Lunes 29 de abril | Mar del Plata
23/09/2015

Látigo en la mano

Después de acicatear a los animales en la corrida final bajo los álamos, Alberto tomó la entrada de su casa sin problemas. Yo seguí de largo. Mi yegua era tan dura de boca que necesitaba por lo menos cincuenta metros más para dar fin a su alocado galope. Volví esquivando los violentos cabezazos que daba…

 

Después de acicatear a los animales en la corrida final bajo los álamos, Alberto tomó la entrada de su casa sin problemas. Yo seguí de largo. Mi yegua era tan dura de boca que necesitaba por lo menos cincuenta metros más para dar fin a su alocado galope. Volví esquivando los violentos cabezazos que daba cuando estaba fuera de sí, briosa, como decíamos. Después de la entrada flanqueada de álamos, quedabas de frente a la casita de los Godoy, más allá se levantaba el puente para cruzar el canal que un día se llevó a uno de sus hermanos y lo dejó atascado contra las compuertas, a la vista de todos, golpeado por el capricho del agua. A lo lejos se divisaba el corral de adobe donde solíamos montar a los animales bajo un sol impiadoso, contentos de llevarnos unos buenos raspones. Pero aquella vez no alcancé a ver todo, sino que lo adiviné, lo supe para mis adentros, ya eran un recuerdo para siempre en mi memoria. Esta vez la atención se detuvo en el padre de Alberto, Don Godoy, un hombre terminado a mano, de rudeza autóctona, seco y rotundo como un buen vino tinto. Algo andaba mal. Alberto se había bajado del potrillo y lo sostenía de las riendas, resignado, con la cabeza baja, esperando el sermón de su padre. A este último, un yeso le cubría la pierna hasta la altura de la rodilla, y apenas si se sostenía sobre la muleta. El tambaleo se debía a la necesidad de disimular su merma física delante de los demás. Llevaba una aureola de sudor bajo las axilas y otro círculo se le dibujaba en el medio del pecho, cortando el blanco de la delgadísima camisa. Como pudo, avanzó tres pasos.

-¿Qué te dije a vos? –preguntó.

-Que por nada del mundo montara este potrillo.

-Ajá – dijo, y esa expresión que daba todo por hecho fue lo último que se le escuchó.

De la nada apareció en una de sus manos un látigo trenzado. Alberto no atinó a moverse. Tampoco lo hizo cuando Don Godoy, de un solo gesto, lo descargó sobre él como una ráfaga, cortando aire ropa y piel. El ruido espantó a mi yegua e hizo lo propio con el potrillo que rápidamente se perdió por los sembradíos. Tres chasquidos más y yo sin poder hacer nada. Pensé en atropellarlo pero me quedé de una pieza, expectante, creyendo que Alberto se echaría a correr despavorido hacia cualquier parte, o bien lo mataría a golpes ahí mismo, cosa perfectamente posible, ya que su porte excedía por lejos el esmirriado aunque curtido cuerpo de su padre.

Nada de eso pasó.

-Pendejo de mierda- gritó Don Godoy y se dejó caer al suelo, vencido, para luego empezar a darse golpes de puño sobre el yeso.

Alberto levantó la cabeza como un santo.

-¿Ya te sentís bien? –le dijo, y acercándose lo envolvió en sus brazos. Eran un ovillo humano, una sola cosa.

Me fui del lugar con un galope suave y corto que mi yegua jamás volvió a concederme.

23/09/2015