Lunes 29 de abril | Mar del Plata
14/03/2016

No lo soñiiiiéeee eh eh ehhhh

Un relato de esa experiencia que no debiera llamarse misa sino una alegre peregrinación.

| Por Daniel Torres

No lo soñiiiiéeee eh eh ehhhh
(Foto: Alejandro Moritz / Télam)

La buena noticia llegó con la invitación de mi hermano. (Gracias genio)

– Dani, ¿te venís si compro las entradas?

– Obvio –respondí.

Al día siguiente:

– Las tengo.

Asunto cerrado.

En la estación de servicio de Luro al fondo un tipo de Morón (no sé porque mierda había un tipo de Morón cargando gas en Mar del Plata) me preguntó a cuánto quedaba Balcarce y sí podía cargar gas ahí. Le dije que sí. Nos vemos en la próxima parada, me dijo. En Balcarce, de nuevo el utilitario del chabón. Meamos juntos. Me dijo que había arrancado sin los amigos, y que habían estado de joda la noche anterior. Los otros borrachos todavía deben estar torrando, me contó. Me cagué de risa y pensé que debieron volcar feo. Salió primero del baño. Un típico exponente ricotero, remera ricotera, bermuda ricotera y zapas ricoteras, de las que hacen doler la planta de los pies. Era uno de esos gordos que si te emboca una piña te deja haciendo sapitos hasta el día en que terminemos de pagarle a los fondos buitre. No volví a verlo pero lo adiviné a futuro cantando vamooo lo redoo en el Hipódromo serrano. Hacia ahí nos dirigíamos. El gordo –me corrijo, no era gordo sino macizo-, me envolvió con algo que sentí como la primera aproximación de la famosa Misa. Borren Misa y quítenle la mayúscula. Las misas fueron y serán un embole. Lo del Indio –ahora sí con mayúscula- no es una misa, es una alegre peregrinación que no se basa en la fe, sino en la gracia viva de cierta orfandad rockera que no encuentra nada parecido en la actual escena de burros con tres acordes y voz de mierda. Y no hablo del punk. Y ni qué hablar de las pedorradas de Neandenthal que transpiran las letras de esas banditas medio pelo. De modo que no sé si celebrar la democracia de intenet o putear por la inexistencia de un protocolo anti-sordos.

No perdamos el tiempo en nimiedades.

La ruta sirve para ir despuntando el vicio de la nada. A veces te cruza un sablazo nostálgico. En ocasiones, la ruta habla, y el dinero también. Apliquemos acá un flashback a la bronca.

Primer peaje, previo a Balcarce.

-¿Veinticinco pesos? –pregunté.

-Si Pa –me contestó el flaco, y me guiñó un ojo. Algo que capté como un vos y yo sabemos qué está pasando.

De 6 a 25 p, era un salto cercano al 400 por ciento.

-Ok. Nos vemos –aceleré a fondo como si la velocidad me fuera a devolver el saqueo de andar por los caminos de mi país.

Ya en la última rotonda de Mardel habían empezado a verse tipitos con banderas y carteles. Llevaban escrito en la cara que no tenían un puto mango, pero también que eso los tenía sin cuidado. El fin justificaba los medios. Empecé a preguntarme de qué estaba hecha aquella gente. ¿Pensaban llegar a gamba hasta Tandil? Pero no se trataba de ser porfiado sino de llegar como fuese.

De Balcarce en adelante y a la vera de la ruta caminaban sin descanso bajo el sol. Verdaderos Walking Dead argentos. Repito, en cualquier mojón rutero se los veía dándole al patacón por la banquina. Apenas si levantaban la mano para hacer dedo. ¿Daban por hecho un aventón? No, el asunto no les importaba. Llegarían igual. La consigna de la fiesta había dejado pedacitos de queso ruso en toda la 226.

El día era un regalo extra: máximo confort climático, dijeran los meteorólogos. Gente que juega a la ruleta con los caprichos del clima.

El tráfico estaba cargadito. Pero nadie demoraba el tranco, meta palo nomás. La mayoría por lo menos a 120 km/hora. La ansiedad hundía el acelerador. Querían sacarle el jugo al fin de semana desde temprano y luego morir por la noche a los pies del Indio.

