estiro la mano y lo toco. Es blando, como gomoso. Lo recojo y lo froto entre los dedos, el olor es invasivo. Me lo llevo a la boca y descubro que es queso, pedazos de queso regados por toda la habitación. Detrás mío empieza a aparecer una luz pareja y cegadora. Una especie de compuerta se abre lentamente. Comienzo a sentir la desesperación de las ratas.

14/10/2016