Miércoles 08 de mayo | Mar del Plata

Celina

Publicado por el 04/02/2016

Me dijo que ya estaba harta. Sonaba a tomada de pelo. Nunca había visto a una niña más mimada que ella. Nunca había estado más equivocado. De la puerta hacia afuera, sus padres eran dóciles y amigables, hasta podría decirse voluntariosos. Cada vez que el barrio necesitaba de la mano de alguien eran los primeros en ofrecerse. Eran respetuosos, educados y siempre trataban bien a Celina. Al atardecer, cuando el sol caía lento marcando la hora en que los niños deben volver a sus hogares, la dulce voz de su madre comenzaba a llamarla, y a todos nos quedaba la sensación de que no podría existir una familia más perfecta y armoniosa que la suya.

Quizás Celina había dicho que estaba harta para llamar la atención, como quien se presta a rebajarse para evitar la envidia ajena.

Ella vivía en la misma cuadra que yo y tenía la costumbre de mezclarse entre los varones. Como era linda la dejábamos, y mientras tanto, creíamos descubrir de qué se trataba el fascinante mundo femenino. Nada más inocente que tener fe en algún tipo de revelación inalterable con respecto a las mujeres.

A ella le importábamos poco. Como venía, se iba, y siempre con una muñeca entre sus brazos a la que le faltaba un ojo y parte de la ropa. En una oportunidad se la escondimos y se enojó tanto que hubo que trabajar mucho para que nos perdonara. Es que el Rusito quería llamar su atención de algún modo. Era uno de los tantos que había caído en la falsa ilusión de abrigar alguna esperanza con ella.

—¿Quién tiene mi muñeca? —había preguntado Celina.

—Fui yo —dijo el Rusito—. Puedo buscarla ya mismo —Agregó en un acto de lo más servil, que nos hizo reflexionar a todos sobre los porqué de estar a años luz de los intereses de Celina.

Pero por fuera de eso, ese fue el día en que me di cuenta de que la muñeca era mucho más que un simple juguete para ella.

—Jamás de los jamases vuelvan a hacer algo parecido. ¿Entendido? —Su voz sonó a reproche de adulto, tajante e indiscutible.

Más adelante tuve la oportunidad de preguntarle por qué le importaba tanto esa muñeca. Me respondió que era lo único que su padre no le había tirado a la basura, y que había sido un regalo de su madre. Con el tiempo fue lo único que pudo conservar, y ella comenzó a tomarla como un amuleto de la suerte.

—¿Pero tu papá te pega? –Adivinaba que algo no andaba bien.

Hizo un gesto con la boca, miró hacia los lados –parecía vigilar que su padre no anduviera cerca-. Al fin movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo.

—¿Y tu mamá no hace nada?

—No es que no haga nada, es que no puede hacer nada —respondió, y se fue sin saludar.

Como si nuestra de charla a medias no hubiese sucedido nunca, reapareció al siguiente día, y al otro, y todo siguió igual. Cargaba la muñeca todo el tiempo, y se prendía con lo que podía en cosas que eran estrictamente para chicos.

Celina nunca fue la novia de nadie. Su única relación pasaba por el amor incondicional a su muñeca. Nosotros éramos algo así como figurines de un decorado que podía cambiar sin que se le moviera un pelo. Sin embargo yo notaba algo en sus ojos, un brillo especial, una tristeza en ciernes que no se podía sacar de encima por mucho que disimulara. Nunca se quejaba ni protestaba por nada, pero se notaba que sufría en silencio.

—Vení —me dijo un día—. Necesito que me acompañes a casa.

No lo dudé. Al rato estábamos en el patio. Yo esperaba que sucediera algo, me quedé expectante, cruzado de brazos. Luego de mirarme a los ojos por un rato -durante el cual aprendí todas las leyes de la incomodidad-, señaló un lugar específico, debajo de un árbol, que parecía haber sido removido con una pala. Ahí me di cuenta que no cargaba con su muñeca.

—¿Qué hiciste con tu muñeca Celina? —dije, y en ese instante me percaté de que no había nadie en la casa y que era muy extraño que su madre la hubiese dejado sola-.  ¿Y tu mamá?

Una ráfaga de viento movió las ramas del árbol.

—Ahí está –dijo, con una mirada rara—. Descansando al fin.

Yo no supe si me estaba contestando por la muñeca o por su madre. Un ruido provino desde adentro de la casa.

—Es papá —dijo, y metió la cabeza entre los hombros—. Vos hacé de cuenta que yo no te dije nada, ¿sí? —. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

—Buen día señor García —fue lo único que alcancé a decir porque después de eso ya no me acuerdo de nada.

 

 

 

 

 

Hay un chico en la calle

Publicado por el 28/01/2016

—Un día de estos lo voy a hacer, te juro —se hizo la cruz en la boca con los dedos, y masticó la nada hasta que le rechinaron los dientes.

Me quedé pasmado. Hay veces que los conocidos adquieren un matiz inadvertido, de fiereza temeraria, y uno tiene que recalcularlos. El trapito de la cuadra, el flaco al que los vecinos le entregaban las llaves del auto para que lo lavara, aquel que aceptaban en simpática hermandad, tenía la mirada del felino enjaulado. Diego es un muchacho inteligente y astuto –dos cosas bien distintas. La primera viene desde que salís del vientre de tu madre. La segunda se aprende a los golpes, casi siempre en la calle.

Eso lo convertía en alguien que merecería un presente mejor, un pasar más normal, si es que la palabra alcanzaba a describir los sobresaltos, la soledad y menosprecio a los que gente como él son arrojados, hasta quedar a merced de la caridad ajena.

Yo lo veo todos los días desde temprano. Me gana esa partida de andar peleando desde la primera hora y al verlo siento un orgullo muy íntimo, ganas de decirle que a pesar de toda la mierda que le toca, el mundo es un poquito mejor con tipos como él, y que yo estoy lejos de poder igualar ese coraje cotidiano, el antídoto que le sirve para adormecer las penas, para ir a la trinchera de nuevo, armado apenas con un trapo y la certeza de poder pensar para sí mismo un futuro mejor, ardua reflexión si las hay, viniendo de quien come salteado y vive en la desesperación del ya, el irreversible dolor en la panza que con un poco de dinero podría calmar en el almacén de la vuelta.

—Pero Dieguito, no es necesario —dije, y me salió del fondo del alma mientras miraba su flacura pavorosa—. Si necesitás algo, lo que sea, me lo pedís, no tengas vergüenza. ¿Estamos? —Le estaba tocando una fibra interna que podía despertar cualquier cosa. No hay gente más digna, por orgullo y hombría, que aquellos que deambulan por las calles resistiendo la mala, soportando su invisibilidad a tiempo completo. O alguno se ha preguntado qué hace esa gente cuando la luz del día desaparece y tienen que volver a sus ranchos de otro mundo, porque las distancias hacen creer que no viven exactamente acá, sino en otro lugar bien lejano, o para mejor decir, en una dimensión diferente, la de la pobreza que obliga a ser y hacer, a vivir del modo en que se pueda—. En qué te volvés a tu casa le pregunté una tarde —la respuesta era tan obvia que no tardé en ruborizarme.

—A pata. Ahora agarro y arranco tranqui y llego cuando tenga que llegar —Su filosofía era un hierro candente que se apoyaba en toda la comodidad de mi puta vida.

Le di una bici que tenía sin uso de hace tiempo. Soy de esos arranques porque sí, aun cuando al día siguiente me pregunte qué razón pude tener para perder mi amada bici, por muy falta de uso y abandonada que pudiera estar. No hay respuesta para eso. La respuesta trasciende las palabras. Desde ese día lo vi ir y venir de dónde sea que viviese con otra cara. Nuestra relación creció en los breves instantes en que yo salía corriendo para ir a ganarme la vida y volvía también corriendo ya habiéndomela ganado. ¿Ganarme la vida? Qué podía significar aquello.

Pero hoy era distinto. Sus ojos tenían un fulgor malicioso, que se alzaba en medio de nuestra conversación.

—Qué pasa, te veo como ido —le dije-. Era como si fuese a cagarse a trompadas con el primer boludo que le dijese A, y yo era ese boludo y estaba parado al lado suyo.

—Que estoy podrido loco, no me alcanza para nada. Me canso. Yo antes andaba en la mala con otros pibes, metíamos caño y todo era más fácil. Y ahora cada vez que se hace de noche y me pongo a contar las monedas, siento que es una pérdida de tiempo, no avanzo para ningún lado.

Nadie dijo que fuese fácil, iba a decir, y sin embargo dije:

—Es jodido, ¿no?

—Sí —dijo y clavó la mirada en una vecina que salía del edificio de enfrente—. ¿Ves? —agregó— Yo a esa le conozco la vida. Sé a qué hora sale, con quién se ve, a qué hora vuelve, el piso en que vive, y hasta podría decirte cuánta guita lleva en la cartera. Lo noto por las pilchas, por la cara que tiene, por cómo trata a la gente como yo.

—Ajá, ¿y entonces?

—Nada, eso. Es que a veces… —yo agregué todo el resto. Lo vi en una noche cualquiera, nervioso, tendiendo la emboscada. Ella saliendo con su modo de llevarse la vida por delante, y él tomándola por detrás, sin importarle que lo reconociese, cobrándose parte de lo que todos le robamos de su vida, sin poder volver nunca más a esta cuadra, a este barrio donde se lo quería y respetaba, gastando ese dinero sucio en cosas sin importancia, volcado al desparpajo desaprensivo del delito, ligero de conciencia, vendido a ese costado suyo que le saltaba por un instante de los ojos.

—Y qué pensás hacer Dieguito —le dije, muy serio, mientras la noche caía como una mano negra que hacía presentir los oscuros recovecos del corazón humano.

Revoleó el trapo y no me contestó. Yo subí a mi departamento con pocas esperanzas. Probablemente las noticias hablaran de él al día siguiente. También de una vecina asaltada. No lo sabía, prefería pensar en el tipo que yo conocía, ese que encontraba sonriendo cada mañana, con algún motivo inútil para darle sentido a sus días.

 

Nunca te pases de listo

Publicado por el 21/01/2016

—Si vos supieras las ganas que tengo de borrarme para siempre.

—De dónde, Ruso.

—Del planeta, macho. De dónde va a ser.

—Bueno, eso es muy fácil. Juguemos a la ruleta rusa. Siempre has tenido tanta mala suerte que a la primera de cambio te volás los sesos y voilà.

—Lo he pensado —dijo, y colgó la mirada en el techo y la dejó ahí, metida en una grieta donde asomaba lentamente una araña de patas largas.

El Ruso limpió de nuevo el mostrador de su negocio y tocó un poco la balanza. Hace eso cuando la incomodidad de los silencios se le cierra en la garganta y entonces no hay caso, ya no puede continuar con lo que venía hablando. Por allá andaban los hermanos Gutiérrez, meta quemarse el hígado con ginebra y a puteada limpia por las manos malas que les venían tocando.

—Tienen la misma puta suerte de siempre —dije, y esperé que el cambio de tema alimentara la llama de un estado de ánimo distinto.

Pero el Ruso es porfiado y se empantana con gusto en lo que jamás podrá resolver con subir el precio de los tragos o cerrando los domingos para tomarse un descanso. Tiene la idea fija en la constancia del trabajo, y jamás ha querido cerrar para no sentirse solo. Él dice que un bar nunca debe estar cerrado. Tiene mujer y dos gurises que suelen andar entre los parroquianos repartiendo alegría y haciendo de pato de los que ligan poco, hasta que la voz de su madre cruza una puerta que conecta el boliche con la casa.

—Mirálos a ellos. Qué me decís- me preguntó el Ruso, y dejó unos puntos suspensivos en el aire.

Unas risotadas se alzaron en el aire cuando el Matón Contreras contó por enésima vez la anécdota de cuando se cogió una putita que lo volvía loco y de la que no se sabía el nombre. Eso excitaba a los que ya venían adornados por el exceso de alcohol y la falta de mujeres.

El Ruso levantó la cabeza y el mentón pareció quedarle más alto que los ojos. Era lo que hacía cuando una situación estaba a punto de convertirse en un problema. Adelantaba la refriega con la mirada y el gesto tosco del que tiene viejas broncas que cobrarse. La paciencia que el bar le trabajó con el tiempo, solía quedar acorralada por ciertas personajes. O como decía él, tampoco la pavada eh. Con mirar nomás ya sembraba una paz instantánea que iba del silencio a los gestos apocados de quienes eran apercibidos. Ni el Matón Contreras se animaba a desafiarlo. Además, para qué clausurarse la entrada al único bar en varios kilómetros a la redonda.

