Domingo 19 de mayo | Mar del Plata

En terapia

Publicado por el 16/09/2015

El auge de la feminización viene calando profundo. Hay un modelo de hombre blandengue que asoma desde hace un tiempo. Me causa asombro que muchos salgan de la trinchera agitando la bandera blanca ni bien arranca el tiroteo. Todos dicen que es la complejidad atiborrante de los tiempos que corren. Me imagino que eso se traduce en una ansiedad creciente, combinada con una búsqueda de bienestar que nunca llega. Con todo esto han brotado como hongos todo tipo de terapias que se venden bajo la forma de la solución inmediata donde solo hay que contribuir con la mera voluntad; la mera voluntad y…

-Ya sé que lo ves raro porque soy varón y me conocés –me dijo el primer día que nos cruzamos- pero mirá que esto te relaja y te deja como nuevo. Te juro que sentís que sos otra persona.

– Ajá, mirá que bonito che ¿y cuánto garpás por mes?

-Seiscientos pesos pero eso es lo de menos. La tranquilidad es impagable.

-Ok, como quieras.

Freud, que ya se había pelado los cuernos hasta descubrir el inconsciente y la razón de los problemas, venida del aparente bardo del trauma sexual irresuelto, termina a veces aventajado por la descomunal inventiva contemporánea; muchos han corrido un toque el diván y le han dado la bienvenida a toda clase de movimientos y prácticas muy originales, por decirlo de algún modo. El auge del clavo al rojo vivo funciona bajo los síntomas de la desesperación, siempre. La gente cree que hay algo específico que la pondrá a salvo de la desafinada orquesta que musicaliza su vida, y la batuta la tienen en sus propias manos. Entonces aparecen, por poner un ejemplo, la Terapia emocional con mascotas; divina ocurrencia donde se “bullyinean” bichos de toda índole, que nada entienden, que nada saben de la maraña mental de sus amos, y que no piden ser humanizados porque son los que son: animales.

-¿Otra vez vos? Ta dicho que, o no nos cruzamos nunca, o nos cruzamos casi todos los días.

Reímos por no saber qué otra cosa hacer.

-Me prendí con Catriel –me dijo- en una onda muy copada donde aprendés a reconocer a los demás a través de los ojos de tu mascota y algunos ejercicios.

-¿Quién es Carriel?

-Mi caniche toy mini.

– ¿Te compraste un caniche toy y encima le pusiste Catriel?

-Sí, hago gimnasia con el. Es impresionante el cariño que te dan los animales.

-Claro.

-Me voy porque estoy llegando tarde.

-¿Cuánto?

-¿Cuánto qué?

Le hice una seña frotando el índice con el dedo gordo.

-Eso no importa, ya te lo dije.

Me quedé viendo cómo se alejaba al trote con el perro entre los brazos, y me pregunté sobre la necesidad de agregar la palabra mini a ese cuzco.

También sobran los gurúes, de idéntica caripela que Bin Laden, pero sin tirar bombas ni andar como cabra entre las montañas rocosas. Estos sobreviven poniendo cara de De la Rúa, pero al final siempre pasan por caja. Cuentan que son la emancipación de las ataduras del yo y toda esa cosa que funciona bárbaro hasta que una mujer se topa con una vidriera o un fulano pretende cambiar el auto. La teoría es sencilla. Se trata de desagregarte problemas buscando un punto cero, digamos, un descarte progresivo del deseo material y el contacto final con tu ser interior. Pero claro, a veces hay que comprar unos anteojos de marca, o hacerte un viajecito afuera, o bien bandearte con el último modelo de celular que está imperdible. El ser interior puede esperar; nadie dijo que hubiera que ponerse un plazo. A fin de cuentas, la gente tiene toda la vida por delante, ¿no?

-Ya no siento que necesite nada. El Nayajadi Satinanda –transcribo lo que entendí fonéticamente- es la gran puerta de entrada hacia el “conócete a ti mismo”.

-No sé de qué me hablás –dije-, es la tercera vez que te cruzo, siempre andás en algo nuevo, eso que dijiste es Nietzsche y estás mezclando todo. En fin, ¿Quién es el sujeto de nombre impronunciable?

-Alguien que te hace olvidar de las frivolidades y ocuparte de lo importante.

-¿Ah sí? ¿Y es gratis che?

-No.

-Ajá. ¿Y le pagás en efectivo o con tarjeta de crédito?

La luz verdadera llegó según muchos con la regresión hacia vidas pasadas. Vaya enrosque. Me hizo acordar a la película El origen (un sueño dentro de un sueño dentro de un sueño; uf, demasiados niveles) solo que uno acuerda bailar con la ficción y lo gestiona a través de un boleto de cine o un rato en Netflix. Los que pegaron el viaje (así llaman al tren de las vidas pasadas), dicen que un tal B. Weiss, tiró los cimientos de la inacabable procedencia humana, otras vidas desde donde nació todo este berenjenal que nos puede la paciencia en el presente. O sea, que al problema de la vida actual había que agregarle el quilombo de otras vidas anteriores, en caso de dar por cierto el discurso del bueno de Brian. Un rewind que intenta ponerte los patitos en fila para que te avives de hacer las cosas bien de una vez por todas. De lo contrario quedarás loopeado indefinidamente hasta que aprendas y llegues a la plenitud abstracta donde no hay dolor ni angustia ni muerte. Tampoco un buen par de tetas eh. No sé si estaría bueno un lugar así, sin nada malo que hacer, sin el Show de Marcelo, pero bue. Cada cual con lo suyo.

Uy, de nuevo este flaco.

-Ey, ando con lo de las vidas pasadas. Una genialidad. Yo fui otros en otras vidas, ¿Sabés?

-Sí, como ahora, que nadie sabe quién sos.

-Sí, pero esto es otra cosa, no entendés nada. Es un viaje a otras vidas, reloco, psicodélico, yo creo en esto, y es más, empiezo a sentirme muchísimo mejor.

-Mirá vos che. ¿Y ya con esto se terminan tus bajones depresivos y tu cóctel de pastillas para dormir?

-Qué jodido sos eh. Vos porque te pensás que solo vas a poder con todo.

-Puede ser. Pero al menos es gratis.

-Ya vas a caer.

-Nunca digo nunca.

-Me voy, tengo clase de Reiki con imposición de manos y después un curso de vida interestelar.

-¿Vida interestelar?

-Sí, chau.

-Cheeee!!

-¿Qué?

-¿No probaste con un yogur?

-¡Andá a cagar!

 

 

Cualquier cosita arranquen

Publicado por el 10/09/2015

Somos grandes, el tiempo ha hecho su trabajo y aquí estamos, en la lucha, con una vida que es como quiere ser y no como pensamos que iba a ser. Voy más allá de los que se forraron en guita, los que se quedaron pelados, los que tienen una familia genial (ninguna familia es genial) o de aquellos a los que sorprendió la parca con una sonrisa grandota y un abrazo a puro hueso. Digo que la vida es un devenir sin guión, una botella arrojada por un náufrago, y que las cosas están donde tienen que estar, sea esto un castigo o una bendición. Y lo digo porque de pronto me vi inmerso en un grupo de whatsapp.

Alguien, a quien la nostalgia le pellizca los talones, quiso juntar esos pedazos que el tiempo hizo volar por los aires, esas vidas desperdigadas, ahora desconocidas, que alguna vez formaron parte de una misma cosa. Juzgué las razones por las cuales debería acceder a tal pedido. Repasé mentalmente aquellas vidas, sus nombres, lo que significaban para mí, el papel que cada uno jugaba para el resto, y me dije que estaba bueno dejarlo así, tal cual podía recordarlo. Después me pregunté con cuántos de ellos me gustaría haber tenido una relación fluida, un contacto frecuente. No supe contestar eso más que con lo que pasó. Ninguno de ellos formaba parte de mi vida actual, ni siquiera de un modo fantasmal y secundario, circunstancial o forzado. No tienen nada que ver conmigo, ni yo con ellos, aun cuando el recuerdo les otorgara la potencia sentimental de una foto familiar.

Lamento decir que todo eso ya no existe, y que vivir es ir dejando atrás ciertas cosas, no por malicia o taradez fóbica, sino porque nada es lo que era.

Es pueril creer que la evocación será capaz de recrear el punto exacto, la magia irrepetible de un momento dado. Quizás en esto haya más de morbo que de comunión. Casi un cinismo comparativo donde poder reubicarse en el mapa de la vida. Pero por sobre todo, una innecesaria tortura que doblega al niño interior.

Tal vez solo soy un ogro, un ogro de ciudad feo y sucio, que desea mirar la vida desde el punto en el cual está. Me cuesta ponerlo de otro modo, en sí, no me interesa verlos, descorrer el velo de esos Dorian Gray. Es un no directo y sincero. No lleva excusas bobas de no puedo. Soy un ogro, ya lo dije; pero un ogro que cree en el azar como maestro de ceremonias.

Una vuelta volví a la casa donde fui niño, un pueblito donde los relojes no cuentan. Me saqué una foto en la vereda, con la casa de fondo. Tenía el mismo aspecto que hace décadas atrás. Tanto que pensé que yo mismo saldría hecho un niño a darme un abrazo. Después, desde el patio de una conocida que seguía viviendo a la vuelta, me trepé para ver mi viejo patio, y lo vi mucho más chico, igual que las calles que supe andar. Las dimensiones extraordinarias del niño caían bajo el peso de la perspectiva adulta. El mismo desorden puede aplicarse a las relaciones entre pasado y presente. La mirada infantil, el mundo que lo circunda, la dimensión de aquellas personas que compartieron el acontecimiento de empezar a vivir la vida, también están afectadas por cierta distorsión de la sensibilidad. Con el tiempo, hasta los padres dejan de ser geniales y se convierten en seres imperfectos. Jugar deja de ser todo lo que incluye vivir, y empezás a enfrentarte con las cosas y a tener que trabajar para conseguirlas. Descubrís que la muerte no es una posibilidad sino una certeza, y acaso llegues a saber que los compañeritos de tu querido y antiguo colegio (incluyéndote) no se parecen en nada a lo que recordás. Todo sucede en un plano distinto.

