Lunes 29 de abril | Mar del Plata
28/01/2016

Hay un chico en la calle

—Un día de estos lo voy a hacer, te juro —se hizo la cruz en la boca con los dedos, y masticó la nada hasta que le rechinaron los dientes. Me quedé pasmado. Hay veces que los conocidos adquieren un matiz inadvertido, de fiereza temeraria, y uno tiene que recalcularlos. El trapito de la cuadra,…

 

—Un día de estos lo voy a hacer, te juro —se hizo la cruz en la boca con los dedos, y masticó la nada hasta que le rechinaron los dientes.

Me quedé pasmado. Hay veces que los conocidos adquieren un matiz inadvertido, de fiereza temeraria, y uno tiene que recalcularlos. El trapito de la cuadra, el flaco al que los vecinos le entregaban las llaves del auto para que lo lavara, aquel que aceptaban en simpática hermandad, tenía la mirada del felino enjaulado. Diego es un muchacho inteligente y astuto –dos cosas bien distintas. La primera viene desde que salís del vientre de tu madre. La segunda se aprende a los golpes, casi siempre en la calle.

Eso lo convertía en alguien que merecería un presente mejor, un pasar más normal, si es que la palabra alcanzaba a describir los sobresaltos, la soledad y menosprecio a los que gente como él son arrojados, hasta quedar a merced de la caridad ajena.

Yo lo veo todos los días desde temprano. Me gana esa partida de andar peleando desde la primera hora y al verlo siento un orgullo muy íntimo, ganas de decirle que a pesar de toda la mierda que le toca, el mundo es un poquito mejor con tipos como él, y que yo estoy lejos de poder igualar ese coraje cotidiano, el antídoto que le sirve para adormecer las penas, para ir a la trinchera de nuevo, armado apenas con un trapo y la certeza de poder pensar para sí mismo un futuro mejor, ardua reflexión si las hay, viniendo de quien come salteado y vive en la desesperación del ya, el irreversible dolor en la panza que con un poco de dinero podría calmar en el almacén de la vuelta.

—Pero Dieguito, no es necesario —dije, y me salió del fondo del alma mientras miraba su flacura pavorosa—. Si necesitás algo, lo que sea, me lo pedís, no tengas vergüenza. ¿Estamos? —Le estaba tocando una fibra interna que podía despertar cualquier cosa. No hay gente más digna, por orgullo y hombría, que aquellos que deambulan por las calles resistiendo la mala, soportando su invisibilidad a tiempo completo. O alguno se ha preguntado qué hace esa gente cuando la luz del día desaparece y tienen que volver a sus ranchos de otro mundo, porque las distancias hacen creer que no viven exactamente acá, sino en otro lugar bien lejano, o para mejor decir, en una dimensión diferente, la de la pobreza que obliga a ser y hacer, a vivir del modo en que se pueda—. En qué te volvés a tu casa le pregunté una tarde —la respuesta era tan obvia que no tardé en ruborizarme.

—A pata. Ahora agarro y arranco tranqui y llego cuando tenga que llegar —Su filosofía era un hierro candente que se apoyaba en toda la comodidad de mi puta vida.

Le di una bici que tenía sin uso de hace tiempo. Soy de esos arranques porque sí, aun cuando al día siguiente me pregunte qué razón pude tener para perder mi amada bici, por muy falta de uso y abandonada que pudiera estar. No hay respuesta para eso. La respuesta trasciende las palabras. Desde ese día lo vi ir y venir de dónde sea que viviese con otra cara. Nuestra relación creció en los breves instantes en que yo salía corriendo para ir a ganarme la vida y volvía también corriendo ya habiéndomela ganado. ¿Ganarme la vida? Qué podía significar aquello.

Pero hoy era distinto. Sus ojos tenían un fulgor malicioso, que se alzaba en medio de nuestra conversación.

—Qué pasa, te veo como ido —le dije-. Era como si fuese a cagarse a trompadas con el primer boludo que le dijese A, y yo era ese boludo y estaba parado al lado suyo.

—Que estoy podrido loco, no me alcanza para nada. Me canso. Yo antes andaba en la mala con otros pibes, metíamos caño y todo era más fácil. Y ahora cada vez que se hace de noche y me pongo a contar las monedas, siento que es una pérdida de tiempo, no avanzo para ningún lado.

Nadie dijo que fuese fácil, iba a decir, y sin embargo dije:

—Es jodido, ¿no?

—Sí —dijo y clavó la mirada en una vecina que salía del edificio de enfrente—. ¿Ves? —agregó— Yo a esa le conozco la vida. Sé a qué hora sale, con quién se ve, a qué hora vuelve, el piso en que vive, y hasta podría decirte cuánta guita lleva en la cartera. Lo noto por las pilchas, por la cara que tiene, por cómo trata a la gente como yo.

—Ajá, ¿y entonces?

—Nada, eso. Es que a veces… —yo agregué todo el resto. Lo vi en una noche cualquiera, nervioso, tendiendo la emboscada. Ella saliendo con su modo de llevarse la vida por delante, y él tomándola por detrás, sin importarle que lo reconociese, cobrándose parte de lo que todos le robamos de su vida, sin poder volver nunca más a esta cuadra, a este barrio donde se lo quería y respetaba, gastando ese dinero sucio en cosas sin importancia, volcado al desparpajo desaprensivo del delito, ligero de conciencia, vendido a ese costado suyo que le saltaba por un instante de los ojos.

—Y qué pensás hacer Dieguito —le dije, muy serio, mientras la noche caía como una mano negra que hacía presentir los oscuros recovecos del corazón humano.

Revoleó el trapo y no me contestó. Yo subí a mi departamento con pocas esperanzas. Probablemente las noticias hablaran de él al día siguiente. También de una vecina asaltada. No lo sabía, prefería pensar en el tipo que yo conocía, ese que encontraba sonriendo cada mañana, con algún motivo inútil para darle sentido a sus días.

 

28/01/2016