-Quizás ese desgraciado –apuntó el Ruso- sea más inteligente que nosotros dos juntos, pero como te decía, los niños deberían vivir en un lugar menos espantoso que este.

—De dónde sacás esas ideas, Ruso — intentaba escarbar el fondo de sus pensamientos, tener acceso a esa tristeza de media tarde que le agarraba dos por tres.

—Es que un día el zángano ese va a sacar lo que lleva enganchado del cinturón y entonces pueden pasar dos cosas, o los pibes estos —hablaba así de sus hijos, como si fueran de otro y él solo estuviera a cargo— ven un espectáculo peor que en las películas de terror, o se quedan huérfanos para todo lo que resta del viaje.

Adiviné que detrás de sus palabras habitaba una idea sórdida, un deseo incumplido, tal vez un presagio de motivación puramente masculino.

Los pibes siempre daban con la mesa del Matón. Había algo en él que despertaba su interés, y ya no había caso. Se pegaban como sanguijuelas a una diversión que el Ruso nunca pudo conjurar desde que los trajo al mundo, y parecían recriminarle algo de esa fantasía que emanaba de los juegos y pellizcos con que el Matón sabía contentarlos como nadie. Los niños veían en él un recreo, el patio donde era posible reclamar entretenimiento.

—Si yo supiera qué hacer con ellos, se quedarían acá, al ladito mío, tirándome del pantalón, en vez de elegir a ese gusano que todo lo pudre -noté que hablaba sin cerrar las frases. Como si buscara que yo recogiese el hilo de la razón verdadera, a través del pulso titubeante de su voz—. Pero yo tengo esto y nadie se la va a llevar de arriba si las cosas se pasan de castaño oscuro —llevó la mano bajo el mostrador y sacó con lentitud un cuchillo largo pero de hoja más bien ancha. Adiviné que lo tendría para preparar sus famosos vigilantes, el postre que nadie se animaba a cambiar por ningún otro, quizás por la absurda idea de traicionar las costumbres que hacían al alma del pueblo, hecha de pequeñas intransigencias en los hábitos. Y digo lo que digo porque vi que estaba manchado del marrón del dulce de batata.

—Epa –le dije, y levanté las cejas en señal de seguirle el juego pero con un tono alarmante. Después volteé para cerciorarme de que el matón no había visto nada. Más que ver ese cuchillo amenazante que exhibía el Ruso, me preocupaba que le hubiese visto la cara y dentro de su cara, sus ojos encendidos apuntado directo hacia donde él estaba—. Tranquilo, compadre –dije—. La noche es larga y hay que templarla con paciencia. El hombre no vale la pena.

Fue cuando recordé que el Matón Contreras había sido novio de la Beatriz, la mujer del Ruso, y que los niños solían coincidir con su llegada. Un antiguo rumor hablaba de aquel como del padre del más grande. Las malas lenguas cuentan muchas cosas, pero cierto orden natural de los acontecimientos monta un escenario aparentemente casual para quien quiera ir viendo cuál es la más pura realidad. Y así fue que el pibe volvió solo del fondo, sin su hermano más chico, y se acercó al oído del Matón para decirle vaya a saber qué cosa. Yo vi pasar algo delante de mis ojos. Era el Ruso que después de correr del medio al pibe con un planazo suave en la cola, hundió el cuchillo en el cuello del Matón sin mediar una sola palabra. La mesa se descuajeringó en un gran estrépito, y los borrachos cayeron hacia atrás como tocados por agua hirviendo. Se quedaron pegados a la pared, azorados por el chorro de sangre que brotó profuso hasta que la víctima se quedó seca como culo de perro.

—Disculpen que les haya cortado el juego muchachos— dijo el Ruso y se volvió para donde yo estaba, como si nada, limpiando la cuchilla con el delantal que acostumbraba a llevar puesto, con la tranquilidad de un sacerdote que prepara el momento sagrado de la ceremonia. Con la cara de piedra dio la vuelta al mostrador, se paró delante mío y me miró fijo mientras armaba un cigarrillo sin que le temblaran las manos.

—Te dije que este mundo no es para los niños. Hay pocas cosas que realmente valgan la pena.

Yo me quedé muti, mirando al fiambre, esperando que los polvos que le había echado a la Beatriz, al menos lo hubiesen dejado satisfecho.

Las uvas de la vejez

Publicado por el 14/01/2016

Me encariñé con el viejito de tanto cruzarlo a la misma hora en el mercadito de la vuelta.

—Tan caras las cosas —le dije una vuelta, y se ve que algo se le destrabó por dentro ya que no paró de hablar hasta que llegamos juntos a la caja registradora—. Andá nomás –Sentí que casi me echaba de buen  modo-. No vaya a ser cosa que se te contagie la vejez.

Todo lo que había dicho en esa oportunidad era una bocanada de aire fresco, como si se hubiera puesto a llover sabiduría y yo pescando todo a puro oído. Era increíble asistir a la refundación del mundo a través de sus palabras. Un mundo de anécdotas que aclaraban que la inmortalidad es una idea absurda que hace perder el tiempo, y que morirse no está tan mal después de todo y si es que has hecho de tu vida, algo de lo cual enorgullecerte.

—Tengo todo el tiempo del mundo para escucharlo —le contesté y vi que la cajera nos apuraba con la mirada. El patrón la observaba con el gesto torvo desde un costado.

Afuera había un colectivo repleto de gente, meta tocar bocina. Un tipo se bajó de un auto parado en doble fila, defendiendo –presentí- un poco de su imbecilidad obstructora. El colectivero se bajó, le dio tres bifes, le sacó las llaves del auto y las tiró lejos. El otro no hizo nada. La gente empezó a señalarlo y a reírsele en la cara. Volví la vista al interior de la gran lata humana, y pensé que esa gente transportada ahí dentro por horas, necesitaba un poco de diversión gratuita como la que acababa de ver. Con el viejo también nos reímos un rato. En realidad yo me reí y él sonrió.

—Supongo que la sociedad genera su propio circo para ir tirando —dijo y terminó de colocar la mercadería en las bolsas de plástico—. Adiós muchacho, nos vemos —me saludó.

—Espere —lo atajé antes que se fuera. Se me antojó que podía desintegrarse en el aire para no verlo nunca más—. Yo lo veo siempre por acá, tal vez si coordinamos una hora para encontrarnos yo podría ayudarlo a cargar las cosas a su…—dejé un bache para que contestara, y contestó.

—Geriátrico —dijo y vi una mueca de dolor interno cruzarle la cara como una sombra—. Es un geriátrico que queda a unas cuadras de acá. Me dejan salir cada tanto a hacer algunas compritas. Soy un chico bueno y confían en que volveré a tiempo y sin meter la pata.

Me reí con lo que había dicho, y estiré la mano para que me cediera algunas bolsas. Lo noté aliviado. El peso de los años lo había convertido en una cosa endeble y arrugada.

—Sabés —dijo mientras caminábamos al asilo—, un día de estos vos vas a seguir viniendo al mercadito y yo ya no voy a poder hacerlo. Pero voy a seguir pensando en vos. Cuando llegás a viejo —su tono era lento y conmovedor— todo se pone medio gris y te vas metiendo en una suerte de silencio, como si alguien apagase la máquina que le da energía y movimiento a todas las cosas. Advertís que los que vienen a visitarte tienen más ganas de irse que de quedarse, y eso es como si en realidad nunca hubiesen venido. No los culpo, quizás yo haría lo mismo si se tratase de un viejo tan aburrido como yo.

—Usted no es nada aburrido —contesté, y entonces levantó la cabeza de lado y sonrió apenas—. Es más, yo voy a ir a visitarlo con gusto y nos sentaremos a perder el tiempo hablando pavadas. ¿Le parece?

—Claro, pero te advierto que es un lugar poco recomendable. Es como estar soñando una pesadilla, despertar, y darse cuenta que sos un animal indefenso perdido en una madriguera sucia y mal oliente. Mejor juntate con la gente joven —me aconsejó.

Desde ese día comencé a ir más seguido al mercadito y ahí nos veíamos y charlábamos un rato. A veces lo visitaba en el geriátrico y así iban pasando los días, yo una esponja, él un oráculo, una fuente de vida de la cual emanaba la artesanía gloriosa del hombre tallado por sí mismo.

Con el tiempo advertí que tenía toda la razón. La inercia de la vida suele quedar sujeta al entorno, y ahí dentro, poco y nada podía esperarse de unos ancianos babeantes que miraban la nada a través de la ventana, como si añorasen la llegada de la muerte.

—Qué es lo que queda —le pregunté un día, y se quedó buscando respuestas en el aire —al menos eso creía yo— hasta que me pareció que había olvidado contestarme, como si en realidad no importasen las palabras, sino el hecho mismo de la vida; bailar aun cuando el dj ha dejado de poner música.

—Nada hijo —respondió y me encantó que me llamara así. Me había adoptado con dos palabras—. ¿Viste esas repentinas tormentas de verano –siguió- que vienen preñadas de un augurio medio jodido?

—Sí.

—Eso avanza hacia donde estás —parecía evocar una idea recurrente—, sin nada que hacer más que aprender a disfrutar el enigma pavoroso de lo terrible. Luego resulta que la tormenta se ha perdido en el horizonte sin explicación. Quizás eso sea tal vez lo que quede. Solo la certeza confusa de irte a la cama sabiendo que has sobrevivido a la tormenta por un día más.

—¿Y el sexo? ¿Qué hay con el sexo? —siempre había pensado que el final llegaba cuando cesaba el impulso sexual.

—El sexo no es tan importante después de todo  —contestó, y vi en sus ojos, estoy seguro, un revoleo erótico de mujeres—. Llega un día hijo —me daban ganas que repitiera esa muletilla cada vez que la decía—, en que las cuestiones del sexo, la suspensión de vida sexual en sí, deja de ser tan terrible y lo único que va quedando es una especie de amor en crudo, uno que ha soportado todas las desgracias, decepciones, traiciones y fracasos. Ese día caés en la cuenta de que no hay nada tan profundo y tan lleno de significado como el simple deseo de la compañía. Pero mejor vamos a comprar unas uvas –me dijo.

Llevamos muchas cosas y charlamos otras. Quedé tan pasmado que me llevé las uvas suyas sin querer. Al otro día lo esperé en la puerta del mercado apoyado en un auto y con la bolsa en la mano. Pero el viejo nunca llegó. Tampoco quise averiguar por qué. Solo me quedé ahí hasta que el sol fue cayendo en medio de los ruidos densos de las horas de la tarde. Luego la oscuridad de la noche produjo un vacío que trajo una calma repentina. Vi que cerraban las puertas del mercadito y encima lo sellaban con las cortinas metálicas. Empecé a imaginarlo escondido en el sector de verdulería. Resoplé en una especie de risa forzada y lo dibujé en mi mente con ese aire distraído, meta comer uvas hasta cansarse.

El gordo Pedro

Publicado por el 07/01/2016

—Yo soy un héroe -me dijo el gordo Pedro.

—Yo no debato al cuete —le contesté.

—En serio te hablo, boludo —por el rostro le pasó una sombra que difícilmente pudiera tener que ver con el heroísmo—. ¿O vos te pensás que los héroes de verdad están en las revistitas esas que leíamos cuando éramos chicos?

—No lo sé —estaba dispuesto a seguirle la corriente—. ¿Vos hablás de Linterna Verde, el Hombre Araña y todos esos? –creí que podía escupirme a la cara y que sería yo el que de todas formas debería pedir disculpas. Metió las manos en los bolsillos como quien guarda una vergüenza. Pero enseguida levantó el mentón, miró al cielo y supe que lo estaba diciendo en serio, que se creía un héroe de verdad.

Cuando éramos chicos lo veía al costado del baldío donde íbamos a jugar al fútbol. Era de los gordos sin pelota, nada insidioso ni resentido a pesar de la alevosa forma en que solíamos dejarlo de lado. Es que nadie quiere perder y el gordo era un lastre terrible. Estaba visto que uno  juzga las cosas importantes de la vida por el lado equivocado. Pero tampoco se nace sabio; más bien se desconocen las reglas que hacen de la vida puertas adentro de la piel, una cosa más próxima a eso que llaman felicidad. El gordo Pedro se quedaba ahí, manso, donde crecían los yuyos, jugaba con un palito, dibujaba cosas en la tierra, o se entretenía mirando a los lados como un pájaro que busca migas entre los colores del paisaje. Yo cada tanto lo pispeaba y él, ajeno a esa cosa redonda de cascos hexagonales por la que todos corríamos desesperados, parecía ensimismarse en un sueño muy personal. Estoy seguro que para él la pelota era una cosa insignificante, y no un elemento que cargaba toda la fuerza íntima del barrio y la niñez. Pero igual no se molestaba por quedarse solo y apartado. Solo observaba desde lejos y estoy seguro que nos atravesaba con la mirada, que eran otras cosas las que veía cuando nos miraba.

