Viernes 19 de abril | Mar del Plata
20/03/2022

Huir de las bombas y reconstruir una vida: Teresita, de la posguerra a Chapadmalal

En 1945, Rezka Tršan y su familia fueron refugiados. La guerra en Ucrania remueve sus peores recuerdos, sin entender por qué, más de 70 años después, todavía hay quienes tienen que pasar por el mismo doloroso desarraigo. 

Huir de las bombas y reconstruir una vida: Teresita, de la posguerra a Chapadmalal
Sebastián Alí

Por: Sebastián Alí

Lucho Gargiulo

Imagen: Lucho Gargiulo

Rezka “Teresita” Tršan vive desde hace más de 70 años en Chapadmalal, al sur de Mar del Plata. Dice que a sus 88 años no tiene nada lindo para contar, y no entiende por qué pueden llegar a interesarle a alguien etapas de su vida atravesadas por el sufrimiento y el desarraigo producto de haber sido refugiada eslovena tras la Segunda Guerra Mundial. Pero contar su historia y sus dificultades para adaptarse a un nuevo país, en tiempos donde Europa vuelve a ser escenario de refugiados, bombardeos y víctimas civiles con la guerra de Ucrania, resulta más que importante para graficar en primera persona el horror de la guerra y sus consecuencias. 

Los contextos y los conflictos son distintos, está claro, y no es lo mismo ser refugiado europeo hoy que a mediados del siglo XX. Pero el sufrimiento de los civiles y de quienes se ven obligados a dejar su hogar no difiere tanto. Teresita, como la conocen en el barrio, fue una de las miles de personas que huyeron de una Eslovenia convulsionada en la década del 40′. Primero, por la invasión nazi, pero también por la inestabilidad política y la violencia interna tras el retroceso alemán.

Es que, al momento del estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939, Eslovenia -que limita con Croacia al sur, con Hungría al este, con Austria al norte y con Italia al oeste- formaba parte junto a otras naciones del Reino de Yugoslavia, y con su caída en 1941 fue invadida principalmente por la Alemania nazi y la Italia de Mussolini. La violencia en el país era múltiple: no solo por la ocupación extranjera, sino también por los movimientos de resistencia nacionalistas locales, que tuvieron un importante rol en la guerra y en la posguerra.

Sin embargo, luego de finalizada la contienda, Yugoslavia, y Eslovenia en particular, bajo el mando de un nuevo gobierno del socialista Josip Broz “Tito”, siguió siendo escenario de combates, como también de matanzas y persecuciones internas: fue el inicio de una migración masiva en mayo de 1945 a campos de refugiados de países limítrofes, como Austria, a la espera de poder regresar a sus hogares una vez pacificado el país, superada la transición política, o bien buscar un nuevo destino.

Entonces, antes de llegar a Chapadmalal, donde desde el primer momento trabaja y vive de los frutos de la tierra, Teresita tuvo que dejar la región de Gorenjska donde vivía, al noroeste de Eslovenia, y desde allí huir a pie de las bombas y la muerte durante tres días hacia un precario campo de refugiados en Vetrinj, y un mes después a otro ubicado en Lienz: ambos en Austria.

Tras cuatro años de espera, cuando volver a su país y recuperar sus vidas era imposible, la comunidad eslovena que no quería o no podía volver al país, empezó a buscar nuevos destinos entre 1948 y 1949, y Teresita junto a su madre, su padre, su hermano y un tío, pasaron a Italia y, desde allí, a Argentina. Ahí comenzó una nueva historia, que tuvo desarraigo, discriminación y carencias, pero también el cariño de quienes la rodean.

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Las imágenes de la guerra en Ucrania, para Teresita, no hacen más que remover todo lo que vivió hace 70 años. “Ya lloré mucho por eso. Les está pasando lo que me pasó a mí en el ’45. Mi historia es igualita a la de ellos ahora”, asegura. 

Con emoción, con una memoria envidiable y con un castellano que por momentos se mezcla con esloveno, cuenta que su familia en Europa tenía “una posición bastante buena”, que vivían en una casa grande construida en 1417 pero que “toda la vida” su gente se preparó para la guerra

La admiración por sus padres atraviesa cada etapa de su vida.

Su familia, campesina, trabajaba en unas 50 hectáreas de tierra donde cultivaban, criaban animales y producían leña. Ella, mientras tanto, los ayudaba pero también era estudiante secundaria. Pero todo cambió con la invasión nazi en 1941, y mucho más con el fin de la guerra y la inestabilidad política interna. 

