Miércoles 01 de mayo | Mar del Plata
01/10/2015

Jardín de margaritas

Ningún jardín se ve tan bien desde abajo. De la puerta quedaba poco. Los vidrios de las ventanas estaban esparcidos por todo el frente de la casa. Y vaya a saber si los vecinos querían convertirse en vengadores anónimos. Más bien parecía que necesitaban arrancar un porqué, algo que les diera la tranquilidad de sentirse…

 

Ningún jardín se ve tan bien desde abajo.

De la puerta quedaba poco. Los vidrios de las ventanas estaban esparcidos por todo el frente de la casa. Y vaya a saber si los vecinos querían convertirse en vengadores anónimos. Más bien parecía que necesitaban arrancar un porqué, algo que les diera la tranquilidad de sentirse distintos. El día anterior, sin ninguna razón aparente, el bueno de Benítez lo había hecho. Rosa lo denunció por un griterío a última hora que escuchó desde su casa, justo cuando estaba por quedarse dormida.

Yo había conversado con la mujer de Benítez en el almacén. La había visto nerviosa, como si quisiera dejarme en claro que estaba delante de una muerta que invade por un brevísimo lapso la ordinariez de los actos mundanos.

De los Benítez se sabía todo; es más, todos sabíamos todo de todos. Era extraño pensar que alguien del barrio había sido asesinado.  Pero todavía más difícil era interpretar los motivos que llevaron al marido de Beatriz a cometer semejante atrocidad.

Ella me dijo en el almacén que hacía todo lo que él quería. Desde cocinar lo que le gustaba hasta oficiar de conejillo de indias de sus deseos. Soy un tributo a su vida, me contaba, le compro el diario, la ropa, tengo listo todo lo que necesita, el cafecito mañana tarde y noche, la exclusividad del tele, masajitos por las noches, en fin, lo que puedas imaginar que pudiera servir para mantenerlo satisfecho y contento. Pero él siempre dice que no es suficiente, que hago todo pero no del todo bien, y que si pusiera más empeño tal vez algún día podría perdonarme. Perdonarme qué, me digo yo, decía Beatriz, y se fue quedando sin palabras, como si la fuese llamando la muerte.

El porqué de confesarme parte de su vida privada mientras hacíamos las compras, me resultó un misterio. Aunque soy bueno haciendo hablar a la gente y suelo malgastar el tiempo en charlas inútiles. Pero nada hacía pensar que fuera a dirigirme la palabra mientras esperábamos en la fila donde se expende el pan. Quizás yo era su última conexión con este mundo, ella lo sabía pero yo no, y estaba dejando en mí alguna pista de su desafortunado destino, como si quisiera avisar que el que lo da todo, también puede perderlo todo. Quién sabe.

Para los vecinos, Benítez era un ser normal, entrador, dotado de una gracia que lo convertía en alguien fácil de extrañar.

La policía se quedó un rato esperando los últimos espasmos de violencia de la gente. Después entraron. Benítez no ofreció resistencia. Dijo que la había enterrado en el fondo, en el vértice del jardín que choca contra el paredón, debajo de las margaritas que tanto le gustaban a Beatriz.

Cuando se lo llevaron recordé la vuelta en que me prestó una rueda de auxilio para ir tirando hasta que pudiera comprar unas cubiertas nuevas. Lo sacaron esposado y no quiso que le cubrieran el rostro. Salió con el ímpetu de un asesino sobrio, convencido del acto de matar. El ruido de las sirenas de los patrulleros terminó de disolver las broncas, y al despejarse la zona, todos cayeron en la inutilidad de haber roto toda la fachada de la casa.

Benítez no pudo estrangular a su mujer con esa cara, le escuché decir a Rosa a mis espaldas. Levanté las cejas y ella siguió siendo la vecina de la tragedia y yo el que se fue pensando en el hoyo del jardín, y en un reguero de margaritas muertas.

01/10/2015