Ahora estás ante Morpheus con los brazos extendidos y una píldora en cada mano. La azul: el cuento termina, despiertas en tu cama creyendo lo que quieras creer. La roja: permaneces en el país de las maravillas y te muestran qué tan profundo llega el agujero del conejo, y todo lo que te ofrecen, por crudo que pueda ser, es nada más que la verdad.

Los libros no se devuelven

Publicado por el 02/09/2015

La vuelta que la vi en la librería fue la más incómoda de todas las situaciones. Ahí estaban todos esos libros; la antesala de un alcatraz muy vivo, anticipatorio, delator. Mi culpa crecía. Lograba ver a mi probable verdugo entre las estanterías, caminándolas. Adivinaba su andar despreocupado, sin tiempo, haciendo de sus ojos un panóptico literario. Lo sé porque hago lo mismo. Todo lector de ley se permite la íntima familiaridad de husmear con precisión quirúrgica el canto de cada libro, y los ojos, en revoleo descontrolado, son una infernal y celosa maquinaria que todo lo ve, hasta que algo le dice “acá”. Caminé sin quitarle la mirada de encima. En ella subsistía la languidez de siempre y su particular forma de ladear la cabeza. De verme, yo estaría condenado a hablar de aquel libro que supo prestarme cuando éramos novios. Recuerdo el lugar exacto que ocupaba en el estante del que lo tomé. El flechazo fue instantáneo y empecé a hacerlo mío desde el primer momento. Una figurita difícil. Se lo robé, a conciencia, esa es la palabra, desde antes de pedírselo, y creo que ella lo advirtió.

-No presto ningún libro -me dijo con la misma paciencia asesina de Steven Seagal-. Y no vas a ser el primero ni el último en odiarme por eso.

-Comparto –dije, y sin pausa seguí con mi delicada estrategia-. Pero no soy uno más, soy un devolvedor serial y no existe persona que pueda reclamarme ni una sola cosa-. No usé la palabra libro en mi anticipado alegato.

-Ajá, ok. De no ser así esto puede terminar muy mal. Lo sabés.

Me lo sacó de las manos, lo agarró fuerte y se lo llevó al pecho; luego me lo volvió a dar. Ambos conocíamos las leyes de los libros prestados. Hay algo en ese momento que debemos aceptar como tal, aun cuando parezca estúpido: Un libro prestado es un amante caprichoso. Una vez que ha caído en tus manos, es inútil que le llames un taxi. Se quedará en tu lecho con su alma de gato y tus propios libros lo asumirán como un hijo adoptivo, tan naturalmente como un niño acariciaría un perro callejero.

De la librería zafé por los pelos, no me vio. Esconderme de un viejo amor por un libro parecía no menos que absurdo. Encima la suerte colaboraba poco. Ella frecuentaba los mismos lugares con alarmante coincidencia. Sabía que todo terminaría pronto. El inevitable cara a cara estaba muy cerca, y entonces todas las excusas tendrían un valor igual a cero.

Sucedió lo previsto dentro de un supermercado. Al verla, intenté disimular y me agaché en busca de una crema de zapatos; odio los zapatos, usar zapatos me hace sentir como si tuviera joroba. Me chistó al viejo estilo, y al correr la vista vi sus zapatos, aquellos que en su época me costaron un ojo de la cara. Una gota de sudor se desbarrancó desde lo alto de mi cabeza. Cerré los ojos, estaba jugado.

-¿No te estarás escondiendo de mí? –dijo, y repiqueteó uno de sus pies, su antiguo modo de mostrarse indignada.

Me anticipé a la vergüenza de la siguiente pregunta.

-Sí, lo tengo yo. Te juro que pensaba devolvértelo en estos días.

-No sé de qué hablás. No necesito nada de vos desde hace muchísimo tiempo. Es más, te voy dejando porque mi marido me debe andar buscando entre las góndolas.

No lo pude soportar más. Al otro día caí por su trabajo. Miré el libro como se miran las cosas por última vez. Había llegado a convertirse en una extensión de mi propio ser, como todos los libros que valen la pena. Y resultaba ser que lo devolvía, sin dudas me había convertido en un idiota. Me acordé de ella mientras le avisaban que la esperaba, de los momentos donde el drama de la ruptura es todavía impensable, ilógico. Salió de una de las puertas y me sonrió como si yo fuese un cliente antes que un recuerdo importante.

-¿Sí? –dijo.

-Acá tenés, disculpá –estiré el brazo con el libro.

Vi que la cara le cambió para mal, como si en el mismo instante algo le estrujase el corazón. Ya no tendría motivos para acordarme de ella. Creo que lo supo.

-No lo quiero –dijo con voz de jefa-. Nunca te pedí que me devolvieras nada. Me hubiese alcanzado con que te acordaras de otras cositas a su debido tiempo. Llevalo nomás.

Pronunció lo último como quien se enfrenta a una verdad tardía e irremediable.

-Gracias –respondí sin saber por qué; no había nada que agradecer.

Solo debí irme del lugar en el más absoluto silencio.

Doble Vida

Publicado por el 26/08/2015

Todos quisieran llevar otra vida. Lo escucho todo el tiempo, son voces incontinentes, relatan con sufrida letanía la vacuidad de sus horas. Si se escarba hondo en sus vidas, encontraremos otra, un cajón falso, un proyecto inmoral que ninguno plasma pero que todos anhelan. Lo vi en medio de la fiesta, a través de los rostros de los invitados, intentando hacer su mejor papel, bebiendo de la copa segura. Alguien propuso un juego: contar el proyecto de persona que querrían ser, la revelación de una vida más feliz. Nadie pisaba el palito. Admitirlo era quedar desnudo, débil, equivocado. Pero esa noche hubo un valiente. En medio de un reguero de botellas y el  humor de la noche en alza, apareció el sincericida. Una rara mezcla de protagonismo y estupidez.

-Yo quisiera tener otra vida –dijo- y pegó el mentón al pecho como un chico arrepentido. Estaba tirado en un sillón mullido que cortaba el gran living por la mitad.

-Atención, atención –grito el anfitrión, curioso y listo a llevar la batuta-. El señor acá, va a contar que clase de vida le gustaría tener. Es un viejo compañero de trabajo de mi mujer y está dispuesto a hacernos pasar una gran noche.

-No estoy seguro de querer contarla, pero sí de querer vivirla.

Debía estar desesperado, algo dentro de él pugnaba por salir. Arrojarse a los leones por pura gracia, sin necesidad ni premio, era muy osado, además de tonto. En una noche de alcohol se busca la presa; los ojos dañinos quieren circo y flagelación. Pues ahí la tenían, de regalo, sin haber movido un dedo. Rumoreaban sin parar. Habían sido eximidos de la pose por este Cristo; las máscaras caían y la vulgaridad empezó a asomar su rostro. Aproveché para irme acercando al centro de la escena, a aquel hombre que estaba a punto de inmolarse.

-A ver –insistió con tono de borracho que ha perdido el tacto- levanten la mano todos los que desearían tener otra vida.

Todos rieron y se miraron entre sí. Levantaron sus vasos, se tocaron por lo bajo, agitaron las cabezas hacia los lados. Les habían cantado piedra libre. Quizás no exista otra pregunta tan letal como la que acababan de recibir en sus propias narices.

-Muy bien… –el dueño de casa iba por más-, que nuestro amigo nos cuente sobre esa otra vida que desearía tener. -Sacó del bolsillo un par de billetes de los que habrían de sobrarle siempre, y los arrojó al aire.

-No se trata de dinero sino de cosas –el confesor se sintió tocado–, elementos que son parte de la vida de otros y no de la nuestra. En sí, no cambiaría nada de esto que llamo mi mundo, por miserable que pueda ser. Es algo distinto.

Un silencio aterrizó sobre todos y las bocas callaron y los movimientos se hicieron lentos, controlados. El timbre de su voz se volvió apocalíptico. Algo invisible iba creciendo al amparo de cada nueva palabra.

-Ok, ok- dijo el anfitrión y se puso muy cerca de él y lo miró a los ojos-, hagamos de cuenta que me prendo en la joda, y que yo soy tu contrincante. Veamos quien tiene la mejor historia que contar –su voz sonó desafiante.

-Me parece justo. A la cuenta de tres y los dos al mismo tiempo, como si nos hermanara la misma desgracia ¿sí?

De la nada surgió un duelo, como dos carneros dispuestos a chocar su ornamenta porque sí.

-Bueno, bueno buenoooo –intervine yo a boca de jarro, árbitro de una disputa a la que nadie me había llamado- Voy a ser el que de la cuenta. ¿Está bien?

-¡Síííí! -Gritaron todos.

-Muy bien, todo listo. A la una, a las dos, y a las…

Caminé unos pasos y me tiré arriba de ambos con los brazos abiertos. Jugué al borrachín que lo arruina todo y sin embargo posee la impunidad corriéndole por las venas.

-Hay que seguir con esta puta noche –alenté- y todos gritaron y alguien subió la música y el aire fresco que entraba por las ventanas pudo sentirse al fin en los pulmones.

Yo lo había visto todo durante el transcurso de la fiesta. El confesor quería blanquear su amor con la mujer del dueño de casa. En frente de todos, pero especialmente en su cara. Hay información que se devela bajo formas sutiles para el buen observador. Y yo lo había advertido en el cruce cómplice de miradas de los amantes, en la inocultable emoción que se debatía entre ellos. Hubiera sido un desastre. Preferí que la vida que llevaba cada uno siguiera siendo la misma. A final de cuentas todos quieren seguir teniendo ese doble fondo donde guardar lo que no se puede decir, lo que de todas formas, no se quiere tener.

Amores de pared 

Publicado por el 19/08/2015

Habían escrito sus nombres en la pared. Ahí, en esa suerte de pizzería/barcito sin alardes; un lugar donde sentirse simpático, cómodo y de algún modo contento. Ciertos estados del alma se dan en momentos inesperados. Eso solo está ahí y es suficiente.