Sería solo el inicio de una etapa de sufrimiento que teme vuelva a repetirse para muchas familias europeas. “Mi padre ha sufrido mucho, y mi madre también. A mi madre le mataron los cinco tíos ¿Y ahora qué les pasa a todos estos? ¿No sufrieron nada para saber lo importante que es la vida?”, se pregunta. 

DE ESTUDIANTE SECUNDARIA A REFUGIADA

Vivían en un pequeño pueblo de 40 casas -“igual que acá”, asegura-, ubicado a 18 kilómetros de la capital de Eslovenia, Liubliana, ciudad que además era el centro de la violencia y los bombardeos que, asegura, se escuchaban y hacían “temblar” las casas del lugar. También recuerda que “todos los días mataban a alguien” y que incluso su padre estuvo detenido, primero en manos de milicias comunistas, y luego alemanas.

Pero ni con el anuncio del fin de la Segunda Guerra Mundial a principios de año se detuvieron los combates y la violencia, tampoco en su país. La situación se volvió insostenible y el 9 de mayo de 1945 se sumaron a un éxodo masivo hacia Austria con sus padres y un hermano, ya sin su hermana que “sufría mucho los bombardeos” y murió días antes de huir. “Corrimos tres días y tres noches hasta llegar a pie a Austria”, recuerda, en una travesía donde también huían muchos croatas, y donde asegura haber visto decenas de muertos y vivido bombardeos, hasta el punto de casi perder a su familia entre las corridas, hasta que pudo reencontrarlos.

“El 9 de mayo salimos de nuestra casa corriendo. De ahí estuvimos en un pueblito en Austria a la intemperie”, continúa y hace énfasis en uno de los hechos que sucedió durante su estadía en Vetrinj, donde soldados acusados de colaboracionismo con el nazismo, pero también miles de civiles, refugiados que habían salido del país, fueron “entregados” por el ejército inglés al gobierno yugoslavo, donde se produjeron matanzas que, denuncian, nunca fueron investigadas

“Por eso creo que la política en todos los países es mala. La política es muy sucia. Ahora, de los ucranianos, ¿sabés todos los inocentes que van a morir? No va a morir ninguno de los grandes políticos, solo gente humana simple, como era en esa época. Pelean por el petróleo que tienen ahí, eso es más sagrado que la vida parece. Y yo no creería que los ucranianos se van a Polonia en 15 días vuelven, yo no creo, miranos a nosotros”, reflexiona.

Es que los que en principio iban a ser “15 días” en el campamento de refugiados austríaco, se convirtieron en cuatro años conviviendo con otras familias en la misma situación, esperando para regresar a sus hogares. Sobreviviendo, haciendo filas para recibir un cucharón de comida en latas y siendo acompañados por militares para ir al baño.

“No podías cocinar, no tenías plata, no tenías nada. Había una cocina a la que íbamos con una latita que mi padre tenía y nos daban un cucharón a cada uno. Por lo menos no nos mataron, eso era una bendición. Nos tenían ahí, primero nos mantuvo el ejército austríaco, después los ingleses y después los americanos”, recuerda.

Esos años de incertidumbre se terminaron en 1949, cuando tuvieron la posibilidad de ir a Italia y desde allí tomar un barco hacia Argentina, donde comenzaría otra historia.

SU LLEGADA AL PAÍS Y A LA ARISTOCRÁTICA MAR DEL PLATA

Como miles de personas a lo largo del siglo XX, Teresita -de 13 años- llegó al país y fue alojada junto a su familia en el Hotel de los Inmigrantes de Buenos Aires, a la espera de saber qué destino los depararía, con una única certeza: se querían ir los cuatro juntos. Recuerda que por el hotel desfilaban los “ricos” buscando mano de obra

El primero que llegó y ofreció estadía a los cuatro fue, recuerda, uno de los integrantes de la familia Bullrich-Zorraquín, dueños por entonces de la aristocrática estancia Marayuí, que tiene a su mansión como uno de los atractivos arquitectónicos e históricos de la aristocracia nacional en Chapadmalal. “Él se presentó en el Hotel de los Inmigrantes, el traductor dijo que buscaba un campesino que sepa trabajar la tierra. Mi padre levantó la mano, le contó que en Europa tenía y trabajaba 50 hectáreas. Así lo convenció y le dijo que nos llevaba a su campo de cinco hectáreas. Y nos trajo acá, cuando no había ni una casa, ni un árbol”, cuenta.