—¿Te acordás cuando jugábamos al fútbol en el baldío de los Peralta?

—Ustedes jubaban, yo solo me aburría —la contestación me dolió como un pelotazo en la cara.

—Bueno —dije— pero no me digas que alguna vez no te tentaste con romperle el arco al Chapu Carrizo.

El Chapu era un arquero invencible, con propiedades adivinatorias, un compañero por el que todos se sacarían los ojos con tal de tenerlo en su equipo, y encima nos llevó a la gloria en un campeonato barrial. Los que le siguieron el rastro, dicen que se lo llevaron afuera, a otro país, pero que él siempre habla del campito donde jugaba con los amigos. La verdad es que la memoria lo tiene ahí, bajo los tres palos, guiñando un ojo como hacía después de atajar una pelota dificilísima.

—Ese era un verdadero héroe —solté la frase y quise abarajarla en el camino, en esa milésima de segundo entre el oído y el cerebro del gordo. No me salió. Lo vi mover la cabeza a los lados, perderse en una tristeza amarga.

—Te dije que yo soy un héroe —reaccionó— y no el Chapu.

El gordo tomó de más, me dije. Y, era posible que se le hubiese dado por la bebida, y que yo fuera el destinatario de sus disparates. La verdad era que no la había tenido fácil. Toda la vida había dependido de una mujer que lo llevó al altar y después hizo de él un esclavo VIP. El padre tenía una empresa próspera, y ahí lo encajó. Un desquite quizás, por la pésima elección de su hija, un bagayo de los que dan naúseas, dispuesto a atrapar al primero que se le cruzara. Y ahí andaba el gordo Pedro, quien tampoco era un playboy por el que morían las minas a su paso. La cosa es que el gordo terminó laburando catorce horas por día en un sucucho irrespirable, repleto de papeles y que por alguna razón olía muy mal. Una especie de sótano que bordeaba la cárcel mental en la que vivieron personajes kafkianos. Encima, la muy yegua lo dejó después de tener el primer hijo. Lo echó a la calle como un perro y se quedó con el premio mayor, aquello que convierte al hombre en prescindible y traza una línea hecha de un olvido rancio en cuestiones de sexo y masculinidad, y que llaman: hijo. Así que acá andábamos de vuelta tomando de más para olvidar las penas, y el gordo meta decirme que se había convertido en un héroe. De negárselo moriría ahogado en un asco a sí mismo difícil de explicar. Opté por dejar que dijera lo que le viniera en gana. No era asunto mío, ni lo sería nunca. Odio meterme en la subjetividad del dolor ajeno. Ningún pronóstico hace a la cura.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —quería cambiarle de tema antes de que se le secaran las neuronas—. Digo con tu trabajo, gordo, descontando que hoy y siempre podés contar conmigo, obvio –ese tipo de frases caen redondas entre los amigos. Total después nadie se acuerda, y el amigo es amigo, primero y principal, por no facturar el golpe bajo de un reclamo.

—Es que no quiero un trabajo —dijo, y comprendí que definitivamente se le habían chanfleado los cables—. Lo que yo quiero es que me digas que soy un héroe —sí, con seguridad se le había corrido el dial.

La puta madre, me dije, se ve que el gordo no va aflojar con esta historieta. ¿Qué hago? ¿Le digo no le digo? ¿Debería decírselo para que me dejara de joder con eso? ¿Por qué creía que yo podía aceptar semejante incoherencia? Pobre gordo –por dentro no podía pensar otra cosa- se le chifló el moño y justo me viene a agarrar a mí de psiquiatra de turno. Y bueno, yo le digo que es un héroe y que se vaya a lavar las patas.

—No me parece que seas ningún héroe gordo —dije, y eso que había salido de mi boca era exactamente lo contrario a lo que quería decir, pero de algún modo me sentía reconfortado.

—O sea que vos sos de los que piensan —empezó el gordo y lo vi tomar aire como para hablar dos días seguidos—, que alguien que se mete en una cloaca catorce horas al día, sin nadie que lo aplauda ni lo admire, confinado a una realidad sin público, con una tarea que no le interesa ni entretiene a nadie, algo que nadie pagaría por ver, y menos a un gordo sin gracia que solo acaba con una pila de papeles para después seguir con otra, y que solo levanta la vista para confirmar que delante suyo hay un enorme reloj como un Dios inmisericorde al que le gusta gastar bromas pesadas, es alguien que no merece ser llamado héroe.

—Oh, oh, perdón, gordo, soy un gil —dije con aire apenado—. Tenés razón, vos sos un héroe, un héroe de verdad.

—No me mientas —contestó y le volvió la carita de la infancia—. ¿Sabés una cosa? extraño mucho quedarme a un costado de aquella canchita del baldío. Al menos podía alcanzarles la pelota cuando la tiraban a la mierda.

—Yo también extraño eso —dije— y ya no hablamos más, y nos quedamos mirando el suelo por un rato largo.

 

 

 

Enemigos íntimos

Publicado por el 03/01/2016

Desde el primer día todo resultó molesto. Quizás fuese mi intención de agarrármelas con alguien. Podía ser. Esos impulsos nunca duermen. Son la resaca del alma, las ganas de guerrear por nada, de tan aburrido que se está. Tal vez, solo tal vez. Pero de fondo había algo más. Una historia que empezaba mal. Un fuerte olor a contienda, una intuición cerrada de que el tipo que estaba delante, tendría serios problemas conmigo, un pálpito de lo más certero venido de lo profundo, un aviso sin tregua ni matices. Él y yo deberíamos acostumbrarnos a odiarnos con cierto estilo, compartiríamos el mismo lugar, y las cosas empezarían a correrse de su eje. Lo noté desde el mismo instante en que cruzamos la primera mirada, y ni hablemos de las primeras palabras.

-Qué tal –dijo con aire seco-, espero que nos llevemos bien.

-Ojalá que sí –contesté, con cara de ser el depredador que espera agazapado para saltarle arriba a la presa, hincarle las garras y retorcerle el cuello.

Aquella primera vez que nos vimos él se dio vuelta rápido para ofrecerme el desprecio de su espalda. Después volví a mi puesto, sabiendo que dábamos origen a la era que terminaría con la salida de alguno de los dos. Como dicen en las películas, el mundo era demasiado chico para ambos. Al principio parecía comportarse con respeto, pero yo notaba que intentaba dominar todo aquello que formaba parte de mi territorio. Con sigilo lo vi moverse buscando apoyos entre los demás y como todas las cosas que no dependen de un posicionamiento físico, sino de una sensación de superioridad, tuve que empezar a desplegarme tan ancho y tan consistentemente como podía.

-Supongo que te sentís muy cómodo con lo que estás haciendo –le dije un día mientras sorbía un trago de café de la máquina que siempre los sacaba aguados. Él levantó la mirada y sonriendo a quien tenía delante suyo –al parecer estaban chichoneando un poco con aquella compañera- me dijo que él no tomaría nunca café de esa máquina, que eso era como rendirse ante la mediocridad.

-Mjjj –balbuceé, y quemándome hasta las entrañas sorbí con ruido todo el resto de café que me quedaba dentro del vaso de plástico. Luego contraataqué-. Quizás las cosas tengan una manera de funcionar, y quien no las entienda, por inteligente que crea ser, se verá obligado a padecer la soledad de los iluminados –. Solté la frase con tanto desdén que algo me dolió en el cuerpo. La ironía se le atragantó en un gesto de la cara. Luego me fui tranquilo por el pasillo, tardando más de la cuenta, como hacen las mujeres que caminan a desgano para extender el encanto del paseo y las vidrieras.

Medio año transcurrió sin que nos dirigiésemos la palabra. Se coordinaba lo necesario a través de voces que actuaban de mandaderos. En el centro de todo había un gran biombo dibujado por el frenetismo despectivo de nuestras mentes. En las reuniones elegíamos lugares distantes, asemejándose a las indescifrables decisiones de los reyes, colocados uno en cada punta de una mesa larguísima. Y desde ahí nos apuntábamos con miradas letales, llenas de una indiferencia que tornaba denso el ambiente y hasta podía imaginarse un color oscuro tomando las paredes y el cortinado, avanzando luego por los mosaicos del suelo y subiendo por los pies de los demás hasta hacerlos vomitar un break, un tomémonos un respiro y seguimos más tarde. Se atragantaban con nosotros y el aire se volvía irrespirable.

-Será mejor que controles el mal humor-dijo de espaldas a mí, en complicidad con quien lo acompañaba. Estábamos bajando el ascensor. Sabía que esa frase era toda mía, que esperaba mi reacción, la violencia amontonada, el error del que pierde. Dejábamos atrás un día de trabajo pero no el odio que nos separaba. El otro rio y yo me metí las manos en los bolsillos para que quedaran presas, inutilizadas, practicando un nuevo grado de paciencia. Al abrirse en uno de los pisos, subió un viejo conocido que hacía rato que no veía, de esos amigos que se extravían en circunstancias bobas, que no tienen nada que ver con las ganas de no verse, la antipatía o el grado de amistad que se les profese.

-Ey –dije, exagerando el saludo-. No creí que un alto directivo pudiese juntarse con la plebe. Debería existir un ascensor más lujoso que éste para gente como vos.

Mi amigo rio de buena gana. Olió que algo me traía entre manos y me siguió la corriente.

Nada peor para un inseguro que darle a entender lo frágil que es el piso por dónde camina. Sobre mi enemigo no sabía muchas cosas, pero sí sabía esa. La había percibido en su actitud dócil y servil que afloraba con evidente facilidad ante aquellos que podían hacer de él, pero también de mí, un simple desempleado, un hombre sin horizonte vagando sin rumbo por las calles. Y esa es la doble faz de los soberbios: si lográs darles la vuelta podrás ver que apenas están sostenidos por hilos muy finos.

-Tengo un asunto muy serio que hablar con vos –el tuteo y la firmeza de mi voz ponía el contexto perfecto para un miedoso.

-Me podés pedir lo que quieras, un amigo es un amigo –dijo mi amigo, con un arte y una resolución que me obligó que aplicar mi máximo esfuerzo en contener la risa-. El trabajo es sencillo, solo hay que voltear un solo muñeco –hablé de un modo tan tajante que creí sentir la tibieza del pis que empezaría a correrle entre los pantalones a mi detestable adversario.

El ascensor llegó a la planta baja y el idiota bajó como si se lo llevara el diablo. El otro lo siguió sin chistar. Son de los que se mimetizan rápido por el tamaño de su estupidez.

-¿De qué hablabas? –preguntó mi amigo y sin querer averiguar nada me golpeó el hombro con la mano y dijo que yo nunca cambiaría. Bueno, como sea –siguió- parece que querías darle un susto a uno de esos dos. En fin, ahora el favor te lo pido yo –Sabía que podía contar conmigo para lo que quisiera-. Estoy sin trabajo y por eso he venido hoy a probar suerte a este lugar. Si tenés algún contacto, espero que lo actives, ¿sí?

-Dalo por hecho -contesté mientras veía que la tarde armaba de nuevo un escenario de sombras.

Al siguiente día el aire se respiraba distinto. Hay cosas que se saben sin necesidad de ser comprobadas. Alguien me había ganado de mano en la máquina expendedora de café.

-Llevate este que yo me preparo otro –dijo un sumiso y humilde compañero de trabajo, ex enemigo, convertido ahora en el cordero convidador de los cafecitos de la mediocridad.

-Gracias –le dije-. Luego pegué media vuelta y me fui pensando que tal vez había estado de más haberle agradecido un gesto tan rastrero.

 

 

 

La navidad de los Mellis

Publicado por el 23/12/2015

Al Citroën le costó sortear la loma de la cuadra donde yo vivía. Por el ruido, poco le faltaba para dejarse ir por la pendiente sin remedio. El viento hacía oscilar el farol de la luminaria en el centro de la calle. De ida alumbraba la chapa carcomida del cochecito. De vuelta encendía parte del asfalto de la calle y tomaba la vereda de los Mellis, a unos 30 metros de donde me encontraba tomando un poco de fresco.

