Cuando Estados Unidos mostró sus límites, ambos escritores emigraron a Europa. Todavía la modernidad tenía en París su centro de operaciones, años después el eje gravitacional del arte mudaría de continente. París era la bohemia, el contacto con la vanguardia, encontrarse en un café perdido con Picasso o Henry Miller. En los locos años 20, el mejor escritor de esa generación vivía en Misisipi, lejos de las luces y los carteles, junto a los negros, a los salvajes, a los granjeros analfabetos y conservadores, en el camino de ripio transitado por caballos, en el que la creciente Ford apenas aportaba algún automóvil para matizar y dar contraste al paisaje agreste.
Además de un modo de vestir, las bebidas gaseosas y los rascacielos, los norteamericanos también patentaron un modo de narrar. La prosa concisa, lacónica, la teoría del iceberg (se tiene que insinuar más de lo que se cuenta) inauguró una moda fértil. Los escritores de Nueva York, de paseo por Europa, no perdieron su esencia. Las revistas de crónicas y cuentos (The New Yorker, Esquire) masificaron la distribución de los relatos cortos. Los escritores alcanzaron fama y sustento económico. En Estados Unidos el éxito está asociado a las ventas y a los galardones. Ningún norteamericano que escribiera podía estar satisfecho sin un National Book Award, Pulitzer o los primeros puestos de Best Seller.
En el sur esclavista, con el sonido estentóreo aún resonando de la guerra civil, William Faulkner (1897-1962) escribía novelas largas, complejas, sin un público lector diseñado de antemano. A la distancia, se inscribió en la búsqueda de una novela que al otro lado del Atlántico estaban haciendo nacer James Joyce y Virginia Woolf. Su vida fue ordinaria y aburrida; apenas se pueden destacar su adicción al alcohol y un despido laboral cuando se empleaba como cartero, acusado de leer la correspondencia antes de entregarla.
EL IMAGINARIO Y LA GEOGRAFÍA
William Faulkner creó una obra sin parangón en la literatura norteamericana. La lengua que es el modelo de precisión, claridad y exactitud fue manipulada por su mano prodigiosa transformándola en un sistema elástico y virtuoso. Su prosa, una de las más estimulantes del siglo XX, tiene una cadencia particular: da la sensación que el lector se perdió una parte del relato, se generan pequeñas elipsis que hacen avanzar la historia. La estética de vanguardia la utiliza para narrar su territorio, su zona. La novela moderna que sus contemporáneos buscaban en los centros del progreso, anidaba en barbarie y el atraso.
La novela que expone más nítidamente la aparente contradicción entre estilo y temática (prosa de vanguardia/zonas y problemas folclóricos) es El ruido y la furia, de 1929. Los conflictos de una familia —rencores, pulsiones incestuosas, machismo— son estructurados en cuatro partes con narradores diferentes. La primera es una patada al pecho: un idiota se hace cargo de la prosa, siguiendo lo postulado por Shakespeare en Macbeth:
A través de la cerca, entre los huecos de las flores ensortijadas, yo los veía dar golpes. Venían hacia donde estaba la bandera y yo los seguía desde la cerca. Luster estaba buscando entre la hierba junto al árbol de las flores. Sacaban la bandera y daban golpes. Luego volvieron a meter la bandera y se fueron al bancal y uno dio un golpe y otro dio un golpe. Después siguieron y yo fui por la cerca. Luster se alejó del árbol de las flores y fuimos por la cerca y se pararon y nosotros nos paramos y yo miré a través de la cerca mientras Luster buscaba entre la hierba.
El relato es confuso, contradictorio, no se logra comprender qué es lo que ocurre, cuáles son las motivaciones, qué edad tienen los personajes, el extrañamiento funciona de forma inmejorable. La trama se constituye y cobra significación en la totalidad del capítulo y de la obra. El talento incontenible de Faulkner está presente en cada línea, en la novela y en toda la obra.
Lo mejor de la serie de Yoknapatawpha lo componen también Mientras agonizo (1930), Luz de agosto (1932) y ¡Absalón, Absalón! (1936). La destrucción de un imperio familiar durante la Guerra de Secesión, la carga simbólica y material que pesa sobre un mestizo por su componente negro o el periplo de los deudos que transportan el cadáver de la madre muerta para obtener sepultura en el sitio que ella escogió, son los argumentos sobre los que Faulkner deposita su potente maquinaria narrativa. En siete años construyó una obra indeleble. No hacía falta estar en París o Nueva York para ser moderno, mientras otros posaban en los centros artísticos mundiales, Faulkner delineaba la novela de los siguientes cincuenta años.