En ese bar vi cuán cariñosas pueden ser las personas al manifestar su amor bajo formas totales, los para siempre propios del influjo soñador de los amantes. En las paredes no cabía más nada, ni siquiera en el techo. Dios tiene 99 nombres, el amor se nombra de mil formas distintas.

Estos dos tortolitos que observaba, escribieron los suyos mirándose a los ojos, tal vez en el último resquicio libre que el destino demoró para ellos, así después podrían volver a buscarse y reír tontamente que es como se ríen los que aman. Me alegré por ellos. Nunca he podido hacer eso. Confundo la ceguera pueril a la que conduce el amor con la cursilería. Solo puedo hacerlo en chiste. Pero me da placer verlo en los que sí se atreven a ofrendar tales debilidades románticas.

Les sirvieron pizza y cerveza. Después vino el postre; ella pidió uno solo y cada tanto le daba a él en la boca. Jamás pararon de reírse y de moverse, tenían hormiguitas caminándoles por dentro. Embriagados, se arrojaban a través de sus miradas sabiéndose encontrados. ¿Cómo olvidarlos? Era la escena perfecta.

Volví a ese lugar tiempo después. Todos somos perros de Pavlov. Así que de nuevo estaba ahí, y sin ser muy afecto a las coincidencias, acuno una frase cuando ocurren: las cosas te buscan. Y capaz que es así, o tal vez no. Pero cuando algo insiste en cruzarse en mi camino, estoy a favor de creer que es por algo, razonamiento que es una simple y libre interpretación de hechos fortuitos. Como sea, en la misma mesa de aquella recordada pareja, había otra. Increíblemente advertí que se trataba del mismo tipo, otro corte de pelo, más juvenil tal vez, pero sin dudas era la misma persona. En frente suyo, su mujer y un crio embutido en un portabebés.

La primera sorpresa me la llevé antes de entrar, porque el barcito ya no era aquel barcito. Nuevo nombre y nueva dueña, casi idéntico, pero sin el alma del anterior. Adentro también había cambios. Todos los nombres de los enamorados, pintorcitos rupestres de pizzerías modernas, habían quedado sepultados bajo una reluciente pintura blanca. Me pregunté qué habrían sentido al descubrir que su amor ya no estaba escrito en la pared.

Ella se levantó y pasó delante mío hacia la zona de los baños. Entonces vi que en realidad no era ella; no era la misma mujer que yo había conocido. Era otra. Una que en otro tiempo se había llamado de otra manera, y había pensado quizás, que dos nombres encerrados en un corazón de tinta, alcanzaban para sellar un amor para siempre.

Shit happens

Publicado por el 12/08/2015

Me crucé con un amigo que no veía hace tiempo. De esas personas que uno pondría en un cuadro con la siguiente inscripción: “Hete aquí un hombre ejemplar”.

Llenar la vida de buenas acciones es más difícil de lo que se piensa. Especialmente porque no se trata de hacerse bien a uno mismo, sino a los demás. Hay que tener talento para eso; una predisposición espontánea, sin titubeos. Está lejos de enrolarse en el simple valor religioso de concurrir a misa y venerar a Dios. Bah, él, mi amigo, el ejemplar, opina eso. Ser mejor persona, dice, escapa a la factura ritualista con que la gente suele tapar los agujeros de su vida. Fue lo primero que recordé al volver a verlo. Nos estrechamos en un fuerte abrazo y nos fuimos a tomar algo para descomprimir juntos el tormento contemporáneo: el aburrimiento.

El lugar lo eligió él. Fue preciso, rápido, masculino. Creo que las ventajas del género (me arrepentiré de decir esto porque los hombres de hoy son casi las mujeres del mañana) al descartar la artificialidad, exige solo una condición, y es que la compañía valga la pena. Luego, el lugar es la compañía. Como en los viajes, no se trata de tener acceso al paraíso y a hoteles de lujo con cinco cubiertos, sino a quienes son capaces de hacer de esos lugares algo hermoso y distinto. De modo que entramos a un barcito medio pelo, unas mesas mal cuidadas, gente, muy poca, con la miraba baja, un tipo detrás del mostrador con un palillo en la boca, un televisor colocado en lo alto, y en mute, Crónica con sus colores infernales.

En tren de charla, mi amigo me contó que tenía una hija maravillosa, la luz de sus ojos. Y era cierto, porque vi que los suyos se iluminaron al nombrarla. Te creo, le contesté. No sé por qué dije eso, no era necesario. Hay que ser muy hipócrita para hablar de los hijos diciendo una cosa por otra. Calculo que hay gente que miente hablando de sus afectos más cercanos, pero también debe ser gente a la que no se le iluminan los ojos. La conversación siguió girando alrededor de su hija. Me dedique a escucharlo, emocionado a la par de su abstraída ternura. Después aparecieron las típicas anécdotas, esos déjà vu que activan el sabor a comedia de los tiempos pasados; reímos hasta volver al punto que nos convirtió en amigos. Supe que seguía con sus obras de beneficencia en los barrios, algo que lo alejaba de la ética berreta, del equipaje solidario que nadie quiere echarse al hombro. Él hacía de este mundo algo mejor. Aproveché para agradecerle en nombre de todos los que no movemos un dedo.

Nos comimos unos platos de lentejas que vinieron como anillo al dedo. Tengo que aprender a cocinar estas cosas, dijo, así puedo ayudar en las cocinas de los comedores. Sí claro, le respondí, y salté a otro tema porque cada palabra que decía horadaba la comodidad estúpida de mi vida fácil. Estar delante de un altruista, un hombre con sentido real sobre el dolor ajeno, un activista movido por el amor al prójimo, permite sentirse pésimo por lo que no se hace, y es gratificante por la extraña experiencia de quedar envuelto en esa fuerza que explica el sentido de la vida: el amor. Casi le dije que me buscara cuando precisara una mano. Pero no lo hice. Soy un tipo que admira antes que un tipo admirable.

Su celular empezó a moverse encima de la mesa. Disculpame, me dijo, y atendió. Sí, sí soy yo, mmjj… ¿qué pasa? Primer silencio. Apuró al que hablaba: dígame de una buena vez qué pasa, no me ande con vueltas, sí hombre, claro que soy yo, soy su padre, dijo. Segundo silencio largo, los ojos como platos.

El televisor mostró una imagen aérea. Abajo, el zócalo describía el escenario: Tragedia en la ruta: una joven muerta y quince heridos. De algún modo sentí la conexión entre eso y lo que acababan de comunicarle a mi amigo.

Arrojó el teléfono sobre la mesa y hablaba como ido. Algo pasó, algo pasó en la ruta, dijo, mi nena, el viaje de egresados, los chicos…Tranquilo, le dije, intentando calmarlo.

Quería que se quedara de espaldas al televisor, pero se dio vuelta, y al hacerlo,vio las imágenes y se tomó la cabeza con ambas manos. Algunos autos bordeaban el desastre. Podía observarse la carga de un camón desparramada sobre la ruta, y más allá, un micro volcado de lado en la banquina. El aire olía a azufre. Pero pará, insistí, no te pongas loco, andá a saber cuál es la situación. Ahí lo dicen, lo dicen, mirá,mirá, gritó, son ellos, son los chicos, es mi nena, mi nena. Atiné a tomarlo del brazo, quería contenerlo, abrazarlo. Se echó sobre mis hombros y mientras lloraba dijo algo que jamás pensé que un hombre ejemplar como él podría llegar a decir:

Ojalá que no sea mi hija, dijo, ojalá que no sea mi hija.

El gringo

Publicado por el 05/08/2015

De vez en cuando el gringo y yo estudiábamos juntos. Vivía en una casita austera donde solía flotar un leve tufillo a patas. Al padre le importaba un corno si habíamos llegado bien, si teníamos deberes o tanta hambre como para devorarnos un mueble. Solo andaba por ahí, en un estado de somnolencia, y rascándose a la altura del huesito dulce. Cuando quería algo, le tiraba al gringo con un repasador. Pero no pronunciaba ni una sola palabra. El miedo hace que todo lenguaje, por corto o disparatado que pueda ser, alcance con rapidez su modo de ser comprendido.

Yo nunca le decía a mi amigo de no ir a su casa cuando me lo pedía. Él era muy bueno, pero contaba con la desgracia de tener un ogro como padre. De la madre difícilmente se tuvieran noticias. Nunca se sabía dónde andaba. Después lo supe del todo. Andaba con otro. De modo que jamás había olor a comida en la casa. Ya dije a qué había olor.

—Qué hacen ustedes dos —preguntó Don Hugo. Así debíamos llamar al jefe de la casa. Deduje que lo de gringo venía de otro lado. Si no mi amigo sería el gringuito o algo por el estilo. Yo qué sé; todo era muy raro. Incluso cuando el gringo lo llamaba papá, el hombre respondía con un: “más respeto pendejo, yo soy Hugo, y para vos Don Hugo, ¿tá? Fin de la discusión.

—Que qué están haciendo, dije —volvió a insistir Don Hugo amuchando los dedos y el rostro.

El gringo ni se movía ni atinaba a contestarle, como si todo le importase un pepino. Apenas si se le movieron las cejas como queriendo señalar los cuadernos. Tardaría en darme cuenta de que estaba paralizado.

—Siempre el mismo pelotudo vos —siguió diciendo Don Hugo, y sin aviso ni tiempo le dobló la cara de un chirlo. La cabeza del gringo volvió a su lugar muy despacio; imagino que la lentitud tenía como fin disminuir la violencia. Al levantar la mirada vino otro cachetazo de novela: ¡Plaf! Por suerte yo no la ligué. Igual no sentía miedo. Nunca he sentido miedo ante las situaciones extremas, nunca. Es muy raro pero es así. Solo me quedé pensando en la impunidad y la sinrazón de golpearlo de ese modo. No había hecho nada malo, ni violado ninguna regla, nada más estudiar en riguroso silencio.

Terminamos de tomar la leche y de hacer los deberes hablando bien por lo bajo. Don Hugo se había retirado hacia la pieza. El olor a patas también se esfumó.