Teresita, el “rancho” de puertas y sus padres.

A pesar de las promesas, cuando llegaron tuvieron que vivir en una carpa desde febrero a diciembre de 1949. “Con los temporales, la tierra quedaba hecha agua. Teníamos que ir al baño al descampado. No teníamos a dónde ir, no sabíamos hablar castellano”, describe y recuerda que el pago mensual por trabajar la tierra era de 250 pesos por mes.

Una vez en el país, uno de los primeros pedidos de Teresita y su familia era que ella pudiera terminar el colegio, pero le exigieron que curse desde primer grado y es algo que, todavía hoy, lamenta: “Querían que esté con los nenes chiquitos y yo había cumplido 14 años”.

Así, vivieron en una carpa hasta que “el patrón” trajo en un camión puertas y ventanas con las cuales construyeron lo que llama un “rancho” y que todavía está en pie en el fondo del lote donde vive. Entretanto, Teresita trabajaba de mucama en la mansión, mientras la madre cocinaba para las decenas de empleados que también vivían en carpas, y mientras su padre trabajaba la tierra. Su hermano, por su parte, consiguió trabajo de albañil en Mar del Plata, una salida de laboral común para la comunidad eslovena, muchos de los cuales -menciona- trabajaron en los inicios de la Unidad Turística Chapadmalal. 

Cuando decidieron no trabajar más con la familia, cuatro años después, pudieron comprar los terrenos donde los habían instalado, pero desde entonces, trabajaban prácticamente para pagar todas las deudas. Y las pagaron pero, mientras tanto, pasaron penurias: “Trabajábamos todo el día. No teníamos nada de nada. En la mesa, nunca una Coca-Cola, algo comprado. Nada. En un año pagamos las deudas, pero mi padre no podía comprarme otro vestido además del único que tenía”.

Todas las chicas tenían zapatos de charol y yo no tenía, yo le pedía a mi papá pero no podíamos. Yo iba a vender mis verduras a Mar del Plata y después venía a repartir por el barrio. No me hablen de lo que hemos sufrido. A veces me gritaban ‘gringa de mierda por qué no vas a vender verdura a tu país’ cuando salía a repartir. Venía a casa y le decía a mi mamá que no quería repartir más. Otro día me dijeron que iban a sembrar verdura y me iban a sacar todos los clientes. Yo no decía nada, no podía. Mi madre tenía miedo de que nos manden de vuelta”, continúa.

EL RECUERDO DE SU TIERRA NATAL Y LA ADAPTACIÓN 

La adaptación a Argentina no fue fácil, primero por las condiciones en las que tuvieron que vivir en los primeros años, pero también porque no sabían hablar español. Incluso, a su padre Franc le costó mucho aprender el idioma y el desarraigo lo afectó al punto de ahorrar hasta el último centavo con la intención de alguna vez volver a su tierra natal, algo a lo que el resto de la familia se opuso por temor, aunque su hermano sí viajó en distintas oportunidades a Eslovenia. 

De todos modos, en los rincones de su casa hay retazos de la cultura eslava, libros, cuadros, fotografías de su pueblo y, sobre todo, una foto de sus padres. Todo lo guarda y los muestra, orgullosa de sus orígenes, de su familia, y de todo lo que lucharon para poder reconstruir su vida. 

Esos tesoros, además, conviven con el cariño de quienes la recibieron con los brazos abiertos que, más allá de los tragos amargos, son la mayoría. Ese cariño se ve en esos que llama los “lindos recuerdos”: entre regalos, fotografías propias y ajenas, y cartas que le escriben. “En invierno leo todo”, asegura, agradecida por el amor que hoy sigue recibiendo, lejos del maltrato y las dificultades que tuvo en sus primeros años en Argentina.

En sus largas charlas, la voz se le quiebra en momentos específicos: cuando habla de su familia y, también cuando recuerda aquellos meses difíciles de 1945. Pero desde hace una semanas también se le quiebra cuando cuenta las imágenes que ve en la televisión de la guerra en Ucrania. “Estos europeos locos quieren dominar toda esa parte. Y no van a poder dominar. No se puede dominar, cada uno tiene que tener lo suyo. Todos quieren dominar, y no puede ser. Íbamos a estar 15 días en el campamento de Vetrinj y después los ingleses iban a empujar a los comunistas para volver. Y acá estamos, desde 1945”.

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