No hacía tanto que los Mellis habían llegado al barrio. Enseguida se hicieron conocidos por su habilidad para jugar al fútbol. La madre era un bombonazo de los que traen problemas. Y el padre uno de esos tipos cuyo elemento parece ser la gente, pero a la vez dejaba en el aire un misterio de efecto tardío.

Los Mellis andarían en los trece años. Habían dado uno de esos estirones típicos de la adolescencia que deja a los pibes altos como postes y con una voz que mezcla el timbre de Alberto Castillo con el de Barry White. Buenos chicos, saludadores y educados. Le daban al fuchin sin parar, dale que te dale, todo el santo día pateando de una vereda a la otra, y no faltaba ocasión en que tuviera que devolverles alguna pelota cuando se excedían con los bombazos.

La luz tocaba también esas mismas veredas y volvía a dar en el Citroën que por momentos parecía haber quedado clavado en la loma al estilo de los camiones pasados de rosca con el peso. Hice tanta fuerza para que alcanzara el umbral de la cuesta donde el motorcito dejaría de rezongar, que creo que fue eso y no otra cosa, lo que impidió que se despeñara. Después lo tiraron a un costado, contra el cordón. Un ruido de animal sacrificado salió de la parte delantera y tras un traqueteo ruidoso, se apagó del todo y en un segundo se planchó contra el suelo como si hubiese estado lleno de aire. Vi asomar una cosa roja que se movía con dificultad: un hombre, o más que un hombre una cosa roja de movimientos lentos. La oscuridad de la noche hacía del personaje un acertijo. Para mi asombro alcancé a advertir que se trataba de un tipo disfrazado de Papá Noel. Debía ser un individuo rollizo, de la exacta contextura del gordinflón de los premios navideños. De inmediato soltó sobre el pasto de la vereda lo que hacía las veces de la bolsa de regalos. Con las dos manos luchó para subirse los pantalones. Los faros de los autos mostraban a un ser embargado por el tedio. Miraba hacia los costados temiendo ser descubierto. Se acomodó la barba un par de veces. Chequeaba que todo estuviera en su lugar. Se persignó por razones que no entendí, pero que puedo juzgar parecidas a las de un jugador de fútbol a punto de entrar al campo. Luego empezó a caminar exagerando los modos, como si las cartitas de todos los pibes del mundo le hubiesen dejado los huevos muy hinchados. Yo me serví un poco más de la sidra que me había encanutado para pasar el rato con ese sonido esporádico de los que se tientan a tirar cuetes antes de tiempo. El cielo lucía estrellado y limpio. Los autos pasaban muy a las perdidas, y podían escucharse lejanas las risas de los vecinos, el ajetreo compinche de la gente y sus preparativos. Por allá, brindando en la vereda, resonaban las voces de otras personas, brindando a cuenta y pensando qué sería de ellos en breve, cuando la sorpresa tonta del tiempo los encontrara pisando el año nuevo, dejando atrás las fiestas y volviendo a la marcha diaria de las cosas de siempre.

El aire amable evocaba otras noches anteriores, preñado con la nostalgia de la pérdida y las alegrías que hay que andarse inventando por las dudas. De fondo escuché la voz de mi madre preguntando por mí. Debe estar afuera, dijo uno de mis hermanos, y yo me quedé ahí sin acusar recibo, mirando cómo el padre de los Mellis salía al porche de la casa y les hacía señas a sus hijos para que salieran a la calle. Noté que los Mellis encararon a desgano, con pies de cemento.

Jo jo jo, se escuchó en medio de la noche. Era el tipo del Citroën, riendo y haciendo gestos ampulosos, arrojando con cierta maestría la gran bolsa a los pies de los Mellis, y haciendo ese truco clásico de quienes quieren poner expectativa en algo, revolviendo y mirando a los destinatarios una y otra vez. Los pibes estaban lejos de parecer contentos, sus caras hablaban de un acontecimiento bochornoso. Pero su padre sí que se veía exultante, era un chico de nuevo, aullando ante los grandes paquetes para después palmear las espaldas de los pibes e invitarlos a ir adentro. Disimuladamente estiró un billete de faja del bolsillo trasero, y Santa lo tomó con una habilidad casi imperceptible. Pensé que el vecino había montado todo este circo para que le trajeran algo de droga mientras los pibes le servían de escudo y distracción.  Pero no. La respuesta era más naif. La que se veía.

El tipo del disfraz tomó lo suyo y se volvió caminando muy suelto de cuerpo, con el aire relajado que inspira la misión cumplida. Lamenté que el motor le fallara, pero así son las cosas con esos cascajos que ojalá funcionaran a base de nostalgia. Nadie salió a asistirlo y yo no pensaba levantarme a darle una mano. Con un instinto absolutamente suicida dejó caer el auto por la pendiente y cuando llegó a la esquina torció el volante con una muñeca envidiable, aprovechando el envión para prenderlo y salir derechito por la constelación 3 cv. Sonreí y volví la vista hacia la casa de los Mellis. La ventana semiabierta dejaba traslucir el movimiento de unas sombras mezcladas con la intermitencia de las luces del arbolito. Me pregunté si ese padre prefería jugarla de inocente por los obvios motivos con que se iba a la cama. O si los Mellis, superados por la sensiblería de las fiestas, elegían regalarle a su padre toda la inocencia que le iba a seguir haciendo falta.

Volví a escuchar la voz de mi madre. Debíamos hacer de Papá Noel. Pisé el cigarrillo que acababa de prender y empiné la copa en un fondo blanco. Era una sidra asquerosa como casi todas. Después entré. Me tocaba mantener cautivos a los chicos mientras los demás organizaban el engaño mágico de todos los años.

 

Las Armindas

Publicado por el 16/12/2015

Las llamaban las Armindas. No se sabía mucho de ellas. O más bien nada. Ni bueno ni malo. Podría decirse entonces que eran como el agua pero no necesariamente. Si te las cruzabas giraban un poco la cara o las encontrabas muy juntas, como si entre medio de ellas se levantase una pequeña hoguera que el viento de las miradas podría apagar. Vestían de un negro riguroso y usaban sombreros exóticos como los de las películas. Siempre caminaban juntas y nadie se animaba a asegurar que no fueran siamesas, pues salían a la luz del día casi entrelazadas, y al caminar les quedaba un ritmo marcial que les daba un aire entre cómico y severo. Sus edades eran indescifrables, y nada se sabía sobre su modo de subsistencia. Algunos arriesgaban que habría por ahí algún benefactor clandestino que a cambio de vaya a saber qué, les auguraba una vida sin sobresaltos.

Nadie las había visto comprar algo, solo se las podía seguir con la mirada cuando hacían sus caminatas al caer la tarde, muy tranquilas, sin levantar nunca la vista pero dejando el presentimiento de que iban observándolo todo, en una suerte de amplio monitoreo que incluía esa astucia propia de los pelotones de reconocimiento. Ni siquiera compraban ropa, mercadería o cosas para la casa. Ni siquiera maquillaje, algo tan propio del mundo femenino.

Se decía de ellas que eran dos mujeres grandes. De inmediato se frotaban la barbilla para decir que tal vez no fuera tan así y que en realidad cuando se las miraba bien, parecían ser mucho más jóvenes.

Yo las veía pasar por el frente de mi casa y aguzaba la vista para ver si había algo que me aproximase al misterio de saber cómo eran. Aunque parezca increíble, nadie podía asegurar que tuviesen ojos, cejas, boca y nariz, porque nadie era capaz de afirmar o decir algo sobre sus rasgos. Y para colmo yo llegaba tarde a ese fisgoneo brutal que comenzaba cuando las veía venir y pasar delante de mí casa. A veces le echaba la culpa a la sombra de los árboles, pero la verdad era que la postura de sus cuerpos, los hombros algo levantados y los sombreros de ala ancha volcados sobre la cara, impedían verlas con nitidez. Acaso ponían a salvo su ¿secreto? A pesar de todo caminaban con mucha gracia, como si la desprolijidad de las veredas de la cuadra fuese en realidad un canal de energía por donde sobrevolaban con sus vestidos negros.

En esa época yo había leído unos libros de cuentos en lo de un amigo. Distintos, muy distintos a las enormes y encantadoras Enciclopedias de los niños que había en casa y que venían con unos dibujos hermosos de animales y personas de otros sitios, como tribus que se ponían aros gigantes en la nariz o se alargaban el cuello con argollas doradas. En cambio los libros de mi amigo contenían historias más dramáticas. Sin ir mas lejos, recuerdo uno en especial en el que los personajes eran dos brujas que traían toda clase de calamidades. Nada de eso me daba miedo porque estaba dentro de un libro y no tenía por qué ser verdad. Pero un día (el pueblo da espacio a la cabeza y a los ojos) me quedé mirando el cielo y de pronto me sorprendí con la belleza cautivante del crepúsculo, ante la hora incierta en que se funden la luz y la oscuridad, un punto en el que adiviné podía morar la eternidad, y a la vez el terror melancólico de los mortales. En ese instante pensé que lo que decían los libros y lo que entendíamos por realidad, también podía cruzarse en una zona de transición parecida a ese momento indefinido del atardecer. Entonces las brujas acechantes de esos cuentos, montadas en escobas con sus risas maléficas, bien podrían atravesar el umbral de la fantasía y ser parte de este escenario que un niño como yo observaba a través de la ventana de su casa.  Quizás eso podría explicar también los extraños sucesos acaecidos en el pueblo, como la muerte de las vacas de Don Coronel o la desaparición de la sobrina de los Coiro, incluso las preguntas sin respuesta que muchos elegían callar para no pasar por locos, y que iban desde los ruidos nocturnos hasta las apariciones luminosas que encendían la noche y los miedos de la gente. De modo que intenté liberarme de esa clase de pensamientos pero mantuve firme mi costumbre de observarlas con suspicacia.

Una tarde, al verlas venir, cerca de la hora habitual del ocaso, me acomodé junto a la ventana al estilo de una función de cine en vivo, dispuesto a descubrir algo en ese cuchicheo donde debían pergeñar sus planes nocturnos. Justo a la altura de mi casa giraron sus cabezas y entrelazadas como dos buenas comadres, clavaron la vista hacia donde yo me encontraba. Me quedé helado y a la vez pensé que la hora impediría que me vieran por el reflejo que el sol producía contra el vidrio. Sin embargo dudé. Y lo que es peor, al fin pude verles los rostros: eran igualitas, un calco, bellas como dos lunas juntas y con ese aire dulzón y perfecto de las noches de verano. Pero de todo eso tengo la sensación, ya que el recuerdo es muy difuso. No podría decir que sus ojos eran así y asá o que sus bocas eran carnosas o delicadamente finas, o si sonreían o estaban muy serias. Tan solo me quedó impreso un fulgor. Sin embargo nadie que no lo haya visto podría discutírmelo. Por suerte el cruce de miradas duró un instante. Luego giraron sus cuerpos y siguieron caminando con ese modo tan íntimo, hablándose entre sí, con ese misterio tan especulativo que tienen las personas de las cuales no se sabe absolutamente nada.

Pobre Raúl

Publicado por el 10/12/2015

Raúl me contaba que estaba a punto de casarse y de que eran horas buenas para el amor. Su amor. El amor que vino dado con el paso del tiempo. Con Carolina se conocieron durante la secundaria y ya llevaban cerca de nueve años juntos. De esas relaciones que exceden las expectativas de todo adolescente cuya explosión hormonal es un verdadero atentado contra las relaciones duraderas. Solo sucedió como sucede la mayoría de estos asuntos: porque sí. De pronto la chica más codiciada del aula embarcaba a Raúl en un sueño que jamás pudo haber imaginado. Carolina era tan dulce que daban ganas de pegarse la cabeza contra la pared hasta quedar inconsciente. Cabello apenas castaño y una forma de mirar robada de las películas que venían de las actrices foráneas. Andá a saber cómo fue que se le dio. Tal vez las razones hayan sido mudas, de esas indescifrables conexiones que nacen en un gesto, un olvido o en un bostezo. Vaya uno a saber. Si pudiéramos atrapar el misterio, las coordenadas del amor, seríamos otra cosa en vez de estos seres imperfectos y frágiles que simulan llevarse el mundo por delante y vuelven a sus casas sin saber si es mejor entrar o mandarse a mudar. Así que Raúl pasó de estar más solo que un loco a llevarse el premio gordo de fin de año, y todo delante de nuestros ojos atónitos.