Miré por la ventana y vi que el sol caía. Las cosas empezaron a ser devoradas por las sombras. Optamos por tiramos en un sillón a ver la tele. La hora de los dibujitos había quedado atrás. Había que mirar lo que hubiese. Las mieles de la tecnología eran todavía un futuro inimaginable. Los niños aún sabíamos aburrirnos por horas sin molestar a nadie. En la pantalla un tipo le mordía el cuello a la mujer pulposa mientras esta fingía luchar para deshacerse de sus brazos. Los gemidos se interrumpieron por los pasos arrastrados de Don Hugo. El gringo entró en una desesperación ridícula hasta intentar tapar el televisor con el cuerpo. El padre se sentó en el extremo del sillón y se quedó mirando al lado nuestro hasta el final de la escena. Luego empezó a asentir con la cabeza, y respiró profundo.

—Ajá, bien, muy bien —dijo. —Estás autorizado a ver este programa—. Estás, dijo. No usó el plural, yo no existía en aquel cuadro. Me preparé para otra de sus jugadas. De seguro volvería a golpearlo para acrecentar la fuerza de su cinismo.

—Esta novela —dijo—no tiene nada de malo.

Lo que puede haber de malo en una familia, o de supuestamente bueno, es algo que me pregunté en ese momento. No golpeó a su hijo, solo se levantó del sillón y se fue.

—Y sigan, sigan viendo sin miedo nomás —agregó Don Hugo.

Después desapareció en medio de la penumbra que ya casi oscurecía del todo los ambientes de la casa.

El príncipe azul

Publicado por el 29/07/2015

Por la vida amorosa de mi hermana habían pasado un par de novios sin pena ni gloria, de los que se miden por el poco tiempo que se nota que les queda. Cuando el reloj le dijo nos vemos al último flaco, este emprendió un retiro indignado, profiriendo como una maldición la inocente profecía de los cuentos: “Esperá sentada que ya va a venir a buscarte tu príncipe azul”. Ella se tapó la boca porque no se aguantó la risa.

Al rato de haberse ido, vi que tiraban algo por debajo de la puerta. Olí un sobre perfumado y escrito con una caligrafía primorosa. “Iré por ti, mi amada”, decía. Era obvio que el flaco se había quedado muy enganchado con mi hermana y pretendía impregnar el mensaje con un toque de humor romántico. Sin dudas, quería compensar su irrespetuosa despedida. Pensé que en cuestiones sentimentales, la gente siempre se despide por partes, en cuotas, como si debiera amarse a través de la esperanza en vez de hacerlo por el propio amor.

Debía avisarle a mi hermana. Pero en vez de eso, me tenté en abrir el sobre. Tal vez quería calcular la clase de amor, el peso del candidato por medio de sus palabras. A fin de cuentas se trataba de mi sangre, y si bien nunca he sido un vigilante, la curiosidad me ganó bajo la forma de un juego, que es la mejor manera de justificar los irreversibles embrollos en los que uno suele meterse. La cartita que guardaba el sobre decía más o menos así:

“He sido invocado por la suerte y gracia de los azares del tiempo y del misterio. Vivo la consumación de la unión perfecta, la encarnación de los sueños. Todo es por ti, amada mía. Eres la fuente de todos mis anhelos. Te amo.”

¿Todo es por ti? ¿Eres? Uy, me dije, qué chifladura tiene este muñeco. Más que amor, necesita un buen chaleco de fuerza. ¿Qué hacer? Advertir a mi hermana o carajearlo ni bien apareciese de vuelta. Lo segundo, pensé, sin dudas. Hay que atender a estos borders a los que una mujer jamás podría pararles el carro. Me quedé expectante y enseguida salí para ver si lo veía. Existe un historial de pelotudeces bastante ridículas que todos estamos dispuestos a cometer por amor. Así que no sería raro que estuviera merodeando cerca de la casa, pensando tonterías tales como ponerse a gritar que la amaba o cualquier otra boludez de noviecito herido. Por suerte no vi moros en la costa. Volví a entrar y en el segundo siguiente, tocaron el timbre.

—Yo voy —dijo mi hermana.

Siempre quiere ser ella quien abra la puerta. Creo que se debe a que las mujeres precisan siempre de novedades, y una puerta siempre aparenta esconder alguna.

—Tranquila —le dije—, yo estoy acá, yo abro.

Al abrir la puerta vi una especie de calamidad, con un parche remendado en el bolsillo de su saco maltrecho y descolorido: Príncipe Azul, decía. Estaba esperando que me preguntara si tenía algo para darle, pero en vez de eso me dijo que venía a buscar a mi hermana. La llamó por su nombre y agregó “mi amada” al principio de la frase. Luego se paró muy recto con la carita alborozada, las manos juntas sosteniendo una flor, y los ojitos brillosos. Jamás le había visto la cara a tan extraño sujeto. Alcancé a olfatear en él el mismo olor que tenía el sobre que había llegado hacía un rato. Me asomé un poco más y vi un caballo blanco que se estaba morfando el rosal de mi vieja.

—¿Es tuyo? —le pregunté.

Movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo, y volvió a quedarse tieso y sonriente. Tenía que actuar rápido. O bien mi hermana sacaba los pretendientes de una jaula de locos, o habíamos subestimado la cantidad de tumbados que caminan por las calles.

—Mirá, loco —le dije—  todo bien con vos pero si no te borrás ya mismo, es probable que te rompa la nariz de un trompazo, ¿se entiende lo que digo?

—No —respondió.

Antes de surtirlo pensé que con un buen baño y unas pilchas más o menos, podría ser uno de esos actores de las novelas que dicen lo que las mujeres esperan escuchar y ver. Alguien agradable con quien pasar el resto de la vida.

En el trayecto que llevó mi puño desde donde estaba hasta su nariz, supe que era la persona ideal para mi hermana, la que aprobaría toda la familia, y la que la haría feliz por siempre. Parecía haber viajado vidas enteras antes de hundir su dedo en el timbre de casa. Segundos después lo vi subirse a su caballo con la nariz ensangrentada y medio tambaleante. Me miró un instante antes de doblar la esquina. Sentí que la mirada transmitía algo parecido a la sensación de un sueño.

—¿Quién era? —preguntó mi hermana.

—Unos rompepelotas de no sé qué religión —le dije, y cerré la puerta apretando el sobre perfumado hasta hacerlo un bollito.

La verdad sobre Papá Noel

Publicado por el 22/07/2015

No se deja de ser niño con la muerte de una mascota. Ni cuando las chicas ven a sus muñecas como adornos. Tampoco cuando decidís lo que está bien y lo que está mal. Ni siquiera el día que besás a alguien con los ojos cerrados. Uno deja de ser niño por otras circunstancias, y por decirlo de manera poco elegante, por estupideces que colonizan la vida de todos, costumbres y rituales, cierta parafernalia fantástica que inventa personajes que se llevan los créditos, y que algún día pasan a ser lo que son: fantasía. Y ya nada es igual.

Tarde o temprano, los niños buscan la verdad. Ese espacio incómodo para padres farsantes que mantienen mentiras hasta que el filo de la lengua callejera o el apriete infantil las destruyen. Desde La Liga de la Justicia, con Superman, Aquaman y todos esos changos, hasta Gravity Fall o Bob Esponja, los chicos han entendido, más allá de la fascinación, la categoría abstracta de los dibujos animados. Están ahí y son lo que son, hacen reír y con solo encender la tele vuelven a aparecer. Chocan los cinco con tipitos que se disfrazan en una fuente céntrica, y hasta puede que tengan algún muñeco de peluche con su animación favorita. Está claro. Pero llega el día en que una vuelta a la calesita es un embole y entonces razonan más de lo que deberían. Pero es bueno que lo hagan, porque un día cualquiera alguien les encajará un billete falso, o les dirán que en vez de amor solo ha habido una simulación.

Por eso, la inocencia es tan rica, tan bella, tan propia del no sufrimiento. Y es raro que la alteración y la imagen del mundo cambien, no cuando te dejan afuera de un picadito porque sos un queso, ni cuando la chica que te gustaba en la primaria te dio vuelta la cara, o cuando tus viejos te cortaron los víveres por haberte mandado flor de moco. Sino por las tiernas invenciones culturales. Por caso, el viejo gordo y cachetón que trae regalos para todos los niños (falsa afirmación) para después desaparecer entre las luces del firmamento arriba de su gran carro tirado por renos. A ese tipo me cargué en estos días. Sí señores, soy culpable. No me da pena por él, sino por mi hija. O por mejor decir, por la inocencia.

Juro que todavía me duele el corazón. Escribo y siento de nuevo que las palabras tendrían que haber sido dichas por otro. Un otro que puede ser un compañerito del colegio o un descuido de adultos. Pero no. Fui yo y lo hice adrede, queriendo, saldando cuentas con la verdad, poniendo al gordo en el lugar que corresponde.

Mi pequeña quiso saber. Me acorraló con preguntas asociadas al problema de cálculo en la entrega simultánea de regalos, y sobrevoló el favoritismo del panzón por los niños ricos. Llegó a decirme que a China llegaba porque allá era de día cuando acá era de noche, y otra serie de datos, digamos técnicos, valorativos, estadísticos, asombrosamente razonables, para cuestionar la aparición del señor moflete en las fiestas. ¿Por qué me lo preguntó en medio de una tarde helada de Julio mientras caminábamos a un lugar donde solo venden figuritas, y no en Navidad? Ni idea. Quizás la verdad esté siempre al acecho.

Insistía con el tema, quería saber. Yo le decía que estaba haciendo la pregunta incorrecta. Que no importaba si la barba del viejo llegaba al piso, si los renos volaban de verdad, o si vivía en el Polo Norte o debajo de un puente. Esas no eran las preguntas correctas. Se enojó muchísimo, quería la verdad. La verdad era que los padres se sacrificaban, y el viejo pasaba por caja. Pero no podía decirlo así como así. Debía acercarla a la puerta de esa verdad, pero no ser yo quien se la abriese.

—Bueno, última chance. ¿Vas a hacer la pregunta correcta o no? —le dije.

—¿Vos querés que yo la haga? —respondió.