Cerca de Tandil, al costado del camino (saludos Fito) podían verse grupetes que danzaban al son del repertorio ricotero. La monada celebraba de antemano morfando algunos sanguches o despuntando el prohibitivo vicio del asado. Por alguna razón uno sonreía al verlos. No hacían falta las palabras. Todos gritaban y saludaban al paso y uno no hacía más que devolverles la cortesía a bocinazo limpio. Estábamos en la misma. Todos estaban en la misma. Pero algunos sacaban ventaja con ploteos de las tapas de los discos en sus autos, la mayoría de esos carros no pasaría una VTV ni siendo el hijo la Piba, que no es de los astilleros.

La ciudad lucía distinta. Tandil es un lugar cool de gente bien, el sitio que elige la clase acomodada para el retiro de sus días de ocio. Es un lookeo de country que coexiste con un sempiterno gentío suburbial que admira y consume las mieles de las buenas bandas de rock. No al pedo aparece La Renga  dos por tres, y otros tantos a los que se les prodiga una recepción nutrida y visceral. Detrás de su pintoresca y glamorosa fachada , Tandil rockea señores.

Abrían la entrada al público a las tres de la tarde. La previa la hicimos en lo del Carlu. Mucho disco de pasta, una bandejita que miraba desde abajo un led enorme donde algunos jugaban partiditos con la play. Cerveza fresca en lata, algunos libros, una guitarra, y cigarros de esos, y de los otros. Yo miraba las cervezas como un artículo de lujo. Los Ricoteros son termitas del chupi. Al almacenero de la vuelta de lo de mi vieja (mi flia. está allá y yo vivo en mardel desde que se me ocurrió seguir boludeando con un micrófono y me salió bien) me contó que le habían comprado 70 latas de cerveza de un tiro, y que las dos bolsas de pan que compró por las dudas, volaron junto con una buena tanda de fiambre antes del mediodía. Algunos merodeaban en el cerrito, la gran mayoría utilizó de campo de operaciones la zona del dique, y otros se plantaban en sus carpas donde les pintaba. Amén de los que estaban tirados en las veredas entonando canciones y diciendo “te amo Indio” cada dos palabras.  Estos últimos estaban regados por toda la ciudad. Todos chupaban como esponjas. Por eso me propuse hacer valer cada trago de cerveza como si fuese un néctar sin precio. Esos pibes, incluyendo al crack de mi hermano –párrafo aparte para el mentor de tamaña experiencia por quien daría un brazo bajo cualquier circunstancia y motivo- me hicieron pasar un rato alucinante, como siempre, entre risas y anécdotas que nacen solo del encanto salvaje de las reuniones machas.

Encaramos caminando. La cosa nos quedaba por la loma del orto. Eso pienso siempre que tengo que caminar. Sean dos cuadras o diez mil. Padezco de una fiaca escandalosa para ese tipo de torturas. Fuimos avistando el panorama. Lo que se dice un mundo de gente. A cada paso un abrazo, cantar un cachito de un tema, y saludar el indescriptible suceso.

Había que cruzar la ruta para llegar al Hipódromo. Eran cerca de las siete de la tarde y el pandemónium Ricotero mantenía cautivos a los automovilistas que no se avivaron a cortar por adentro de la ciudad. Llevaban horas ahí con una cara mezcla de embole atómico y resignación. En el trayecto había dos millones de puestitos que vendían cerveza y fernet, punto. Es como imagino que serían las cosas en caso de que yo tuviera, por ejemplo, una casa de empanadas. Carne y jamón y queso maestro, punto. Pero salían también choris y hamburguesas. Sobre la ruta matamos unos fernucos bien cargados. Los vasos medían medio metro de alto. Al recital del Indio se llega puesto. Nada de remilgos ni puritanismos bobos.

Un quilombo para entender la puerta por donde debíamos entrar. Creo que nadie le dio bola a los carteles, solo se caminaba en medio de esa masa gritona y a cada paso un hit de los Redo. La banda de sonido era la gente que seguía la música que brotaba de todo lugar a todo momento. Los drones sobrevolaban el fascinante escenario. No vi un puto milico por ningún lado. Ni uno. Descargamos la vejiga atrás de un conteiner, una, dos veces. Hicimos un poco de tiempo mientras chupábamos algo más. Veíamos pasar esas hordas y no hay ojo ni palabra que pueda explicar el hecho de ser parte de una misma emoción. Hicimos dos cuadras más y nos clavamos otro cervezón violento. El capo de ése almacén la vendía a 35 p, y estaba helada. Para esa altura, el alcohol que se compraba estaba más caliente que Ivana Nadal. Así que me salió decirle al tipo que era un capo. Me sonrió como si fuera un tío que no veía hace rato. Debió ser por mis ojos brillosos.