Allí comenzó su vuelo cósmico cuya parada casual venía a estar dada en este presente de señoras baldeando la vereda y un sol que caía resaltándole el brillo de las lágrimas mientras caminábamos hacia el centro buscando un café para charlar tranquilos. En realidad, creo que me estuvo esperando hasta que por algún motivo tuviese que salir de casa, y haciéndose el distraído me salió al choque.  Porque esas cosas se notan aunque uno quiera hacerse el disimulado. En cuanto a las razones por las que me eligió a mí después de cien años de no vernos, pueden buscarse en el manual de los no sé qué, donde también deben estar las razones por las que Carolina se había quedado con un flaco tan fulero e insulso como él.

Noté que algo le pesaba en el cuerpo porque caminaba doblado, vencido, como ausente. Pero igual no paraba de hablar, justo conmigo, a quien el oído se le fatiga muy fácil.

—Y se levantó temprano —me decía con la vista pegada al suelo, siguiendo la punta de sus zapatos—, y al sentir cómo se hundía su lado de la cama, abrí los ojos y la vi, con la bandeja del desayuno y esa sonrisa suya tan especial, como de madre, pero además —decía sin aplacar su énfasis—, también había una flor.

—Qué…—odio las cursilerías de las flores y no sabía cómo calificarlo— lindo gesto. Pero qué tiene que ver con tu tristeza.

—Eso, precisamente eso, que me la venía venir, sabía que en esa flor había algo más.

Lamenté el estado de inocencia, por no decir pelotudez, en que había quedado aquel flaco áspero que te entraba a las canillas sin asco cuando jugábamos al fútbol. El tanque le habíamos puesto, por aquel famoso alemán que quería partir al medio al Diego en el Mundial del 86. Solo que este tenía de tanque la rudeza de aquella máquina de cortar tobillos, pero por el resto era no más que un ser desgarbado por el que no dabas ni cinco. Digamos un pibe normal al que lo arrebató una especie de huracán llamado Carolina, y ya nunca volvió a ser el mismo. Un día, sin saber precisar cuál, comenzó a distanciarse y quedó enredado en la típica y brutal bobera que el amor produce sobre el objeto deseado. Y así andaba, hecho un boludo. Algo de eso se había despejado en este otro tipo que dudaba al caminar y que de no atajar con el brazo hubiera cruzado todas las calles sin mirar, con los resultados más o menos previsibles que una cosa así pudiera arrojar. Y estaba al borde de decírselo. Tal vez quisiera contarme algo más fuerte, inesperado, que saliera de la monotonía en que los demás juzgábamos su vida. Porque llegaron a ser impensables por separado, una isla a la medida de su amor y sin lugar para terceros. Cualquier lugar que frecuentase Raúl, estaría habitado a su vez por Caro. Y al revés también, y era como si te expulsasen con un anillo de fuerza para que te ocupases de tu vida y los dejases tranquilos, que así estaban muy bien. Llegamos a creer que pecábamos de mezquinos, cómplices de un boicot en su contra. Y si bien algún mal pensado nunca falta, la sensación no era otra que la del dolor ante la pérdida del amigo, envuelto en ese punto sin retorno que todo amor abre como escenario. No más que eso.

—Bueno, contame Raúl, te veo preocupado —dije, porque se quedó flotando en el más allá durante cuadra y media y la gente tenía que correrse para esquivarlo.

—Era la flor que le regalé y que ella guardó adentro de un libro el día que le pedí casamiento.

—Ajá, y digamos que estaba un poco marchita.

—Exacto. Es eso. Ella dijo que esa flor nunca se marchitaría, y ahí estaba casi desfigurada y negra adentro de un libro en el que decidió guardarla —imaginé a Carolina pero con la edad que teníamos en el secundario, cuando una mirada suya ponía el universo en marcha.

—Bueno –dije- el tiempo suele hacer esas cosas —arrugué la cara para resaltar mis arrugas.

—Es que estaba por dejarme, ¿no te das cuenta lo que te estoy diciendo?

—No.

Los códigos internos de los amantes funcionan de un modo que podríamos enmarcar entre lo patético y lo infantil. Es esa simbología que cruza las vidas de ambos y convierte una palabra en un estado de ánimo, un tono en un pedido, una mueca en un recuerdo. Supe que muchos se alegrarían con la noticia, pacientes depredadores a los que no tumba la modorra lenta del paso del tiempo. Esos saltarían a jugarse la parada, en una especie de venganza retroactiva, sin importarles un comino la tristeza que destrozaría por un largo período al bueno de Raúl, que llegando a metros del casamiento se quedaba sin nafta como el famoso corredor de autos.

—Y qué motivos te dio. Ustedes eran la pareja que no podía fallar, los fracasados éramos nosotros, Raúl —hablé intentando sacarle el peso agobiante que le saltaba por los ojos rojos de tanto llorar.

—Ese es el problema —contestó mientras se pasaba el dorso de la mano con tal fuerza que pensé que se arrancaría parte de la cara—. Lo que me dijo me dejó desconcertado. Es como si te mataran prometiendo más amor.

—No entiendo nada, Raúl. Comprenderás que mi especialidad es calcular con exactitud cuánto hay que ponerle de Coca al ferné.

—¿Por qué siempre tenés que hacerte el gracioso? Lo mío no es joda. Lo que Caro me dijo me involucró más con la relación, me obligó a amarla de un modo definitivo, aún habiéndome abandonado.

Lo escuché y dije basta para mí. Me cansé de los eufemismos y de la intriga. ¿Por qué los enamorados no iban directo al grano?

—Eso, al grano… —dije, y en el instante me di cuenta de que mi pensamiento había pasado a ser palabra.

—¿De qué grano hablás? —Raúl lucía muy enojado.

—Nada Raúl, disculpá. Seguí nomás ¿Qué me decías que te dijo entonces?

—Me dijo que me dejaba porque me amaba demasiado. Eso me dijo, que me amaba demasiado.

—La puta que la parió —la puteada me salió limpita. La muy turra había encontrado un modo de trasladarle la culpa.

—¿Qué dijiste? —la cara se le transformó. Nos iríamos a las manos sin remedio. Y bue –pensé- si la cosa servía para aliviarle un poco la pena, bienvenido sea. A final de cuentas, para eso están los amigos.

 

El circo

Publicado por el 02/12/2015

La llegada del circo al pueblo provocó una fascinación inmediata. Corrimos alrededor de los jaulones rodantes de los animales a los que el rigor de la canícula machacaba sin piedad. Un hombretón con una vara amagaba a pegarnos si nos acercábamos demasiado. La hediondez de las bestias superaba el desmedido entusiasmo de los niños. En la parte de adelante, en un carromato tirado por sendos caballos ornamentados con penachos blancos, un hombre con un sombrero de copa y una mujer hermosa, iban dejando caras de asombro a su paso.

La gente se lanzó a las calles trazando una especie de corredor humano, trenzados unos con los otros, con esa alegría pueril que lleva a las mujeres a tomarse del brazo de sus maridos y señalar lo que ven sin poder parar de reír. De tanto saltar y correr entre las jaulas, empezamos a pensar en la primera función, cuando ya todos estuviéramos a punto de presenciar lo que sea que pudiera ocurrir delante de nuestros ojos. Al fin mataríamos la chatura asfixiante de la vida pueblerina. Después del bullicioso paso de la caravana, los niños volvimos a nuestras casas hablando como loros, queriendo abarcar todo ese mundo con palabras. Recuerdo que mi madre sonreía y me frotaba la cabeza tratando de calmar mi excitación.

—¿Y qué animales trajeron hijo, y cuántos eran en total?

Creo que le dije que eran como cincuenta –todavía no tenía sentido de la proporción-, y que se veían algo cansados, como si no viniesen de ningún lado en especial sino de todos a la vez

—Bueno, pero no te acerques tanto, ¿sí? —mamá siempre explicaba las cosas con ternura.

—Está bien —contesté.

Pero nada de lo que yo pudiera prometerle podía compararse con el magnetismo que ejercía un león o cualquier otro animal. Así que fui hasta el descampado donde el intendente dejó que asentaran toda esa parafernalia que había desfilado por las calles del pueblo. Avancé escondido entre los pastizales. Quería ponerme bien cerquita de las jaulas, y si me era posible llegar a tocar a alguno de los animales. Si era como se veían tendrían el pelaje muy duro y la piel bien áspera. Divisé al grandulón que no permitió que los niños como yo nos acercásemos en la entrada triunfal del circo. Se parecía a Obelix, el galo de las historietas que leíamos cuando el aburrimiento de la siesta era casi un desafío a la cordura. Al lado había un tipo con aire de ser el jefe: el hombre del sombrero de copa. Más allá unas mujeres en compañía de dos payasos que actuaban como cualquier persona. No hay nada menos gracioso que un payaso que no hace de payaso.

Observé el increíble tamaño de la carpa. Los últimos rayos de sol le caían de lado y abrían un gran cono de sombra que facilitaba mi desplazamiento. Sentí un hormigueo en el cuerpo cuando escuché las voces de los hombres.

—Tenemos que hacerlo antes de que la gente empiece a pasarse la voz —dijo el que parecía mandar la cosa.

—Sí, voy a pedir que los traigan ya mismo. Hay mucha hambre en la tropa —dijo el grandote y recorrió con la vista todas las jaulas más cercanas.

Un picor me tomó primero el brazo, luego el vientre y por último ya no pude hacer otra cosa que rascarme sin parar y como podía. Me sucede cuando me pongo muy nervioso.

—Apúrense con esos bichos ¡Vamos! —ordenó el gordo Obelix y se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.

Creí que traerían al resto de los animales. No había podido verlos a todos en la fugaz bienvenida, especialmente porque me había quedado perplejo ante los ojos lentos y melosos del rey de la selva. Enseguida aparecieron dos tipos con el dorso desnudo. De sus manos pendían unas jaulas pequeñas que alojaban a unos cusquitos. ¿Qué lugar tendrían dentro de la función del circo? Entre ellos reconocí al perrito de los Hernández. Todas las tardes me detenía a acariciarlo al ir a comprar el pan. Vi que lo arrojaban entre los barrotes de la jaula del león y que este lo despedazaba de un zarpazo para luego engullirlo de un solo bocado. Ni siquiera alcanzó a gritar el pobrecito. La selva completa se me hizo carne en un rugido. Fue muy llamativa la rapidez con que pasó de ser algo aparentemente manso y civilizado a esta otra cosa salvaje y letal. Un grito de espanto me salió del fondo del alma. Eché a correr a todo lo que me daban las piernas y llegué a casa sin respiración, desesperado. Mi madre salió a la puerta con lo primero que encontró al paso (es hábil para esas cosas, sacar escobas o un palo de la nada) y miró hacia todos lados en busca de algo o de alguien.

—¿Qué es lo que te ha pasado hijo? —preguntó con la cara blanca del susto.

No pude hablar, y seguí bajo el mismo estado hasta el día siguiente. No estaba dispuesto a matar el sueño de todos los niños del pueblo, incluido el mío. Preferí callar y me sentí muy culpable, como si hubiese sido yo el que tirara al perrito de los Hernández a las fauces del león. Desperté al día siguiente con la sensación de que todo podía ser olvidado y de que lo importante era disfrutar de la función de la tarde.

—¿Hoy me vas a llevar al circo? —le dije a mi madre.

—Imposible hijo, se fueron durante la noche y sin dar ninguna explicación. En el baldío no ha quedado nada.  Raro ¿no?

—Bueno, no importa —dije, como si me diera lo mismo—, será para la próxima vez, ¿no es cierto?

—Sí, pero primero tenemos que encontrar a Colita. Desde ayer que no lo veo, y si bien es travieso nunca desaparece por tanto tiempo. A no ser que se haya ido a buscar nuevas aventuras con el circo —dijo mamá, y sonrió como si nuestra mascota fuese uno de esos perros que hacen piruetas y causan tanta gracia en la gente.

Un hombre moribundo

Publicado por el 25/11/2015

Lo encontré tirado en medio de la vereda, agonizante. Pasándole por los flancos, como esquivando bosta de perro, la gente. Esa marea de carne y huesos que se aleja y se pierde, dobla la única esquina de siempre, huye de todo hasta que la pesca o la caga el hedor de la soledad o los caprichos de la mala suerte.