Sentí que la inocencia es muy subjetiva, que si le decía que sí, ella me haría la pregunta correcta, pero si le decía que no, me convertiría en un cobarde que nunca más se atrevería a decir ninguna verdad.

—Hacela —le dije.

Más linda que la mierda

Publicado por el 15/07/2015

—Es que soy muy bonita.

—¿Y con eso qué? —le pregunté.

—Nada, eso, que andás atrás mío por lo mismo que todos los otros.

—Quiénes son los otros.

—Vamos, no te hagas el pavo. Todos ustedes, los hombres.

Tenía probada la fórmula de convencer a una mujer por el lado de los piropos. Pero nunca a la inversa, es decir, por lo que no son. Eso parecen precisar las que son demasiado bonitas. Pero ¿qué hacer? Declararle un desamor, un fastidio, una no necesidad, un desprecio, un cierto repudio por ser lo que era ¿Acaso tenía que hacerla pasar por fea?

—Nunca me invitaste a salir —me dijo con una sonrisa cómplice— y no creo que seas tímido.

Sabía que jugaba conmigo. Las cosas tienen un sentido. Por decirlo de algún modo, una dirección, un norte, una lógica. De lo simple a lo complejo, de lo fácil a lo difícil, de la fealdad a la belleza. Es natural que lo fácil se junte con lo fácil, lo difícil con lo difícil y lo bello con lo bello. Qué hacía entonces yo con semejante error de cálculo, con esa distancia entre ella, la deidad, la belleza en estado puro, y yo, lo común, el homo sapiens.

—Si querés que te invite a salir, vestite como la gente, ponete algo que me haga quedar bien ante los demás—. Se rió moviendo la cabeza hacia los lados.

Es que nadie se viste mejor que ella. En sí, la belleza no es un pie en un zapato de cristal, ni una calabaza, ni siquiera un vestido de fiesta. A la Cenicienta nunca se le hicieron las doce. Y a ella tampoco, lo sabía. Maldita pieza de relojería; ella el tiempo y yo los segundos, tic tac tic tac tic tac…

Tendría entonces que ser honesto. Tirar las cartas sobre la mesa, incluirme en su vida, como el compañero tonto del detective piola en las series policiales. Irle ahí al lado hasta que advirtiera mi mundo microscópico, ridículo, meta saltar y gritar para que al menos me diera, aunque sea por culpa, un piedra libre.

Tenía un modo tan sutil de negarme, que no supe si yo era un personaje de una comedia o la víctima de un desquite.

—¿Se puede saber por qué te empeñás tanto en ser tan linda? — Me era imposible admirarla en silencio.

—Seguís haciéndote el gracioso. Vas bárbaro ¿eh? Vos te pensás que no sé.

Imagino que quiso decirme que ella sabía muy bien lo que era. Y que por lo tanto, todo elogio era inútil, y más me valía enfocar mis tentaciones para otro sector. Me tenía de mal en peor. Debía eyectarme antes de chocar contra la soledad insomne de mis próximas noches.

—Me rindo —le dije un día, ya harto de soñarla.

—¿Qué querés decir con eso? Acá no hay ninguna batalla. No hay dos bandos que se estén enfrentando. No hay nada.

Fue demasiado. Me desarmó. Se es muy frágil ante la belleza.

—¿Sabés lo que sos vos? —no pude evitar el enojo, absurdo y resentido.

—No —respondió y se cruzó de brazos, esperando algo, desafiante.

La miré y le aseguré que apenas era una cosa igual al resto, un ser lleno de tubos, nervios y orificios, un montón de órganos y vísceras, piel, huesos, sangre y mucho líquido. Eso era.

Me miró como se mira el mar en una tarde donde no hay nada que hacer.

—No entiendo qué es lo que provoco en tipos como vos; en tipos que me gustan tanto que al final me hieren —lloraba como una niña— O será por eso que me gustan.

El ascensor

Publicado por el 08/07/2015

Chiquitín, me dice el viejito que acaba de bajar del ascensor, y me frota la cabeza con su mano áspera. La otra sostiene un bastón que le salva la vida cada tres segundos. Me acomodo el guarda polvos y enseguida subo y apoyo mi mochila en el piso. Aprieto el cero. El cero no debería llevar a ningún lugar. Aquí voy con mi raya al costado que tanto odio. Me consuela haber visto a ese abuelo sin un pelo en la cabeza. Jamás llegaré a ser así, para eso faltan mil años. Pero ese viejito me ha hecho pensar en el futuro. No soy un niño normal. Me intriga saber cómo alguien llega del punto A al punto B, sin pelos y hecho una pasa de uva seca. ¿A eso le llaman futuro? Tal vez en diez años, ya cuando tenga 18, seré fuerte como un toro, y andaré detrás de las chicas y me pondré de novio y habré hecho eso que hacen los grandes, y que de solo pensarlo me da cosquilla en la panza. Por ese entonces ya no me peinaré hacia el costado, porque en realidad ya no será la mano de mi madre la que decida. Ella piensa que me queda hermoso, pero yo me veo medio cabezón y con la raya muy baja, y no me queda, bah, creo que ningún peinado me queda. Este espejo ayuda a verme mejor, me gusta este ascensor… A ver así… No, así no, mejor así, estos pelos para allá, ahí va, sí, era solo cuestión de correrlo un poco con las manos. Este jopito me da un aire más canchero. Nada mal. Hoy tengo que convencer a Betina para que sea mi compañera en el baile de egresados. Desde la primaria que vengo pensando en ella. Eso si no me ganaron de mano. Todos se mueren por invitarla, pero a nadie mira como a mí. A ella le gusta mi raya al costado, es como si fuese una enviada de mi madre. Pero eso ya quedó atrás, ya no soy un niño y decido sobre mis cosas. Además, ¿qué pretende? ¿Que toda la vida ande con el mismo look? Imposible. Todos cambiamos, es mejor así, o acaso yo le digo que le quedan mal todos esos peinados raros que se hace en la peluquería. Bien que me quedo callado, a pesar de que en estos doce años de casado nos hemos dicho de todo, con y sin niños delante. Además, ya ni siquiera recuerda aquella famosa raya al costado que tanto parecía gustarle y que usé por última vez en nuestro baile de egresados a pedido suyo. En realidad fue mi madre la que le pidió a ella que me lo pidiese a mí. ¡Ay, con estas mujeres! Todavía, después de tantos años es como si pudiera escuchar a mi madre diciendo: ahí va mi chiquito. ¿Mi chiquito? Grandote boludo, trajeado y con raya al costado diciendo adiós a los años de secundaria. ¡Qué épocas! Es increíble, pero esa raya se forma sola como si fuese una marca de fábrica o algún hilo hacia el pasado, un hilo que sostiene mi madre. De lo mal que me quedaba aquel peinado me doy cuenta ahora que soy una persona adulta, de chico era solo andar así, sin conciencia, o serán los años y el lugar desde el cual uno mira. Seguro es eso, claro, tan mal no me quedaría después de todo. Pero che, qué lento que es este ascensor, por dios. Alcanzo a verme toda la espalda en estos espejos. Epa, ¿qué es eso? Me falta pelo en la nuca, ¿Qué carajo pasó ahí? ¿Cuándo fue…? Desparramemos un poco y… voilà, essso es, ni se nota, per-fec-to. Habrá que aprender a pilotear el paso del tiempo. Ahora que alcanzo a verme bien, hasta hace varios añitos, yo me vestía distinto. En algún momento me convertí en esta otra cosa que viste con un pantalón que le sobrepasa ¿el ombligo? Yo había jurado no convertirme en este mamarracho. ¿Cómo ha venido a dar arriba del ombligo? Con razón mi chiquitina más grande me dijo el otro día que no usase los pantalones tan ridículamente altos. ¿Mi chiquitina? Está a punto de casarse y tiene una carrera casi terminada y yo le sigo diciendo mi chiquitina. Es que uno no se da cuenta prácticamente de nada. Tengo que ir a verlo al gordo, él tiene que tener una boina para prestarme, o algo para ponerme en la cabeza. ¿Una boina? Yo me la he pasado odiando por motivos que desconozco a todo aquel que use boina, y estoy a punto de pedir una boina a mi amigo que se ha ido quedando pelado antes que yo. ¿Qué hay con eso de tener un poco menos de pelo? A los cincuenta está bien, es parte del proceso. La puta que lo parió al proceso. Pero es lógico, así que ¿Por qué tanta historia? Nunca me preocupó tanto mi apariencia. Pero, madre mía con estas últimas catástrofes. Es más, si miro un poco mejor y eso es lo que me gusta de los ascensores, los espejos, esos espejos grandes dando la vuelta para poder mirarse desde otros ángulos, veo que en la parte de atrás ha quedado mal doblado el cuello de mi saco, y que mi bastón me da un aire a no sé qué. Pero también noto que me he ido encorvando. Es como si fuera otra persona. En fin, acá estoy, meta bajar este ascensor, achicándome, que es una de las consecuencias de volverse viejo, sentir la gravedad como una mano invisible que quiere aplastarte contra el suelo, y ver estas arrugas, cientos de ellas, ¿cuándo fue que se formaron?, dibujadas en mi cara con ese lápiz que el tiempo usa para ir tachando la juventud. Ni bien llegue a planta baja, o por mejor decir al piso cero, ese que me parecía un no lugar cuando era chico, voy a ir a comprarme un poquito de ese pan tan blando que venden a la vuelta. Y después sí, voy a ir al funeral del gordo, que se le ha dado por morirse faltando tan poco para que llegáramos a los ochenta. Justo él que le molestaban tanto los números impares. Me pica la cabeza del lado izquierdo. Es como si aquella raya al costado que me hacía mi madre para ir al colegio, anduviera ahí, recordándome algo que no sé bien para qué puede servir.

