Martes 30 de abril | Mar del Plata
25/11/2015

Un hombre moribundo

Lo encontré tirado en medio de la vereda, agonizante. Pasándole por los flancos, como esquivando bosta de perro, la gente. Esa marea de carne y huesos que se aleja y se pierde, dobla la única esquina de siempre, huye de todo hasta que la pesca o la caga el hedor de la soledad o los…

 

Lo encontré tirado en medio de la vereda, agonizante. Pasándole por los flancos, como esquivando bosta de perro, la gente. Esa marea de carne y huesos que se aleja y se pierde, dobla la única esquina de siempre, huye de todo hasta que la pesca o la caga el hedor de la soledad o los caprichos de la mala suerte.

El sonido de una moto me sacó de la momentánea abstracción. Había abierto la luz verde del semáforo. Le siguió una estampida de autos que te recuerda la voz del progreso. Odié una vez más la ciudad, el tamborileo de una guerra que ganaron los decibeles y la locura. Moví el cuerpo para darlo vuelta, quería observar el rostro de ese hombre cuya cabeza había quedado debajo de un exquisito sacón gris. Lo giré y la barriga le sobresalió por el hueco de la camisa que los botones impúdicos no se molestaron en preservar. Sentí que un avión cortaba el cielo encima de nosotros dejando atrás esa suerte de trueno a destiempo que hace mirar hacia el punto incorrecto. A esa hora las frecuencias eran más intensas.  Me tenté y jugué a acertar la parte del cielo que era atravesada por aquel pájaro metálico. Fui engañado de nuevo; una blanca estela de borbotones de humo cortaba el azul del cielo, y recién más allá, aparecía la nave como un juguete que arrastra una cinta blanca.

-Cómo se siente –le pregunté.

Atinó a decir algo que asumí como una expresión desesperada. El smog raspaba y hacía picar la garganta. Capaz que no puede hablar, me dije. O vaya a saber si realmente quería hacerlo, quizás tan solo quiere salvarse, desaparecer sin más. No veía ninguna herida, sangre, ninguna pista que delatara su mal estado de salud. La indiferencia de los demás me provocó una tremenda desazón. Cuánto faltaba para que la frialdad entre unos y otros engendrase un nuevo monstruo capaz de apretar el famoso botón sin que nada le importe un comino.

-Hábleme por dios, necesito saber a quién puedo llamar, un nombre, algo…

Los ojos se le cerraban. Llamé a emergencias mientras sacudía la mano para que alguien viniese a ayudarme. Todos ladeaban la vista pensando que tal vez se trataba de una trampa. Para qué meterse en líos, ya suficiente con los propios.

-Eh vos, por favor, ayúdame flaco, no ves que este hombre está jodido.

Ni siquiera me contestó, solo debe haber subido el volumen de sus auriculares. Una anciana con un paraguas me insultó sin sentido. El perro que estaba en la otra punta de la correa que sostenía con un pulso grado 8 en la escala de Richter, terminó de soltar la mierda con ese humeante decorado de repostero. Y ahí quedó el soretito hasta que uno, y otro, y otro más, se lo llevaron puesto bajo las suelas. El hombre seguía respirando con dificultad.

-Escúcheme señor –dije, e intenté despabilarlo, pero estaba como ido-, deme el número de algún pariente, alguien a quien llamar.

Dos policías que pasaban por la vereda de enfrente eran absorbidos por la atención de sus celulares. Reían mientras aprovechaban también para señalar algunos productos de las vidrieras.

-¡Ey! –Grité, y nada- Uds. hijos de puta –dije indignado.

Me desgañité sin ningún resultado, el tráfico me sepultaba en un extraño silencio. Un ensordecedor aullido de máquinas trasladaba zombies de un punto a otro de la ciudad.

-Por favor, señor, hábleme, dígame a quien llamar –le imploré.

Vi que hacía un esfuerzo mayúsculo, como de haber regresado del mas allá, solo para pagarme por los servicios prestados. Apenas si atinó a levantar la cabeza y me acerqué para ponerle el oído. Parecía el final de esas películas donde el héroe moribundo confiesa algo trascendental que dará sentido a toda la trama. Respiraba como podía, el rostro lívido, me estaba dedicando su último soplo de vida. Por lo menos tendría la certeza de saber a quién llamar para que se hiciera cargo y le rindiera los honores correspondientes, ya que no llevaba teléfono, ni agenda, ni nada que me sirviera para ubicar a los suyos.

Un colectivo pasó muy cerca del cordón de la vereda. Salpicó sobre nosotros el agua marrón de un charco que quedó de la lluvia de la noche anterior. Luego escuché la sirena de la ambulancia. Al fin, me dije, y pensé que antes de que se lo llevasen debía saber quién respondería por él. Como en un milagro de último momento, el hombre habló.

-No tengo nadie a quien llamar –susurró.

Me quedé atónito. Todo lo que aquel cristiano tenía para sí, era el muslo de mi pierna que le hacía las veces de almohada.

-No se haga problema –le dije-, yo me voy a ocupar de todo. De verdad, me ocuparé de todo.

En ese momento el peso laxo de su cabeza cayó sobre mi mano derecha. Dos enfermeros bajaron muy tranquilos desde la parte posterior de la ambulancia.

-Acaba de morir –les dije, pero ni siquiera se molestaron en contestarme.

25/11/2015