Al rato nos volvimos a meter en ese río. No quiero contradecir a Heráclito, pero juro que más adelante o más atrás, el río era el mismo. Fluía caudaloso, incesante, preñado de festejo y cánticos.

Llegamos a la entrada y si bien había unos controles, andá que van a andar pidiendo las entradas. Imposible. Gran momento para los que cayeron esperanzados en filtrarse sin gatillar un mango. Adentro, un par de tipos te corrían, o hacían como que te corrían para que no meases alrededor de unas pequeñas construcciones. Al darnos la vuelta quedamos enfrentados al escenario principal, caímos de nuevo en la magnitud del aquelarre. Miles y miles de cabezas hasta el infinito. Con el resto de los muchachos habíamos quedado en encontrarnos a la altura de la segunda fila de torres de sonido. Obvio que no estaban. El grupo quedó dividido. Hora de seguir chupando. No imaginamos lo que vendría. Un caos como el de la puerta doce. Había que sacar el ticket en un puesto, y después ir a pedir el chupi unos metros más allá. Un quilombo padre, y encima teníamos que saltar dos vallas. La cantidad de monos que vi tirarse de cabeza para el otro lado buscando la hazaña, me recordó los documentales donde los ñus cruzan el río de la sabana africana intentando no ser devorados por los cocodrilos. Los pocos que volvían lo hacían bañados en su propia cerveza. Para cuando lograbas salir, te dabas cuenta que la empresa había sido completamente inútil. Uno de los nuestros se ofreció para inmolarse en pos de un par de birruzcas. Y bueno dale gas, le dijimos, y el loco se mandó. Un capo. Llevó tres tickets y volvió con dos cervezas. Cosa e mandinga, no me pregunten como lo logró. De repente apareció al lado nuestro cagándose de la risa y con una cerveza en cada mano. Uno no podía dejar de decirse a sí mismo ¡Qué manera de haber gente, la concha de la lora!

Decidimos ubicarnos en las primeras torres. Enormes columnas donde se desplegaba un combo de parlantes que se alzaban al cielo como un tótem Ricotero. Más atrás había otra. Para adelante, a unos doscientos metros, estaba el escenario principal. Tres pantallas gigantescas cortaban el brillo de una noche tremenda. Remerita, lompa y una campera fina, era suficiente.

A las nueve y media empezó la joda. No me pregunten con qué abrió. Pero sí sé muy bien con qué cerró el show. Apareció el Indio. El sabalaje empezó a llorar, gritar, saltar; se meaba encima de la emoción. Nosotros también. Unos pocos fuegos artificiales, creo, y adentro con la music. Todas las canciones del pelado poseen en un punto un extraño aliento de cancha. El gurú llevaba gorrita con viscera baja, camperita cool y un pantalón de los que usa él. El chabón tiene el control absoluto de lo que pasa en el escenario de principio a fin. Dirige y ubica a todos en un tono paternal indiscutible. Sonaba de puta madre, se le entendía todo. La banda rockeaba que daba pavor. Una bola de sonido rompió la gravedad y empezamos a levitar revoleando lo que se tenía a mano. Dos o tres temas y manda: ¡Mr. Parkinson me pisa los talones! Se me escapó una puteada por lo bajo para Skay, que osó poner en duda su enfermedad. Un frío nostálgico caló en los huesos de todos, y el pelado siguió como si nada. Eterno, enfrascado en una perfección profesional que valía cada centavo de la entrada que nadie cortó.

¿Qué sentís? Un boludo andaba a los gritos preguntándole a todo el mundo que sentía. Dale, una palabra –decía- ¿Qué sentís? Volá de acá idiota, le dije, siento que te voy a cagar a trompadas sino torcés el cogote para el lado del escenario. Creo que fui más agresivo que todo el prejuicio que pesa sobre el gentío Ricotero. Es un ambiente de celebración, no de bardo, o de bardo celebratorio, bien entendido. Nadie va a romper cabezas. Solo yo, que me hincho las pelotas muy fácil con los boludos que parecen vivir adentro de un reality show.