El sonido de una moto me sacó de la momentánea abstracción. Había abierto la luz verde del semáforo. Le siguió una estampida de autos que te recuerda la voz del progreso. Odié una vez más la ciudad, el tamborileo de una guerra que ganaron los decibeles y la locura. Moví el cuerpo para darlo vuelta, quería observar el rostro de ese hombre cuya cabeza había quedado debajo de un exquisito sacón gris. Lo giré y la barriga le sobresalió por el hueco de la camisa que los botones impúdicos no se molestaron en preservar. Sentí que un avión cortaba el cielo encima de nosotros dejando atrás esa suerte de trueno a destiempo que hace mirar hacia el punto incorrecto. A esa hora las frecuencias eran más intensas.  Me tenté y jugué a acertar la parte del cielo que era atravesada por aquel pájaro metálico. Fui engañado de nuevo; una blanca estela de borbotones de humo cortaba el azul del cielo, y recién más allá, aparecía la nave como un juguete que arrastra una cinta blanca.

-Cómo se siente –le pregunté.

Atinó a decir algo que asumí como una expresión desesperada. El smog raspaba y hacía picar la garganta. Capaz que no puede hablar, me dije. O vaya a saber si realmente quería hacerlo, quizás tan solo quiere salvarse, desaparecer sin más. No veía ninguna herida, sangre, ninguna pista que delatara su mal estado de salud. La indiferencia de los demás me provocó una tremenda desazón. Cuánto faltaba para que la frialdad entre unos y otros engendrase un nuevo monstruo capaz de apretar el famoso botón sin que nada le importe un comino.

-Hábleme por dios, necesito saber a quién puedo llamar, un nombre, algo…

Los ojos se le cerraban. Llamé a emergencias mientras sacudía la mano para que alguien viniese a ayudarme. Todos ladeaban la vista pensando que tal vez se trataba de una trampa. Para qué meterse en líos, ya suficiente con los propios.

-Eh vos, por favor, ayúdame flaco, no ves que este hombre está jodido.

Ni siquiera me contestó, solo debe haber subido el volumen de sus auriculares. Una anciana con un paraguas me insultó sin sentido. El perro que estaba en la otra punta de la correa que sostenía con un pulso grado 8 en la escala de Richter, terminó de soltar la mierda con ese humeante decorado de repostero. Y ahí quedó el soretito hasta que uno, y otro, y otro más, se lo llevaron puesto bajo las suelas. El hombre seguía respirando con dificultad.

-Escúcheme señor –dije, e intenté despabilarlo, pero estaba como ido-, deme el número de algún pariente, alguien a quien llamar.

Dos policías que pasaban por la vereda de enfrente eran absorbidos por la atención de sus celulares. Reían mientras aprovechaban también para señalar algunos productos de las vidrieras.

-¡Ey! –Grité, y nada- Uds. hijos de puta –dije indignado.

Me desgañité sin ningún resultado, el tráfico me sepultaba en un extraño silencio. Un ensordecedor aullido de máquinas trasladaba zombies de un punto a otro de la ciudad.

-Por favor, señor, hábleme, dígame a quien llamar –le imploré.

Vi que hacía un esfuerzo mayúsculo, como de haber regresado del mas allá, solo para pagarme por los servicios prestados. Apenas si atinó a levantar la cabeza y me acerqué para ponerle el oído. Parecía el final de esas películas donde el héroe moribundo confiesa algo trascendental que dará sentido a toda la trama. Respiraba como podía, el rostro lívido, me estaba dedicando su último soplo de vida. Por lo menos tendría la certeza de saber a quién llamar para que se hiciera cargo y le rindiera los honores correspondientes, ya que no llevaba teléfono, ni agenda, ni nada que me sirviera para ubicar a los suyos.

Un colectivo pasó muy cerca del cordón de la vereda. Salpicó sobre nosotros el agua marrón de un charco que quedó de la lluvia de la noche anterior. Luego escuché la sirena de la ambulancia. Al fin, me dije, y pensé que antes de que se lo llevasen debía saber quién respondería por él. Como en un milagro de último momento, el hombre habló.

-No tengo nadie a quien llamar –susurró.

Me quedé atónito. Todo lo que aquel cristiano tenía para sí, era el muslo de mi pierna que le hacía las veces de almohada.

-No se haga problema –le dije-, yo me voy a ocupar de todo. De verdad, me ocuparé de todo.

En ese momento el peso laxo de su cabeza cayó sobre mi mano derecha. Dos enfermeros bajaron muy tranquilos desde la parte posterior de la ambulancia.

-Acaba de morir –les dije, pero ni siquiera se molestaron en contestarme.

Me quiere, no me quiere

Publicado por el 18/11/2015

Por la hora en que me llamó, intuí que de nuevo venía por mí. Ni siquiera alcancé a escuchar lo que decía. Tengo un drenaje mental que deriva hacia zonas sin retorno. Ese día el modo la había delatado, cierta urgencia pretendía disfrazar de trascendente lo que finalmente era una tontería. Igual terminé olvidando lo que me dijo. Lo tomé como una nueva arremetida. Hay algunas ex que jamás se rinden. Juana intentaba construir un puente donde solo había dos puntos separados por un río de contrariedades. Yo había fallado con su pedido, lo recordé cuando me lo echó en cara.

-Supongo que acordarte de lo que te pedí habrá sido demasiado.

-Es que…

-Ya sé, ni siquiera sabés de lo que te estoy hablando, estoy segura –su tono había subido una octava-.Lo mismo hacías cuando estábamos juntos.

-Acabás de decir lo que realmente importa: ya no estamos juntos Juana.

-Ajá, o sea que te ha dado lo mismo. Ya veo qué clase de tipo sos.

Sobrevinieron algunos días de paz, mezclados con otros que trajeron una insufrible cantidad de llamados. Me asombraba la cantidad de palabras y temas que era capaz de hilar sin darme un respiro. Como era una buena mina, elongaba mi paciencia hasta límites inhumanos. La oreja me quedaba a dos grados por encima de la temperatura del infierno, hasta que se producía el milagroso silencio que venía después del, chau, nos vemos. Pero, ¿qué era eso de nos vemos?

Está claro que para malograr un amor solo hace falta que una de las partes deje de querer. O si quieren pongan amar donde dije querer, o pongan despabilarse hasta caer en una nueva realidad, un mundo donde el otro ha dejado de ser todos los horizontes a la vez. Será que no sabemos decir adiós, que somos ineptos en eso de dejar ir, acaso por la estúpida e inconsciente idea de no saber qué hacer, del temor de cargar las culpas, o de la incapacidad para deshacernos de lo que nos da refugio, o porque siempre estamos pensando que la duración de las cosas bien podría ser indefinida, prolongarse hasta los confines de nuestras vidas sin tener que tirar del carro, por la sola inercia de lo que nos supera. A veces la vida se parece a un tren que marcha a gran velocidad con las ventanillas selladas. Los pasajeros viajan, sienten la vibración de estar yendo hacia algún lugar, pero nunca se preguntan que hay en ese paisaje que no ven, ni reconocen la estación en la cual deberían haber bajado.

¿Era la razón por la cual ella insistía?

-Ayer pasé por tu casa, toqué timbre, pensé que podríamos tomar unos mates.

Habló con aire de renovada alegría, como si nada hubiera pasado en el medio. Fue del punto A al punto C, y del punto B, ni noticias. Es decir, no aceptaba haber perdido la batalla. Ah, pero las mujeres no pierden batallas, solo agitan la bandera blanca mientras te rodean con tropas que inventan de la nada hasta volverlas reales, de una eficacia minuciosa sorpresiva y letal.

-Capaz que no quisiste atenderme. Todo bien, pero es de mal gusto –me atacaba por los flancos.

-Ah, seguro que fue en el momento en que salí a comprar unas cositas.

-Raro, había luz –dijo- y juro que creí verte caminar por dentro de la casa –la sola insistencia, el hecho de haber espiado por las rendijas de las ventanas, me produjo la extraña sensación de ser ella quien estaba adentro, y yo el que estaba de visita, del lado de afuera.

-Bueno, no tiene importancia. ¿Qué buscabas?

-Cómo me decís ¿qué buscabas?, así como así. No soy una extraña o uno de esos odiosos predicadores que van casa por casa.

Creí que la comparación era exacta en algún sentido. Aguanté la risa, dije que todavía tenía mucho por hacer, y me fui.

A la mañana siguiente los llamados se multiplicaron. Con el pasar de los días se produjeron algunas casualidades. Detrás de todo debía existir una suerte de logística. Juana aparecía de repente en una esquina, en el mercadito de la vuelta de casa, a la salida del laburo. Lo hacía con aire distraído, y ahí estaba vestida de ese modo tan singular que le caía tan bien a su nombre, en medio de mi camino, para mirarme a los ojos como te mira una mascota.

-Ah, justo venía pensando en vos. ¿Cómo estás? –sin dudas merecía un premio Oscar por su actuación.

-Bien, volviendo a casa –hablé con pesada lentitud, como si viniera de hombrear bolsas de cemento en una obra.

-Buenísimo. Podríamos aprovechar para hablar de nosotros. Bah, siempre hemos hecho eso, ¿no es así?

-No te quiero desilusionar pero creo que eso pertenece al pasado Juana –solté la frase y sus ojos fueron los ojos del diablo-. ¿Qué te proponés –debía terminar con el asunto antes de volverme loco-, por qué insistís con algo que ya pasó?

-Es que prefiero que me odies –me dijo con una sonrisita sardónica.

-No sería capaz de hacer eso. No estoy capacitado para odiar. A lo sumo llegaré a detestarte, pero no más que eso.

-Bueno, pues yo voy a hacer que me odies.

-No te gastes Juana. Y además, porqué querrías que te odie, no tiene sentido.

Empecé a caminar como para sacármela de encima. Sus gritos resonaron a mis espaldas y un escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar lo que dijo.

-Claro que tiene sentido pedazo de idiota –los alaridos eran los de una fiera acorralada-, prefiero que me odies a que me olvides, y te juro que lo voy a lograr.

Ni siquiera atiné a darme vuelta. Caminé varias cuadras y me detuve en un café. Jamás he podido sentarme a tomar algo completamente solo. Pero esta vez sí que pude, y no estuvo nada mal.

De pesadilla

Publicado por el 11/11/2015

Estoy metido en un problema grave. Mucho más grave de lo que pensaba. Alrededor mío, dentro de mi pieza, hay una extraña presencia moviéndose en la oscuridad. Y yo en la cama, más vivo que un condenado a muerte. El intramundo onírico ha roto sus diques. Padezco la certeza de estar en medio de una pesadilla. Quisiera despertarme sudado y aterrorizado, salir de esta sensación imprevista y exclusiva donde todo es inmóvil y silencioso. Es una creación de mi mente a la que debería perderle el respeto. Así dejaría de infligirme esta espantosa herida emocional. Tengo que despertar, es imperioso que pueda hacerlo. Pero no es tan sencillo. Estoy atrapado en una suerte de telaraña invisible, un elemento a la deriva en un escenario macabro. Ni siquiera sé si tengo la suerte de no estar viendo nada y sin embargo veo. Algo late cerca de mí.

La persiana de la habitación en la cual duermo, lo recuerdo muy bien, cierra perfectamente. Evita que toda luz me saque del negro telón en el cual me sumerjo cada noche desde que necesito poder descansar a mis anchas.

Creo estar viendo las facciones de una especie de rostro. Soy apenas una presa acorralada, resistiendo a lo que he empezado a admitir como la manifestación del mal. Tan simple y tan terrible como eso. Es extraño que le conceda entidad a semejante cosa. Yo, que jamás he creído en la bondad o la maldad más allá de las acciones de los hombres.

Eso está ahí, de algún modo vivo. Ahora se aproxima bajo la forma de una boca que se abre para engullirme de una vez y para siempre. Pienso en Dios, en la necesidad de que algo mágico y salvador ocurra en este preciso instante.

Una luz cegadora irrumpe desde el punto físico donde debería estar la puerta. Es mi madre. Alcanzo a ver la lenta ondulación de su vestido de flores. Entonces caigo en la cuenta de haber estado siempre de este lado de las cosas, en mi realidad, en la pesadilla de todos los días.

Solo sé que no sé nada

Publicado por el 04/11/2015

-¿Y si lo supiéramos todo? –me preguntó.

-Antes, en las tribus –dije en tono de pelotudón académico- los ancianos atesoraban su conocimiento muy celosamente. Era una mercancía valiosa que daba poder. Conocían el cambio de las estaciones, cómo criar a los animales, cómo defenderse de los peligros, en fin, comprendían y hablaban el lenguaje de la naturaleza.

-Sí, está bien, pero eso fue hace mucho –retrucó y volvió al presente con un ejemplo futurista-. En breve tendremos una computadora incorporada en nuestro cerebro y podremos contestarnos cualquier pregunta en el tiempo que nos lleva formularla.