Te acordas hermano…

Publicado por el 01/07/2015

Un cielo azul me trajo otros cielos de otras épocas; me veo en el suelo con un palito en la boca. Una voz me devuelve el tono exacto de una tía sanjuanina que solo vi un par de veces. Alguien se me adelanta y es igual de chueco que un pibe que jugó conmigo en la sexta campeona. Me distraigo saltando las juntas de los mosaicos de las veredas. Recuerdo la rayuela que nunca me gustó jugar; el elástico de las chicas que nos permitía verlas sin poses de damitas despectivas. Sigo camino intentando no pisar una sola raya. Mis nenas suelen hacer lo mismo, riéndose del tiempo y las hojas secas. Hay tonterías reveladoras, de rasgo común, que no sirven para nada, pero que tal vez alcancen para festejar lo que de naif tienen todas las almas. De modo que no alcanzo a verme como un tonto, aunque lo soy. Mis pasos son cortos o largos, de acuerdo a la ley de cada vereda. El olor de los tilos me recuerda a mí mismo muchos años atrás. Llego a un lugar que reconozco primero por el olfato. Luego el calco aproximado de mis imágenes cotejan la realidad hasta hacerme decir, sí, también, claro; confirma el álbum antojadizo que ha guardado mi cabeza. Y todo se va haciendo tan nítido. Sigo caminando sin pisar las rayas. El olor de una panadería me lleva hasta los domingos de pan casero, la magia de la levadura debajo de los repasadores mojados, las manos de mi madre que recuerdo casi mejor que su cara. Y los amigos, qué decir, tantos y tantos amigos que siempre recuerdo mientras…

—¡Negro! ¿Qué hacés loco, cómo anda todo?

—¡Epa! —contesté, y ahí nomás el abrazo entrañable que diluye tiempo y distancia.

—Tas igual, hijo de puta, y eso que hace una pila de años que no nos vemos. Lo que es la vida, la puta madre.

—Ya lo creo, loco —le digo—. Pero contame qué es de tu vida, ponéme al tanto ya mismo —exageré.

—¿Mi vida? —dijo, y resopló para dar pie a un comentario que intuí poco gratificante—. Mi vida se volvió un tanto caótica desde la enfermedad y fallecimiento de mi mujer. Pero bue, decí que los chicos han ido buscando su propio rumbo, y eso alivia un poco. Bah, eso pensé al principio, pero después…

Yo no sabía qué decir.

—…Después —continuó—, bueno nada, es que uno no se da cuenta de lo que significa el amor de los hijos hasta que hay un punto final. Viste cómo es.

—Sí, claro —le dije—. No es fácil…

Él siguió hablando, verborrágico. Buscaba descargar el peso de su melancolía. No quise detenerlo. Además, me parecía injusto cortarle el mambo estando tan embalado.

—Así que, bueno —dijo— me volví a casar, con Ernestina, ¿te acordás? La morocha esa que nos daba vuelta en séptimo grado y que yo pensé que estaba enamorada de vos. Es muy loco todo, el destino, cómo terminan siendo las cosas ¿no?

—Sí, más vale, en eso tenés razón —le dije—. Pero contame cómo te va con el laburo —mi esfuerzo por preguntar se dividía entre la curiosidad y la desesperación.

—Ahora mejor —me dijo—. Viste que ya de chico nomás me interesaban las huevadas de la tecnología de las que vos no entendías ni querías entender nada.

—Y sigo sin entender —agregué entre risas.

—Bueno, me contrataron de una empresa de telefonía. Así que ahora tengo mantequita para tirar al techo.

—Genial —comenté, y para no dejarlo colgado con lo que parecía una injusticia, le pedí su número de teléfono, le dije que estaba apurado y llegando tarde, y que cualquier día de estos nos juntábamos a tomar un café y a cagarnos de risa por los viejos tiempos.

—Dale —me dijo—. Ernestina se va a querer morir cuando le diga que me crucé con vos.

Me hice el que anotaba su teléfono y le trasmití la alegría de volver a verlo para después fundirnos en un nuevo abrazo de oso.

—Te hago una llamadita perdida ya mismo —le dije— así tenés mi número ¿eh? Mirá que ando con ganas de cagarle la mujer a un viejo amigo.

Se rio de buena gana y nunca recibió mi llamada perdida. Vaya uno a saber qué habrá pensado de mí. Pero qué fascinante es la memoria. Volver a vernos después de tantos años, que me hablara así de las cosas que habíamos compartido; todo lo tenía en su chip para desempolvarlo algún día, que era hoy, recién, hace nada. Quedé impresionado. Y la verdad es que no supe qué decirle. En especial porque no tenía ni la más puta idea de quién era este tal Fernando, ni su mujer muerta, ni la tal Ernestina que supuestamente había estado enamorada de mí.

Seguí la marcha intentando no pisar las rayas de los mosaicos.

El otro

Publicado por el 24/06/2015

—¿Viste la camioneta que se compró el Pelado? —me dijo Fermín.

—Ni idea —le contesté, como si la cosa fuese de lo más normal.

El pelado es de los que piensan que puede llevarse puesto el mundo con una 4 x 4. Allá él, es su modo de pensar. La vida suele ser una confusión absurda. Pero a Fermín sí que le interesa saber de qué va la cosa con la nueva camioneta. Imagino que será una máquina de las que se ven por la tv, capaz de remolcar una casa entera y con esas trompas ridículamente altas, desde donde el dueño podría suicidarse con toda seguridad. Esa clase de nimiedades que hablan de un modo pueril de la virilidad masculina.

—Porqué el sí y yo no —me dijo Fermín y puso la boca como si masticara mierda.

—Que tiene de extraordinario, no entiendo —contesté.

—¿Es que no te das cuenta?

—Es que no sé en qué podría cambiar nuestras vidas una cosa así.

—En nada —me dijo— en nada —y se fue caminando, pensativo.

Más tarde hizo rugir el motor de un cascajo que venía retocando hace añares. Fermín nunca había tenido suerte con las mujeres. Atribuía eso a la complejidad femenina. Pero cada vez que hablaba sobre ellas empezaba a limpiarse las manos con desesperación, como si en eso le fuera la mala suerte de andar soltero por la vida.

La clientela de su tallercito era tan escasa que daba pena verlo fingir que estaba haciendo algo. Yo solía llevarle el auto aunque no tuviera fallas, para que él pudiera mentirme y ganar confianza entre los mirones con prejuicio que siempre condenan al lugar de poco movimiento.

Por lo demás era un tipo copado, de buena conversación. Asomaba a la vereda del taller con un trapito en la mano, y se secaba la punta de la nariz con el antebrazo. Y ni bien me veía, se cruzaba y empezaba a hablar sin parar, especialmente del Pelado. Con él había una discordia añeja, de la única vez que el otro le dejó el auto para arreglar, y el muy bestia casi se lo estropea para siempre. Por aquel entonces el Pelado había hecho remodelaciones en su casa, cerrando el frente con un hermoso jardín que estrenaron a toda pompa como si se tratara de la reinauguración del mismísimo Paraíso. Y creo que para compensar el hecho de no invitar a Fermín, le llevó su auto para que le revisara un supuesto ruidito en el motor, con el desastroso final que acabo de relatar. A los pocos días el perrazo del Pelado casi corta en dos al cusquito de Fermín.

—Ese perro de mierda, te juro que se lo cagaría a tiros, si no fuera porque es un animal de pedigree que debe costar una fortuna, y sería muy miserable de mi parte acabar con perro así. ¿Viste qué porte? Se parece al pelado, ¿no?

—Qué decís Fermín; la verdad es que no entiendo cómo funciona tu cabeza —dije y me alejé rumbo a casa.

Pasó el tiempo y las cosas entre esos dos no iban nada bien. Notaba que Fermín se la pasaba en la vereda mirando de reojo la reluciente camioneta negra, un color muy ilustrativo de lo que pasaba entre ambos. También observaba a su mujer, que todas las mañanas salía a regar el jardín y a cuidar dos filas de florcitas muy mononas, como decía ella, que le daban la vuelta a la cerca enana que delimitaba el espacio con la vereda.

—¡Eso es una mujer, que lo parió! Las pocas que he tenido no servirían ni para tenerle la manguera. Qué hembra, mirá esa carita, esa boca, esos ojazos negros. ¡Qué bárbaro viejo!, se ponga lo que se ponga se le nota ese aire de familia bien, ¿no te parece?

—No, no me parece. Pero bue, cosas tuyas, no estoy acá para discutir con vos, sino para que me digas qué le pasa a mi auto. Y si te interesa mi opinión, yo la veo como una mujer común y corriente, con estilo, sí, pero no más que el que pudiera tener cualquier mujer del barrio con cierto orgullo.

—No entendés nada vos. No te das cuenta que el Pelado se sacó la lotería con semejante mina.

El día anterior, sábado, había visto algo raro en el comportamiento de Fermín. No se acercó a saludarme y pensé que solo tendría un mal día, como todos. Pero al siguiente escuché el timbre. Domingo a la mañana, me dije. Timbre. ¿Timbre? Diariero, testigos de Jehová o vendedor de rifas. Qué otra alternativa cabía. Pero no, me equivocaba. Era el Pelado.

—¿Has visto el idiota de Fermín por algún lado? —dijo enfurecido.

—No —respondí.

—¿Seguro? —insistió-, mirá que los he visto charlar seguido a ustedes dos.

—No sé de qué hablás ni qué estás insinuando —contesté—. ¿Qué pasó?

—El pelotudo ese le dio un beso de prepo a mi mujer y le dijo que me amaba.

—Que ¿quéee?

—Que me amaba, así como lo escuchás. Está completamente chiflado, y más vale que no lo encuentre.

Ni bien terminó de contarme salió corriendo hacia cualquier lugar, mirando aquí y allá, descontrolado, como si Fermín pudiera estar escondido detrás de un árbol o metido en algún rincón de las casas vecinas. Cómo explicarle que lo que realmente amaba Fermín eran otras cosas, tal vez otra vida, algún sueño hecho con mujeres de jardín y camionetas 4 x 4.

Matar o no matar

Publicado por el 17/06/2015

Jamás olvidaré aquella mañana de verano calurosamente fría; la muerte lo hiela todo, es la contracción absoluta del sagrado pulso de la vida. Tampoco olvidaré los ojos. Esos ojos exageradamente abiertos y blancos, muy blancos, un presagio fatal.