Vamos al lado del Indio, dije, y nos mandamos en scrum para el centro del quilombo, sosteniéndonos unos a otros. Demencial la fuerza que hay que hacer para abrirse paso, son rocas humanas defendiendo la parada. Se me desataron los cordones y varias veces estuve por irme a la mierda. Los brazos de mi hermano me mantuvieron a flote. Ahí entendí la pelotudez más grande de todas: hay que atarse bien los cordones si vas a la boca del infierno. Llegamos adelante y efectivamente te cocinabas al espiedo del calor que hacía. Íbamos de un lado para otro, ahí no existe la voluntad, ni el cuerpo, solo la sensación. Es como cuando el mar juega con vos en la hora en que la corriente tira y afloja. Pasaban minitas desmayadas por encima de nuestras cabezas. Otros eran aplastados contra el para avalancha. Todos boqueaban exánimes, dando la vida por estar cerquita del ídolo. Ahí no es que uno decida como la pasa, la pasás como la mona, y a la vez se te agolpa la felicidad en el pecho. No sé cuánto duramos, pero entendimos que había que salir de ahí a toda costa. Éramos moscas medio asfixiadas luchando en medio de una espesa sopa humana. Si en ese momento te preguntaran dónde te gustaría estar, doy por hecho que dirías que en cualquier parte menos en esa, y sin embargo, es un desmadre encantador. Vámonos a la mierda dije a los gritos, y emprendimos la retirada. La gente volaba de un lado para otro, y las zapatillas eran juguetes perdidos del desorden. Un souvenir vicioso del pogo más grande del mundo.

Volvimos hasta la primera torre. Había un par de vagos tirados en el piso. La noche era un telón de fondo maravilloso. De vez en cuando giraba para ver si todo aquello que estábamos viviendo era cierto. La gran congregación humana, la devoción en carne viva, y nosotros ahí. El Indio despotricaba de vez en cuando: ¿Qué es esto, una pelotudez nueva? ¡Dejen de tirar zapatillas al escenario che! Los cagaba a pedos con la impunidad del que manda. Lo veía y me preguntaba si la lentitud suave con que se movía era parte de la incipiente dentellada de la enfermedad. Pero su voz, mamita, impresionante. Una clase de afinación para improvisados, un tono que ampliaba el significado poético de sus letras. Un brindis por ese Rey que todavía esparce la virtud de una garganta impecable. En cuanto a la banda, qué decir, un verdadero relojito; el pulso exacto de todas las almas que hacían temblar el suelo a puro salto. Hubo mucho de su etapa solista y unas joyas infaltables del repertorio Ricotero.

Comprendí una vez más que el tiempo tiene varias formas de ser. Una de ellas sucede durante el recital del Indio. De la nada llegamos al final con el himno Jijiji. Intransferible. No me gasto en explicarlo. Solo sé que uno deja de ser uno para ser otra cosa. Solo recomiendo vivirlo si es que tienen la oportunidad. Insisto. No falten si existe una próxima vez. Lo digo con tristeza. Más allá de los 120 palos que resultan de multiplicar 600 p por 200 mil personas (no faltan los que alegan eso como única razón de semejante show) ahí pasa algo distinto. Es una primera vez de algo que suicida todo intento de explicación. Vayan.

Volvimos hecho pelotas, bajo el halo dorado de los fuegos artificiales. Parecía que traíamos las torres de sonido atadas a los tobillos. Caminamos como zombies y desfallecimos afónicos al llegar al auto. Para eso tuvimos que caminar como tres kilómetros. Al llegar a la casa de mi vieja, me dijo que desde ahí se escuchó todo muy clarito. Me cagué de la risa y hablé lo poco que pude. Ni me bañé. Me enterré de cabeza en la cama al mejor estilo Perfumo. Estaba fusilado.

Al volver para Mardel vi las mismas escenas de la ida. Una chorrera de tipitos caminando al costado del camino en todos los puntos de la ruta. Me volví a preguntar de qué carajo estaban hechos. Encontré la respuesta en una sola palabra: pasión.

¡Salud Indio! De verdad, ojalá puedas tener mucha salud.

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14/03/2016