Lo que decía tenía mucho sentido. El fluir de la tecnología, que como a tantos, me había dejado plantado en la línea de partida, se había vuelto veloz, cercano y predecible. Cualquiera que pudiese imaginar algo jamás sería tratado como un delirante. Ahora la relación entre los cambios y el tiempo, daba vértigo; incluso los últimos grandes cambios se habían producido con velocidad de susto en los últimos cincuenta años, y yo andaba perdido en anacronismos de caciques sabios. Más allá de mi vergüenza, me dio curiosidad saber a qué nos llevaría todo aquello.

-¿Y por qué te parece que estaría bueno saberlo todo?

-Porque evitaría perder el tiempo, sería más práctico, todo se solucionaría en un abrir y cerrar de ojos. Habría respuesta para todo. Nos sentiríamos intelectualmente satisfechos.

-O sea que no encontraríamos ningún sentido en todos los esfuerzos de la educación –dije, y me sentí traicionado por ese posible devenir-. Pensé que entonces un niño podría tener el valor de un adulto, por lo tanto el respeto se volvería un bien pasado de moda. Ya todos creerían saber de qué se trata vivir sin la necesidad de recurrir a nadie.

-Qué queda después de saberlo todo –insistí-, qué pasaría con las cosas del corazón –quería tirarle abajo sus torres gemelas del saber, aquello sobre lo cual todo conocimiento es frágil, subjetivo y personal-. Los sentimientos no son un cálculo – agregué algo furioso-, ni la suma extraordinaria de todo lo que se conoce; el amor no es el Aleph, es algo que está ahí, a la deriva, como un barco que tuviese al capitán más experto y avezado, pero que no contase con velas ni timonel.

-Y quién habló de barcos, velas y timonel –me respondió-. Yo hablo de acá, de estas cosas que se dan todos los días, de saber qué es lo que hace falta para alcanzar tus metas, lograr esto o aquello.

-Claro, entiendo –contesté y seguí por no poder parar- pero el saberlo todo no es igual a saber cuáles son las coordenadas de una vida feliz.

-Es que el saberlo todo en sí –hizo una pausa y fue como un cráter abriéndose en medio de la conversación-, ¿no podría ser una forma de amor?

La pregunta me dejó atónito. Me había desplazado al ser humano como objeto de amor. Había puesto el total del saber humano como un insumo, una droga capaz de elevar a la especie humana a un goce pletórico, único y absoluto. No supe qué contestarle pero recordé una parte de un libro de Philip Dick.

La ciencia ha logrado introducir todo el conocimiento humano en una computadora. La primera pregunta que le formulan y tal vez la única que valga la pena hacerse es: ¿Dios existe? La computadora contesta: ahora sí.

Pero igual siguió siendo una máquina.

Trampa para ratas

Publicado por el 30/10/2015

La vieja carpintería de mi abuelo fue sellada con un enorme candado hace ya muchos años. Dentro descansan sus instrumentos de trabajo, y también una trampera para ratas que él mismo fabricó. Es una caja de forma rectangular con una sola abertura. La puerta se levanta gracias al peso del queso que atado a un hilo termina adentro y al fondo de la trampa. De modo que las mismas ratas, a pesar de su astucia, se condenaban a sí mismas con cada mordisco. El sistema era muy ingenioso, un vicio de la curiosidad.

Bajo el gran parral del fondo y en jaulas colgadas de las paredes, mi abuelo también tenía una colección de reinas moras y canarios que resaltaban por la delicia de sus colores y el brillo de su plumaje. El trinar de los pájaros generaba una alegría instantánea. Solo se rompía por la huida apenas perceptible de las ratas en medio de los canteros, yendo de un lado a otro, o quedándose quietas para burlar la presencia humana.

– Estas cosas pueden traer enfermedades – me dijo mi abuelo mientras señalaba el lugar exacto donde uno de los roedores intentaba esconderse

– Ya es hora de que sepas qué ocurre con las ratas – dijo, y no entendí del todo el porqué de hacerme espectador de semejante ritual.

Las ratas quedaban atrapadas pero vivas. La trampa no excluía la tarea de tener que sacarlas de allí para darles muerte. Yo miraba con los ojos grandes como huevos fritos. Mi abuelo había sacado una lata de aceite Cocinero y le había quitado la parte de arriba, de modo que quedaba como un gran tarro al que agregó agua hasta el tope. Tomó la trampa y la ladeó para que la rata no pudiera escapar. La sujetó del cuello con una horqueta prevista para tal fin y sin preámbulos la sumergió dentro del tarro. La rata comenzó a contorsionarse de todas las formas posibles, hasta que le quedó la pose que guarda la parca para cada uno de los seres vivientes. Durante esos segundos de lucha que parecieron eternos, sentí una lástima indecible. Ese bicho asqueroso y escurridizo, me afectaba sin que hubiera podido preverlo. El abuelo permaneció imperturbable.

– Y así es la forma en que me encargo de las ratas – la sacó de adentro y la llevó chorreando hasta el tacho de la basura.

En ese momento recordé que yo mismo le había preguntado qué hacía con las ratas que iba atrapando. La forma de desasnarme me dejó perplejo. Ahora sabía que cada cosa tenía un valor intrínseco, que la vida bien mirada era un asunto precioso, aun cuando se tratara de estos pequeños y repugnantes roedores. Lo que aparentaba tener de divertido había mutado hacia algo espantoso y triste. No era gratuito presenciar la agonía de la muerte.

Esa noche me fui a dormir y me quedé mirando el techo y pensando en lo que había pasado. Al siguiente día me levanté muy temprano, como alentado por un designio.El abuelo dormía y sus ronquidos retumbaban en todos los espacios de la casa. Por primera vez me fui descalzo al fondo, algo que tenía prohibido. No me importó. El silencio reflexivo de la noche bastó para que hiciera algo sin saber bien porqué. Luego volví a la cama. Al rato la fuerte voz del abuelo me sacó del sueño mientras abría la ventana para que entrasen las primeras luces de la mañana.

– Fuiste vos ¿No?

– Cómo va a ser él – dijo mi abuela respondiendo en mi nombre.

-Sabés qué -siguió diciéndome el abuelo esta vez con indulgencia-, te salva el hecho de que los pájaros hayan vuelto solos y estén de nuevo en sus jaulas.

Los pájaros estaban de vuelta. Los pájaros que había soltado no habían sabido qué hacer. Entonces me di cuenta que la libertad se parecía bastante a una lata de aceite. 

Y si fueras una rana

Publicado por el 21/10/2015

-¿Por qué me preguntás eso a mí?

-Porque quiero ser tu amiga.

-No tuve ni tendré amigas.

-Eso me deja la opción de usar el presente. Sé mi amigo ahora, al menos hoy.

-No apliques el pica sesos conmigo. No funciona. Me empecina en la actitud contraria.

-Eso dicen todos pero no es así. Se sabe que siempre ganamos las mujeres.

-Como quieras.

-¿Así que vas a ser mi amigo?

-Con qué fin.

-Para que me reveles algo.

-No soy un oráculo.

-Te cuento. Él me lleva diez años, y se ve más grande todavía porque es medio peladito. Antes creía que enamorarse de gente más grande que una era cosa de desesperadas o una cuestión de andar probando, de aventura digamos. Después de los veinticinco lo vi como una posibilidad, y ahora estoy metida hasta los dientes con este tipo.

-¿Y porque le decís tipo? Es como si hablaras del amante de otra.

-Es que siempre pareciera estar más allá de mi mundo. En fin, la cosa es que todo fue sucediendo como en el cuento de la rana.

-¿Qué cuento de la rana?

-Meten una rana en una olla de agua fría –dijo- y empiezan a calentarla. Finalmente muere en el agua hirviente.

-Eso que decís se parece bastante al amor.

-¿Por qué?

-Porque simplemente ocurre.

-Y sí, a mí me pasó, y con esta persona que te estoy contando. Con él está, bah, está es un modo decir, está todo bien. La cama bien, las charlas bien, todo muy bien. No puedo dejar de pensarlo, como si existiera bajo dos formas, la física y la que es peor que ser buscado vivo o muerto, la de no poder parar de pensarlo todo el tiempo. Es algo que está ahí y que sin embargo se escapa, pero sigue estando. Y mi vida ahora es otra cosa. Estoy atada a él noche y día, me pregunto sobre él sin que yo pueda hacer nada, soy esclava de mi propia mente. Es como si algo me mordiera por dentro y yo volara de placer a pesar del dolor.

-Eso no tiene nada de malo. Todos somos medios maso.

-¿Medios maso?

-Medios masoquistas digo. El amor es la relación consentida entre un sado y un maso.

-Ay, déjate de joder ¿Qué decís?

-Eso, pero sin que te tientes a llevarlo a un extremo. Hay que definir de qué lado estás, sino el asunto se vuelve sinuoso. Igual, todo se define por quien más ama. La lógica también funciona al revés, por quien menos ama. Da lo mismo.

-Sos de terror.

-Ajá, ya lo sabía. ¿Pero quién lleva las de perder en una relación?

-El que más ama. Pero no es justo –se veía molesta-. Es decir, el que más siente, debería ser el más recompensado. Sin embargo es quien más sufre.

-El mundo no es justo.

-Es que a eso quería llegar.

-¿A qué?

-A lo que te estaba contando. Me refiero a que no había terminado de contarte. Estábamos en el departamento que alquilé hace unos meses para irme a vivir sola. El me dio una mano en todo. Tanto que lo pintó por completo. El día que lo terminó yo estaba cebándole unos mates. De a ratos se hacían esos silencios largos, como cuando te tildás mirando el mar, solo que con el blanco hipnótico de la pared. El pintaba sin esfuerzo, parecía ser su oficio oculto. Sobre una escalera terminó de repasar los pliegues de las molduras. Al terminar giró el cuerpo, me miró, y me dijo que no estaba enamorado de mí y que esa era la última vez que íbamos a estar juntos. Luego levantó el brazo y hundió el pincel en un punto casi imperceptible que quedaba sin pintar. Me largué a llorar como una niña.

-Conmovedor. ¿Y entonces?

-Entonces nada. Quería que fueses mi amigo para eso, para que me dieras una respuesta como hombre. Tenés casi su misma edad, te conozco a medias, y repito, sos hombre. ¿Qué debo hacer?

-Es que…

-Es que qué –dijo.

-Es que dar consejos es lo más estúpido que hay.

-No importa. Decime algo. Lo que te salga.

-Lo que me sale es decirte que en estas cosas hay solo preguntas.

-¿Cómo cuáles?

-Como… -Pensé en no decirle nada, quería irme y dejarla en su lucha íntima, que es la forma en que se dan todas las batallas. Pero no pude- ¿Quién tiene la culpa –dije-, la rana, el agua hirviendo o el fuego?

-La rana -contestó, y respiró profundo, como si algo la quemara por dentro.

Pequeños amores

Publicado por el 14/10/2015

Ya nos habíamos pegado unos besos en el umbral de su casa. Era lindo encimar los labios como lo hacían los grandes, sentir, saber que se puede comunicar algo en silencio, con solo rozarse la boca. Pero ¿debían de cerrarse los ojos o era un mecanismo que actuaba por sí mismo, como estar a punto de chocar? Quizás ocurría para poder concentrarse en las sensaciones del tacto, para que la boca sea todo el cuerpo y lo demás no existiese, y la lengua ¡qué misterio por Dios! debía bucear adentro de la otra persona, pero cómo, cuánto, qué debía hacerse para no llegar a la risa o al ridículo. Poco sabía de eso, mucha teoría, mucho bocón de barrio contando sus historias de machos cabríos, cuando no eran más que simples mortales excedidos de alarde y con deudas de cama. No sabía yo que las cosas del sexo sucedían solas, y que encima los sentimientos formaban una correntada furiosa con un lenguaje propio en la que ningún salmón podía hacer historia. Estaba bien bien dada la expresión de habla inglesa: falling in love. Enamorarse traducen algunos, pero es caerse en el amor, caerse sin remedio en eso que el otro vaya a saber cómo, ha provocado en uno, empujándolo a un abismo dolorosamente placentero, donde es en vano buscar los porqués, a cuenta de qué, incluso su medida y su tiempo. Algo de eso pensaba, no estrictamente, pero me veía camino de poder irlo pensando, cuando me chantó el primer beso. En realidad no era el primero, era otra clase de beso, de los que se dan en la memoria y ya no se te borran nunca más. No era solo porque fuera hermosa, es decir, no lo habría dicho en esos términos, a esa edad. Habría dicho que no me gustaba solamente porque estuviera buena, sino porque además transformaba las cosas, rompía las reglas y podía ir más allá con lo mínimo, una mirada o algún silencio. Me sacó de paseo por la vida y yo veía en eso un despertar maravilloso. Todo se cargó de una misteriosa energía. Vivía en ese estado de pavotez donde lo externo es una circunstancia imperceptible, como estar bajo el agua, muy hondo, mientras todos se empeñan en tirar piedras a la superficie. A veces hacíamos los deberes juntos, o yo inventaba excusas que ella compraba. Así los días no eran solo una sucesión temporal, sino un fragmento de tiempo paralizado, contenido en una emoción. Todavía no sabía lo que era el sexo, pero empezaba a sentir que crecía en la zona baja del vientre, a través de los sueños, en el pensamiento diurno, al mirarla, en la aproximación de nuestros cuerpos. Ella hizo de mi inocencia una granada de hormonas a la que le habían quitado su espoleta. A contramano de cualquier moda, convertía su vida en una novedad.

