Viernes 26 de abril | Mar del Plata
02/12/2015

El circo

La llegada del circo al pueblo provocó una fascinación inmediata. Corrimos alrededor de los jaulones rodantes de los animales a los que el rigor de la canícula machacaba sin piedad. Un hombretón con una vara amagaba a pegarnos si nos acercábamos demasiado. La hediondez de las bestias superaba el desmedido entusiasmo de los niños. En…

 

La llegada del circo al pueblo provocó una fascinación inmediata. Corrimos alrededor de los jaulones rodantes de los animales a los que el rigor de la canícula machacaba sin piedad. Un hombretón con una vara amagaba a pegarnos si nos acercábamos demasiado. La hediondez de las bestias superaba el desmedido entusiasmo de los niños. En la parte de adelante, en un carromato tirado por sendos caballos ornamentados con penachos blancos, un hombre con un sombrero de copa y una mujer hermosa, iban dejando caras de asombro a su paso.

La gente se lanzó a las calles trazando una especie de corredor humano, trenzados unos con los otros, con esa alegría pueril que lleva a las mujeres a tomarse del brazo de sus maridos y señalar lo que ven sin poder parar de reír. De tanto saltar y correr entre las jaulas, empezamos a pensar en la primera función, cuando ya todos estuviéramos a punto de presenciar lo que sea que pudiera ocurrir delante de nuestros ojos. Al fin mataríamos la chatura asfixiante de la vida pueblerina. Después del bullicioso paso de la caravana, los niños volvimos a nuestras casas hablando como loros, queriendo abarcar todo ese mundo con palabras. Recuerdo que mi madre sonreía y me frotaba la cabeza tratando de calmar mi excitación.

—¿Y qué animales trajeron hijo, y cuántos eran en total?

Creo que le dije que eran como cincuenta –todavía no tenía sentido de la proporción-, y que se veían algo cansados, como si no viniesen de ningún lado en especial sino de todos a la vez

—Bueno, pero no te acerques tanto, ¿sí? —mamá siempre explicaba las cosas con ternura.

—Está bien —contesté.

Pero nada de lo que yo pudiera prometerle podía compararse con el magnetismo que ejercía un león o cualquier otro animal. Así que fui hasta el descampado donde el intendente dejó que asentaran toda esa parafernalia que había desfilado por las calles del pueblo. Avancé escondido entre los pastizales. Quería ponerme bien cerquita de las jaulas, y si me era posible llegar a tocar a alguno de los animales. Si era como se veían tendrían el pelaje muy duro y la piel bien áspera. Divisé al grandulón que no permitió que los niños como yo nos acercásemos en la entrada triunfal del circo. Se parecía a Obelix, el galo de las historietas que leíamos cuando el aburrimiento de la siesta era casi un desafío a la cordura. Al lado había un tipo con aire de ser el jefe: el hombre del sombrero de copa. Más allá unas mujeres en compañía de dos payasos que actuaban como cualquier persona. No hay nada menos gracioso que un payaso que no hace de payaso.

Observé el increíble tamaño de la carpa. Los últimos rayos de sol le caían de lado y abrían un gran cono de sombra que facilitaba mi desplazamiento. Sentí un hormigueo en el cuerpo cuando escuché las voces de los hombres.

—Tenemos que hacerlo antes de que la gente empiece a pasarse la voz —dijo el que parecía mandar la cosa.

—Sí, voy a pedir que los traigan ya mismo. Hay mucha hambre en la tropa —dijo el grandote y recorrió con la vista todas las jaulas más cercanas.

Un picor me tomó primero el brazo, luego el vientre y por último ya no pude hacer otra cosa que rascarme sin parar y como podía. Me sucede cuando me pongo muy nervioso.

—Apúrense con esos bichos ¡Vamos! —ordenó el gordo Obelix y se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.

Creí que traerían al resto de los animales. No había podido verlos a todos en la fugaz bienvenida, especialmente porque me había quedado perplejo ante los ojos lentos y melosos del rey de la selva. Enseguida aparecieron dos tipos con el dorso desnudo. De sus manos pendían unas jaulas pequeñas que alojaban a unos cusquitos. ¿Qué lugar tendrían dentro de la función del circo? Entre ellos reconocí al perrito de los Hernández. Todas las tardes me detenía a acariciarlo al ir a comprar el pan. Vi que lo arrojaban entre los barrotes de la jaula del león y que este lo despedazaba de un zarpazo para luego engullirlo de un solo bocado. Ni siquiera alcanzó a gritar el pobrecito. La selva completa se me hizo carne en un rugido. Fue muy llamativa la rapidez con que pasó de ser algo aparentemente manso y civilizado a esta otra cosa salvaje y letal. Un grito de espanto me salió del fondo del alma. Eché a correr a todo lo que me daban las piernas y llegué a casa sin respiración, desesperado. Mi madre salió a la puerta con lo primero que encontró al paso (es hábil para esas cosas, sacar escobas o un palo de la nada) y miró hacia todos lados en busca de algo o de alguien.

—¿Qué es lo que te ha pasado hijo? —preguntó con la cara blanca del susto.

No pude hablar, y seguí bajo el mismo estado hasta el día siguiente. No estaba dispuesto a matar el sueño de todos los niños del pueblo, incluido el mío. Preferí callar y me sentí muy culpable, como si hubiese sido yo el que tirara al perrito de los Hernández a las fauces del león. Desperté al día siguiente con la sensación de que todo podía ser olvidado y de que lo importante era disfrutar de la función de la tarde.

—¿Hoy me vas a llevar al circo? —le dije a mi madre.

—Imposible hijo, se fueron durante la noche y sin dar ninguna explicación. En el baldío no ha quedado nada.  Raro ¿no?

—Bueno, no importa —dije, como si me diera lo mismo—, será para la próxima vez, ¿no es cierto?

—Sí, pero primero tenemos que encontrar a Colita. Desde ayer que no lo veo, y si bien es travieso nunca desaparece por tanto tiempo. A no ser que se haya ido a buscar nuevas aventuras con el circo —dijo mamá, y sonrió como si nuestra mascota fuese uno de esos perros que hacen piruetas y causan tanta gracia en la gente.

02/12/2015