Sentí el espanto en la panza, la parálisis, el temblor de las manos, el destino funesto de una víctima que por suerte no era yo. La arrastraban muy a pesar suyo, como si pudiera reconocer el devenir de su tragedia.

Los hombres se desgañitaban en el esfuerzo de conducirla hacia el lugar donde otra sangre igual de roja marcaba el principio del fin. ¡Cuanta decisión había en esos rostros! Nunca puede el acto de matar ser un mero automatismo. Se tiene que querer matar una y otra vez, aún cuando digan que el hombre se acostumbra a todo.

Al día siguiente pasaría lo mismo, y al otro… La revolución es un cálculo mal sacado.

Ahí estaba la pobre víctima. No puedo llamarla de otro modo. La inmovilizaron con sus rodillas y sus risas, exultantes, imagen reveladora quizás, del verdadero instinto humano; la ejecución del poder bajo las formas de la crueldad.

El ruido sordo del forcejeo me empujó hacia atrás. Luchar por la vida/ quitar una vida. Como una ráfaga, apareció la nefasta historia de las noches del miedo y las bestias con fusiles, matadores con hogar, con hijos que acariciar a la vuelta de la atrocidad. Vaya a saber por qué se me antojó esa imagen. Acaso por no entender a quienes se arrogan el derecho a matar.

El cuchillo se hundió preciso a la altura del corazón. Hubo una exhalación pavorosa y un bullir de la sangre, y de nuevo los ojos del animal muy abiertos y blancos, y yo sentado a una mesa, mas pronto que toda mi sensibilidad de utilería, disfrutando un chirriante y exquisito bife de chorizo.

 

Madre de los tiempos

Publicado por el 10/06/2015

Miro a mi madre mientras plancha. No soy tan grande como ahora. Ni siquiera tengo las canas que he descubierto frente al espejo al acomodarme el pelo que nunca peino. Es un día de esos en que la vida te apunta con la tibieza de un rayo de sol. Mate y tostadas con mermelada. Eso no es todo lo que hay. Subsiste sobre la mesa el revoltijo típico que se ha ido armando con el descuido de todos.

—Tendría que haber ido al centro a hacer unas cosas —dice mi madre.

Llevo la inconsciencia del paso del tiempo apoyada en la palma de mi mano. En realidad es mi mentón el que descansa mientras la miro a mansalva, como dice Castillo que hay que mirar a una mujer dormida para saber si se la ama. Sólo que mi madre no está dormida, está planchando con ese modo mecánico de siempre.

—¿Al centro decís Ma?… Bueno, saco el auto y vamos de una y hacemos todo. ¿Sí?

—Bueno —responde, al tiempo que la plancha vaporiza el agua esparcida sobre las prendas— pero todavía tengo que terminar esto y cambiarme.

He adivinado que iba a decir eso. Podría estar lista e igual daría algunas vueltas, como si la decisión de traspasar los límites de la casa, fuese una batalla perdida por su voluntad.

—No hay problema, tengo toda la vida para esperarte —le digo, y siento que toda la vida avanza a través de sus manos incansables, las mismas que de niño me llevaban la leche caliente a la cama y que nunca volvió a ser tan rica. Me pasa lo mismo con la comida. Si huelo o pruebo algo parecido, regreso al lugar del que nunca me fui: mi infancia. Y a ella, que fue quien hizo de ese tiempo un lugar seguro y feliz. ¿Cuántas veces se puede volver a decir lo mismo?

Advierto que la pila de ropa planchada ha aumentado. Hacer algo, luego otra cosa, después aquello, y lo otro, comenzar de nuevo cada tarea sabiendo que reaparecerán bajo sus primigenias formas de ropa arrugada, camas sin hacer, platos sin lavar, piso sin limpiar, plantas sin regar, hijos que hay que criar. Sísifo debió ser madre. El orden del mundo es un trabajo muy serio, y una familia es un mundo, como dicen.

Mi madre no ha largado la plancha. La resistencia inesperada y cómplice de la última camisa, hace que pierda la paciencia que nunca tuve. ¿O es que ella no quisiera terminar nunca ese trabajo? El sentido de la vida nos va en lo que hacemos, por incómodo, detestable o aburrido que esto pueda llegar a ser. Vivir, incluye el anhelo de la libertad, pero eso no es para cualquiera. No es cierto que la gente luche por su libertad. De algún modo, todos preferimos tener camisas que planchar.

—Maaa, en realidad no tengo toda la vida para esperarte —dije en tono de broma.

—Sabés qué estaba pensando, hijo —me dijo y dio vuelta la plancha como si buscase

una explicación escrita y adherida en la parte de abajo.

—No, ¿qué?

—Que yo no sé dónde fue que se me pasó la vida —dijo— y puso la camisa sobre el resto de la pila, su pequeña y perfecta obra de arte de todos los días.

 

Silbando

Publicado por el 03/06/2015

Todo lo hacía silbando. Incluso cuando los borbotones de tierra arada lo hacían tropezar y la bestia seguía tirando y todo daba a pensar que se caería de bruces, él silbaba. Uno lo veía ahí, más solo que Dios, con la espalda escaldada por el sol y jadeando como un descocido, pero siempre silbando, siempre. ¿Cómo lo hacía? No lo se. Era su rasgo distintivo. Y si alguien se preguntaba dónde encontrarlo, solo tenía que aguzar el oído y seguir las coordenadas de ese sonido tan suyo.

Volvía a su rancho bien entrado el atardecer. Y solo al traspasar la puerta dejaba de silbar. Preparaba alguna tortilla de grasa, prendía el brasero y acariciaba a su perro, enrollado en el piso de tierra como una víbora. Al primer mate ya soltaba la lengua y se ponía hablador. Pero también caía en silencios hondos y largos, y uno se daba cuenta que a las palabras las ha inventado la soledad. Entonces un monte pasaba a ser lo mismo que un hombre.

Cebaba unos cimarrones más fuertes que una grapa., y en lo amargo del mate, uno podía presentir la dureza de quien acepta morir un día cualquiera a la intemperie, sin médico a la vista ni mano que lo ayude, solo morir, bajo ese mar boca abajo que es el cielo en el campo. Sin dudas, que era un hombre recio.

-Nunca se me ocurrió tener hijos -me dijo una tarde-

-Eso no tiene nada de malo -respondí-

-Capaz que no -dijo- y salió a hacer su recorrida diaria.

Apenas atravesado el umbral de la puerta, empezaba de nuevo con ese lenguaje de pájaro. El silbido era fluido y penetrante, como si intentase comunicar algo crucial.

Yo me decía que para vivir una vida así, solo, en el medio de la nada, había que tener el alma llena de una extraña alegría, y de ahí ese sonido maravilloso que salía de su boca; una pincelada de vida en el gris infinito de la llanura.

Siempre que lo visitaba me arrancaba una sonrisa de solo escuchar a lo lejos ese sonido amigo que traía el viento. Por eso me encantaba hablar con él, y por eso volvía una y otra vez. Transmitía algo indefinible, como ser parte del sueño que está soñando otro y no poder hacer nada con eso.

-Que sentís al salir todos los días a hacer la misma recorrida -le pregunté una vuelta-

-Lo mismo que podría sentir un niño que acaba de extraviarse- me contestó- y se puso a chupar el mate hasta que hizo ruido.

-Que raro –agregué- Será que escucharte silbar contagia una calma alegre, como de fiesta, y me hace pensar que estás en tu mundo.

-Es eso -dijo-

-¿Eso qué?

-Que lo mío no es alegría muchacho; yo silbo porque siento mucho miedo –dijo, y bajó la cabeza para mirar el hoyito que su pie estaba haciendo en la tierra-.

 

Un de repente

Publicado por el 27/05/2015

Los de repente anuncian el nulo control que se posee sobre los acontecimientos. Cuando este de repente se me cayó encima (los de repente caen como los afiladores el domingo a la mañana) supe que sería un huésped indeseable que a la vez me haría sentir vivo. El dolor echa raíces en la conciencia.

Primero fue la curiosidad del entorno. Verme flaquear así, mas desahuciado que el fantasma de Canterville, me convirtió en un raro espécimen del ecosistema humano. Se acercaban con carita de qué lástima lo tuyo, contame así te puedo dar una mano. Yo les devolvía la forzada gentileza con un, nada, todo bien, y ¿vos?, yo bien, decían, para luego comenzar con su interminable blablete personal.

A la gente jamás le ha importado los problemas de los demás. Fingen un rato el dolor de la calamidad ajena y luego se dedican a acariciarse el Yo.

Por mi parte, iba de mal en peor. Mi madre me decía que fuese al médico, mi aspecto era calamitoso. Adelgacé varios kilos y empecé a padecer cierta pérdida de interés por todo lo que siempre me había gustado. Sin poder precisar el motivo, recordé una vez más el de repente que dominaba mi vida interior.

Le hice caso a mi madre. Sin embargo el médico no encontró absolutamente nada. Levantó las cejas y revoleando los ojos me dijo que todo estaba perfecto y que vaya nomás.

Adiós doctor— le dije.

Él se llevó la mano a la altura del pecho y sonrió. En la familia carecíamos de antecedentes cardíacos. Todos se habían muerto por otras razones. Y ni siquiera eso importa, porque morir se muere cualquiera, y la razón es lo que menos importa. De modo que todo podía ser. El malestar no aflojaba.

Los psicólogos tampoco sirvieron.

Es que acá se trata de ser lo más sincero posible con uno mismo— me dijo el primero, y así los siguientes, como si estuviesen conectados por una red de lugares comunes o hubiesen leído todos los libritos de Stemateas and Company.

Creo que los psicólogos fueron como cuarenta o cincuenta, o quizás ninguno. Ante el: “yo no te puedo ayudar si vos no te ayudas a vos mismo” (advertí que la frase era clave para destrabarle los brazos al inconsciente y soltar la lengua) me dije que definitivamente se trataba de eso, de ayudarse a uno mismo. Así que llevé mí de repente a lo de mi mejor amigo. Me pareció lo más razonable.