El contrapeso lo ponía su madre, que sin problema ni conflicto, repudiaba sus salidas alocadas, su modo de estar, incluso envidiaba, estoy seguro, de solterona nomás que era, la fórmula que su propia hija ponía en acción para encontrar cierta paz sin que nada le importara un pirulo. Creo que era eso, más allá de lo específico. Porque si tuviera que medirla por aquello que la irritaba, podía ser cualquier cosa. Un día era el clima, otro la música, otro su ropa, al otro su pelo, y yo pensaba que a la señora se le iba la mano, y no tenía que ver con sus miradas de desprecio hacia mí, sino con su actitud siempre agria y petulante.

Llegando un día a su casa la escuché hablando pestes sobre mí. Me quedé quietito en la puerta con el dedo apenas apoyado en el timbre. Tomé el silencio de mi pequeño amor como un síntoma para no empeorar las cosas. Pero la madre no se guardó nada. Dijo de mí aquello que siempre dirán las madres celosas: dónde vas a llegar con ese tarambana. Lo dijo como si su hija y yo hubiésemos diseñado una vida juntos, y apenas si éramos unos adolescentes jugando a encontrarse. Me fui sin chistar. Al otro día, y de puro porfiado nomás, volví a verla. La encontré en el patiecito de entrada que quedaba al fondo del pasillo, sentada como un buda al lado de una botellita plástica de alcohol y un pedazo de algodón. Una de sus manos parecía estar escribiendo algo sobre su antebrazo. Para no desconcentrarse, me saludó sin levantar la cabeza. Me acerqué y vi que escribía algo en su piel con una aguja, cada pequeña línea era una herida abierta y sangrante, rasgaba su cuerpo.

-Qué estás haciendo- le dije.

-Me estoy tatuando tu nombre, -contestó.

Iba a decirle algo relacionado con el tiempo, con que éramos muy chicos, cuando escuché que su madre la llamaba desde adentro, y no pude contenerme.

-Va a ser mejor que termines con eso cuanto antes- le dije.

Ella solo sonrió.

Las gallinas de la abuela

Publicado por el 07/10/2015

Yo ya tenía conciencia del mundo que me rodeaba, las extrañas órbitas que daban los personajes de la familia, la secuencia de la vida consumiéndose en episodios cantados de horarios y rutinas, hasta el momento aquel en que nos íbamos de vacaciones. Siempre era para visitar parientes que vivían lejos.

Caíamos en lo de una de las abuelas donde tortillas y chicharrón eran manjares diarios, y la vida una rudimentaria manera de estar. Con todo, se daba un hecho deliciosamente curioso. La abuela guardaba en la cocina, una zona siempre en penumbras, donde el sol entraba a cuenta gotas, varios litros de coca cola en los viejos armazones de hierro. Nos la servía en pequeños vasos de plástico, bajo un pacto de absoluto secreto. ¿La razón? Ninguna. Pero se daba de ese modo, como si mi madre fuese a protestar por malcriarnos, en épocas donde la pretensión no excedía la limonada y tener una coca a la hora del almuerzo era más difícil que ver aterrizar un ovni en el patio de tu casa. Con eso cortábamos las largas, silenciosas y sagradas siestas, donde aburrirse era una fija, un modo metafísico de enfrentar sin saberlo, el vacío de la existencia, el embole que de grande asusta y tortura como un cuco imbatible.

El gallinero que la abuela tenía en el patio contaba con diferentes especímenes. Gallinas regordetas hechas a pura modorra, verdaderas muestras de la cultura zen plumífera; pollitos que piaban sin parar; un gallo percherón de vivos colores, al que la cresta se le caía sobre un ojo y luego sobre el otro, y más allá, apartado, una especie de clan gallináceo distinto liderado por un gallo alto y flaco pero de apariencia temeraria, y unas gallinitas que se movían con una gracia muscular tajante y llena de vigor. Eran de riña, me enteraría después.

La abuela había olvidado encerrarlos. Yo empecé a figurar que me miraban con cara de pocos amigos, y en un santiamén, una de las gallinitas avanzó hacía mí y me puso a correr por lo que yo consideraba la subsistencia de mi propia vida. Enseguida fui alcanzado por un picotazo seco en el medio de la mano que me puso a gritar y a llorar hasta que no quedó nadie durmiendo la siesta.

Noté que la abuela se había quedado sin palabras, pero nadie dijo ni mu. Me pusieron un poco de un líquido naranja, una gasa y una vacuna que me suministraron en una salita del barrio y que recuerdo cuando digo la palabra teta. Pero nada de aspavientos ni reproches ni comentarios de ningún tipo.

Durante la cena, comimos un guisito de arroz muy rico. Yo me sentía la estrella de la velada. Fingía que la herida me dolía más de la cuenta, y mi hermana me miraba como si tuviera una aureola en la cabeza.

—¿Sopita? —preguntó la abuela, mientras repartía un plato hondo para cada uno—. Y hablando de todo un poco, ¿cómo va esa mano?

—Mejor —contesté, y vi que mi madre se aprestaba a hablar al tiempo que le guiñaba un ojo a la abuela.

—Riquita la sopita de gallina —dijo, y conteniendo la risa, bajó la cabeza y no volvió a levantarla hasta no terminar con su plato.

 

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Jardín de margaritas

Publicado por el 01/10/2015

Ningún jardín se ve tan bien desde abajo.

De la puerta quedaba poco. Los vidrios de las ventanas estaban esparcidos por todo el frente de la casa. Y vaya a saber si los vecinos querían convertirse en vengadores anónimos. Más bien parecía que necesitaban arrancar un porqué, algo que les diera la tranquilidad de sentirse distintos. El día anterior, sin ninguna razón aparente, el bueno de Benítez lo había hecho. Rosa lo denunció por un griterío a última hora que escuchó desde su casa, justo cuando estaba por quedarse dormida.

Yo había conversado con la mujer de Benítez en el almacén. La había visto nerviosa, como si quisiera dejarme en claro que estaba delante de una muerta que invade por un brevísimo lapso la ordinariez de los actos mundanos.

De los Benítez se sabía todo; es más, todos sabíamos todo de todos. Era extraño pensar que alguien del barrio había sido asesinado.  Pero todavía más difícil era interpretar los motivos que llevaron al marido de Beatriz a cometer semejante atrocidad.

Ella me dijo en el almacén que hacía todo lo que él quería. Desde cocinar lo que le gustaba hasta oficiar de conejillo de indias de sus deseos. Soy un tributo a su vida, me contaba, le compro el diario, la ropa, tengo listo todo lo que necesita, el cafecito mañana tarde y noche, la exclusividad del tele, masajitos por las noches, en fin, lo que puedas imaginar que pudiera servir para mantenerlo satisfecho y contento. Pero él siempre dice que no es suficiente, que hago todo pero no del todo bien, y que si pusiera más empeño tal vez algún día podría perdonarme. Perdonarme qué, me digo yo, decía Beatriz, y se fue quedando sin palabras, como si la fuese llamando la muerte.

El porqué de confesarme parte de su vida privada mientras hacíamos las compras, me resultó un misterio. Aunque soy bueno haciendo hablar a la gente y suelo malgastar el tiempo en charlas inútiles. Pero nada hacía pensar que fuera a dirigirme la palabra mientras esperábamos en la fila donde se expende el pan. Quizás yo era su última conexión con este mundo, ella lo sabía pero yo no, y estaba dejando en mí alguna pista de su desafortunado destino, como si quisiera avisar que el que lo da todo, también puede perderlo todo. Quién sabe.

Para los vecinos, Benítez era un ser normal, entrador, dotado de una gracia que lo convertía en alguien fácil de extrañar.

La policía se quedó un rato esperando los últimos espasmos de violencia de la gente. Después entraron. Benítez no ofreció resistencia. Dijo que la había enterrado en el fondo, en el vértice del jardín que choca contra el paredón, debajo de las margaritas que tanto le gustaban a Beatriz.

Cuando se lo llevaron recordé la vuelta en que me prestó una rueda de auxilio para ir tirando hasta que pudiera comprar unas cubiertas nuevas. Lo sacaron esposado y no quiso que le cubrieran el rostro. Salió con el ímpetu de un asesino sobrio, convencido del acto de matar. El ruido de las sirenas de los patrulleros terminó de disolver las broncas, y al despejarse la zona, todos cayeron en la inutilidad de haber roto toda la fachada de la casa.

Benítez no pudo estrangular a su mujer con esa cara, le escuché decir a Rosa a mis espaldas. Levanté las cejas y ella siguió siendo la vecina de la tragedia y yo el que se fue pensando en el hoyo del jardín, y en un reguero de margaritas muertas.

Látigo en la mano

Publicado por el 23/09/2015

Después de acicatear a los animales en la corrida final bajo los álamos, Alberto tomó la entrada de su casa sin problemas. Yo seguí de largo. Mi yegua era tan dura de boca que necesitaba por lo menos cincuenta metros más para dar fin a su alocado galope. Volví esquivando los violentos cabezazos que daba cuando estaba fuera de sí, briosa, como decíamos. Después de la entrada flanqueada de álamos, quedabas de frente a la casita de los Godoy, más allá se levantaba el puente para cruzar el canal que un día se llevó a uno de sus hermanos y lo dejó atascado contra las compuertas, a la vista de todos, golpeado por el capricho del agua. A lo lejos se divisaba el corral de adobe donde solíamos montar a los animales bajo un sol impiadoso, contentos de llevarnos unos buenos raspones. Pero aquella vez no alcancé a ver todo, sino que lo adiviné, lo supe para mis adentros, ya eran un recuerdo para siempre en mi memoria. Esta vez la atención se detuvo en el padre de Alberto, Don Godoy, un hombre terminado a mano, de rudeza autóctona, seco y rotundo como un buen vino tinto. Algo andaba mal. Alberto se había bajado del potrillo y lo sostenía de las riendas, resignado, con la cabeza baja, esperando el sermón de su padre. A este último, un yeso le cubría la pierna hasta la altura de la rodilla, y apenas si se sostenía sobre la muleta. El tambaleo se debía a la necesidad de disimular su merma física delante de los demás. Llevaba una aureola de sudor bajo las axilas y otro círculo se le dibujaba en el medio del pecho, cortando el blanco de la delgadísima camisa. Como pudo, avanzó tres pasos.

-¿Qué te dije a vos? –preguntó.

-Que por nada del mundo montara este potrillo.

-Ajá – dijo, y esa expresión que daba todo por hecho fue lo último que se le escuchó.

De la nada apareció en una de sus manos un látigo trenzado. Alberto no atinó a moverse. Tampoco lo hizo cuando Don Godoy, de un solo gesto, lo descargó sobre él como una ráfaga, cortando aire ropa y piel. El ruido espantó a mi yegua e hizo lo propio con el potrillo que rápidamente se perdió por los sembradíos. Tres chasquidos más y yo sin poder hacer nada. Pensé en atropellarlo pero me quedé de una pieza, expectante, creyendo que Alberto se echaría a correr despavorido hacia cualquier parte, o bien lo mataría a golpes ahí mismo, cosa perfectamente posible, ya que su porte excedía por lejos el esmirriado aunque curtido cuerpo de su padre.

Nada de eso pasó.

-Pendejo de mierda- gritó Don Godoy y se dejó caer al suelo, vencido, para luego empezar a darse golpes de puño sobre el yeso.

Alberto levantó la cabeza como un santo.

-¿Ya te sentís bien? –le dijo, y acercándose lo envolvió en sus brazos. Eran un ovillo humano, una sola cosa.

Me fui del lugar con un galope suave y corto que mi yegua jamás volvió a concederme.