Hay cosas que las madres saben pero no les incumbe. Otras, por incómodas que puedan ser, son dichas con esperanza delante de un amigo, aún cuando solo se encuentre silencio o una respuesta anestesiada. Por eso fuí a verlo y le conté que había perdido el sentido de las cosas. Solo tenía la sensación incómoda del de repente que se había incrustado en mi cerebro como una Excálibur.

Ajá, dígame sus síntomas— bromeó mi amigo.

—Es que no podría explicarlo, porque no es necesariamente un malestar, es algo confuso, algo que debería sentirse bien y sin embargo duele.

Lo tengo— dijo sin demoras— Se trata de una mujer.

Al no poder contestar que no, era que sí. Tras las palabras de mi amigo, el dolor remitió por un breve instante, segundo síntoma inequívoco. De pronto mi de repente tuvo una cara y un cuerpo, una sonrisa y una forma definitiva.

Es eso doctor, ha dado en el clavo — respondí siguiendo la parodia— ¿Cree que pueda hacer algo contra eso?

No, estás cagado —dijo, abandonando la joda—. Pero eso es lo que menos me preocupa —agregó—.

—Y seré curioso ¿qué es lo que realmente te preocupa?

Pongámoslo del siguiente modo —dijo con ese aire de pelotudo que le iba tan bien— ¿Lo tenés a Rimbaud?

—Claro.

—Bueno, resulta ser que un día le preguntó a un amigo si era feliz, y el otro le respondió que sí.

—Ajá, ¿y entonces?

—Pues que Rimbaud le dijo algo que yo le diría al pelmazo enamorado que casualmente tengo en frente —dijo— y ahí nomás repitió la frase del poeta: ¿Como has podido caer tan bajo?

—De repente— le dije— y ya no tuve mas remedio que sufrirla.

 

Peor es morirse

Publicado por el 21/05/2015

Preferí quedarme afuera de la casa en que velaban al papá de Santiago. Pregunté si era cierto que habían tenido que darle una medicación para calmarlo un poco. Vaya a saber qué me llevó a interesarme en algo así.

En el living, dentro de un cajón de madera muy oscura, descansaba el hombre de la risa fuerte. Ningún otro reía como él, de forma tan descontrolada y sin importar el motivo. Además le encantaba hacer chistes fáciles, de esos que se festejan siguiendo la corriente. Buen tipo, amable, siempre listo para hacer el payaso cuando caíamos en barra a jugar a su casa. Pero nada de lo que menciono estaba dentro del cajón. Es cruel el paso estético de la vida a la muerte. Solo queda la parte triste de los gestos. Nada puede volver de semejante expresión.

—Le cosieron la boca— me dijo un chico que andaba por ahí.

—¿Y vos cómo sabés?— pregunté.

—Porque lo sé, ¿no te diste cuenta?— me dijo.

—Nop, ni idea.

Los muertos no tienen derecho a la palabra. Son muertos especialmente por eso, pensé.

Yo no sabía si abrazar a Santiago o qué. Me miraba con esos ojos que le descubrí una vuelta en que un grandote de otro grado le pegó y yo no pude hacer nada para defenderlo. En esas cosas es injusta la vida. Te hace sentir miedo para que te pongas a salvo, y a la vez te avergüenza delante de tu mejor amigo.

Seguía mirándome a mansalva con los hombros caídos y el pelo un poco revuelto. Y yo ahí, paradito, sin decirle una sola palabra por lo de su padre. La gente venía, lo abrazaba y le decía, “tranquilo Santiaguito tranquilo”. Y yo mudo. Qué podía hacer. En la escuela no te enseñan lo que hay que decir en los momentos importantes.

Aquí y allá veía gente llorando. Todavía no entendía el significado del dolor. Era tan ajeno como la fe que intentaban inculcarme llevándome de prepo a la iglesia. Ahí vi que había un hombre sangrando clavado en una cruz con una corona de espinas abriéndole la cabeza. Y nadie se horrorizaba por eso. Los grandes dejaban que sus niños viesen ese espectáculo pero les prohibían entrar a la sala donde velaban al padre de un compañerito. Todo era muy raro.

Se ve que Santiago no se aguantó más. De la nada hizo dos pasos y me abrazó como si la desgracia fuera mía. Se puso a llorar de modo muy ruidoso. Me asusté. Quise que viniera alguien mayor. Nadie vino. Todos lloraban por su cuenta.

En medio del pequeño jardín que daba a la calle, divisé la máquina de cortar el pasto. Marcaba la línea hasta donde se había trabajado. Después los yuyos se tornaban tupidos, altos, de un verde oscuro y vigoroso. Caían sobre el caminito de la entrada, como cerrándole el paso a los vivos. Recordé las manos rojas y nudosas del padre de Santiago, yendo y viniendo con la máquina. Las mismas manos inertes que estaban dentro del cajón, blancas como el mármol, entrecruzadas sobre el pecho y sosteniendo un rosario.

 

Un amor de estación

Publicado por el 14/05/2015

Volvíamos. Se estaba haciendo de día aquel viernes. Alcanzamos a subir al tren de puro milagro. Era costumbre ir a bailar a los pueblos cercanos. Caímos rotos sobre los primeros asientos, descerebrados de tanto alcohol. Escuchamos la voz lejana del guarda.

—¡Boletos señores, boletos por favor!

Quedé del lado de la ventanilla. El brillo del sol me reventaba los ojos. Escuché a medias la voz de alarma de mi amigo mientras miraba hacia afuera. Me gustaba llevarme la postal de la estación en los ojos; una especie de casona con techo a dos aguas y un alero gigante, goteando lenta la escarcha de la madrugada. En medio de la imagen que hoy es ruina y yuyos, la vi. Agitaba la mano con timidez entre la montonera excitada de otros adioses. Y nosotros ahí, sin nada más que una noche larga colgando de los ojos, y ella, a la que jamás volvería a ver, saludando a un amor de otro vagón. Lo supe por la expresión de su rostro, regalado a la intimidad triste de toda despedida. El tren siguió moviéndose lentamente, como si quisiera quedarse en vez de partir. Ella me miró a los ojos y sin remedio quedé atrapado en ese lapso sin tiempo en que dos cosas producen una tercera. Entonces sentí fuego en la cabeza. El guarda me había dado con su pica boletos.

—¡Bo-le-tos he dicho, señor!

¿Señor? Nadie me había llamado señor. No era un señor, era lo menos parecido a un señor. Imaginé a mi amigo con el viento en la cara, a salvo en el acordeón del tren, riéndose de mí, pero bien, como nos reímos los amigos de los amigos.

—Deme un segundo —le dije— y giré para buscar el afuera y a ella con la mirada. Pero la estación ya había quedado atrás. Tuve una ocurrencia estúpida, anticipada por una sensación compensatoria, como si el guarda me debiese algo por haberme distraído.

—¿Me va a dejar viajar gratis esta vez? —le eché en cara.

—Está bien pibe, pero decile a tu amigo que salga de ahí porque un día de estos va a terminar jodido.

El tipo dijo ahí, y ese ahí no era un lugar visible, tampoco lo señaló con el dedo, solo dijo ahí, como si siempre hubiese sabido de nuestras evasivas.

—Vi como mirabas a esa chica -me dijo.

—Ah ¿sí? —respondí—, y con eso qué.

—¿Querés saber su nombre?

—¿Usted qué piensa?

—Que sí. Pero si respondés que sí, vas a dejar de ser un viajero. Si la respuesta es no, este tren nunca partió hacia ningún lugar.

Lo pensé un poco, pensé en mi amigo, en las cosas de la edad y en la costumbre de estar huyendo para estar yendo siempre hacia algo distinto.

—No —le respondí—. Pero gracias igual.

—De nada —me dijo, y se fue silbando bajito.

Osito de peluche 

Publicado por el 06/05/2015

-Un oso por favor.

-¿Otro más? ¿Para la misma chica?

-Sí, ¿o por una de esas casualidades yo le pregunto qué hace con su vida?

-No claro, tomá pibe.

-Gracias.

En la casa de ella:

-Hola, soy yo de nuevo, acá tenés otro regalito de mi parte.

A ella no se le mueve ni un músculo de la cara, nada, ni siquiera se le cae un gracias, ni un volvé pronto, o no vuelvas nunca, solo cara de póker, de no tener que sufrir jamás por amor. Ella era lo que era. Y yo, osos y más osos.

Pasó bastante tiempo hasta que tuve noticias suyas, de las reales, no de las que me inventaba todos los días para mantenerme a flote. Así fue que tocaron a mi puerta para hablarme de quien yo creía que era el amor de mi vida, que luego sería reemplazada por otro amor de mi vida y luego otro amor de mi vida, hasta descubrir que solo hay vida, y amores. Bah, de lo último no estoy del todo seguro. De la vida tampoco.

-Te busca la policía – era la voz de mi madre-. Corrí desesperado hacia la puerta.

-¿Conoce a tal y tal? -el poli me trataba de usted.

-Sí -dije-, la conozco ¿Qué es lo que pasa?

-¿Usted ha estado llevándole ositos todo este último tiempo?

-Sí -volví a repetir.

-Bien, enfrenta cargos muy graves señorrrr… -dejó un silencio largo antes de decir mi apellido.

-Pero, ¿qué pasó oficial?

-Ella, ella -empezó a decir- ella… -todo era muy idiota, muy de película argenta-. Ella murió asfixiada -dijo el cana-. La encontraron debajo de una montaña de peluches dentro de su propia casa. ¿Tiene algo para decir?

-Sí, claro, claro que tengo algo para decir.

-Ajá, y qué sería eso que tiene para decir.

-¿Usted cree en el amor, oficial? -pregunté.

-Mmm, supongamos que sí, pero eso que tiene que ver señorrr… -y de nuevo demoró una vida en decir mi apellido, como si ese silencio intencional me inculpase de algún modo. Seguí adelante.

-¿Y en la justicia cree?

-Claro que sí. No estaría acá de ser de otro modo.

-Bien, dije -y asesté mi última pregunta- ¿Cree usted en la justicia poética, oficial?

Al instante lo vi subir al patrullero y doblar la esquina. Caso cerrado.